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Lo llamó primero 'cunt' y luego 'morón', la primera palabra la conocía por entonces sólo en su sentido de 'cono', el sexo femenino nombrado a lo bruto o sólo con el pensamiento, la otra acepción la inferí aquella noche y la confirmé más tarde en el diccionario, uno de slang desde luego. No era muy distinto de lo que lo llamaba yo mentalmente, 'capullo', y es probable que 'cunt' tenga un valor parecido a eso y que 'mamón' sea más inexacto, no sé si más agresivo. Pero no es lo mismo lo que piensa uno y hasta lo que dice, que lo que oye proferir a otros; el insulto que uno piensa y aun lanza, sabe en qué medida va en serio y que ésta no suele ser grande, conoce la función de desahogo que cumple, y las más de las veces no se preocupa ni le da importancia porque es consciente de que tiene poca; controla uno a voluntad la vehemencia, que en términos generales puede ser bastante artificial si es que no falsa: una exageración retórica, una representación ante uno mismo o ante los demás, una especie de bravata. En cambio el insulto vertido ajeno resulta siempre inquietante, tanto si nos va dirigido como si se dedica a terceros, porque es difícil calibrar con qué verdadero fondo se corresponde -fondo de la persona que injuria-, con qué cólera o qué inquina, con cuánta posibilidad real de violencia. Por eso no me hizo gracia oírle a Tupra esos vocablos, y también, es seguro, porque en él me eran inauditos y no nos gusta descubrir en otros incluso lo que nosotros tenemos o son nuestras potencialidades más feas, lo que en nosotros parece aceptable (qué remedio), queremos creer que hay hombres y mujeres mejores, querríamos que los hubiera sin tacha y que además fueran amigos, o al menos tenerlos cerca y nunca enfrente, nunca en contra. Claro que tampoco es frecuente que de mi boca salga 'capullo', sin ir a buscar más ejemplos, y sin embargo lo había pensado esa noche un montón de veces, al igual que durante la cena de Wheeler y después, con él a solas. Pero no lo había dicho, creía, no en su presencia, pues tampoco es lo mismo pensar algo y guardárselo, pensarlo con fuerza y callarlo, que soltarlo ante testigos o soltárselo al destinatario, aunque sólo sea porque uno permite entonces que se le atribuyan las pronunciadas palabras, y que sean ya para siempre tenidas como propias de uno o verosímiles en sus labios ('Yo te he oído, lo dijiste, aquel día recurriste a esos términos'). Y eso ya es dar muchos datos, destapar demasiadas cartas.

Vi la orden tan irrealizable que se lo pregunté a Tupra a las claras:

– ¿Cómo que me lo lleve allí? ¿Con qué pretexto? ¿Y para qué, qué quieres?

– Dile que vas a mamársela. -Se había impacientado Reresby, pero fue un segundo: mi mirada de extrafieza tuvo que ser tan intensa (trasluciría el mosqueo, indisimulable, inmediato) que debió de parecerle de intolerancia, o incluso de soñada amenaza. Así que añadió al instante, ahogando su anterior frase grosera (quizá era sólo Reresby el malhablado, no Tupra ni Ure ni Dundas, y acaso cada noche era quien era, a todos los efectos y consecuencias)-: Dile que si quiere una raya, superior, de primera. Seguro que me espera allí con la nariz hecha agua. Seguro que no objeta nada.

– ¿Cómo sabes? -le pregunté. Luego pensé que con Tupra era una pregunta ociosa, o de redundante respuesta. Él se dedicaba principalmente a saber, o esa era mi idea, y además de antemano, a conocer rostros futuros; y a diferencia de lo que ocurría conmigo y con Mulryan y Rendel, tal vez con Jane Treves y Branshaw ocasionalmente (con Pérez Nuix era más dudoso), a él no hacía falta guiarlo ni indicarle la senda de cada saber pertinente. Era él quien nos conducía, quien decidía qué aspectos de las personas nos interesaban o concernían y nos interrogaba sobre el campo acotado, por ejemplo si el cantante Dick Dearlove era capaz de matar y en qué circunstancias, o si un hombre anónimo tenía intenciones de devolver un crédito, tantas cosas distintas y tantas veces. Nunca me había preguntado si yo creía que De la Garza podía darle a la coca o al pegamento o al opio, de hecho no tenía recuerdo de que nunca hubiera preguntado por él, nada. Así que sólo ahora, por tanto, me paré a pensarlo. Bien mirado, no era improbable que le diera a todo: demasiado ansioso, demasiado ufano y atolondrado, y también muy excitable.

– Tú díselo y verás -me contestó Tupra mientras le ofrecía delicadamente su brazo a la señora Manoia y arrancaban los dos hacia el lavabo de damas. Se encontrarían con cola, sin lugar a dudas-. Dentro de siete minutos más o menos. Me reuniré con vosotros. Entretenlo hasta entonces. -Y con su dedo como un cañón corto señaló la puerta del pintado garfio, imposible no acordarse de Peter Pan nada más verlo.

Se lo dije a Rafita, que al igual que Flavia se había quedado momentáneamente estupefacto. Eso lo hizo recobrarse, reactivarse; se mostró interesado, o más bien algo afanoso.

– Vale, vamos -contestó en seguida, y hacia allá nos fuimos y franqueamos el garfio. Una vez en el lavabo de los mutilados, que seguía desierto como poco antes, no ocultó cierta impaciencia ante la perspectiva, debía de pensar que así la ebriedad se le mitigaría, había entrado en una fase de pequeño mareo, por fortuna no grave, no vomitaría, pero los pies se le enredaron un poco en el breve trayecto con mucho obstáculo humano, lo achaqué también en parte a efectos de su demenciado baile y desde luego el jadeo, después me di cuenta de que se le habían soltado los cordones de los zapatos, ambos, se podía haber dado una buena toña y quedar frito en la pista, allí lo habrían rematado las hordas y nos habríamos ahorrado unas cuantas vainas-. No la tienes tú, tú no la tienes. -Quiso constatar el hecho.

– No, la tiene el señor Reresby -le respondí, y entonces se me ocurrió que éste bien podía tenerla de veras o en absoluto; para alguien como él no sería complicado disponer de ella, ofrecerla puede ser muy útil en nuestros tiempos y él sabía moverse en cualquier territorio-. No tardará, ha dicho. Iba a ver si le curaba un poco el jabeque que le has pintado a nuestra titi con esas cuerdas absurdas que te salen de la coronilla, esa canasta. -A aquellas alturas ya no me importaba ponerlo verde, y además en el extranjero se adquiere confianza con los compatriotas muy rápidamente y sin base, para mal y aun para fatal por norma, pero tiene la ventaja de que se puede ir al grano cuando hace falta. De la Garza me estaba causando demasiados problemas y todos evitables, lo peor era eso. Me adapté de antemano a su habitual jerga impostada (yo nunca diría por mi cuenta 'jabeque'), eso equivalía a recorrer de golpe un gran trecho, de la confianza-. A quién se le ocurre ponerse esa ridiculez, y luego azotar con ella a tu pareja de baile, ya veremos cómo se lo toma el marido cuando le vea el fustazo en plena cara. -'Uno sfregio', me acordé de sus consultas de pronto, horrorizado; 'se la vamos a devolver con una especie de sfregio, si comprendí bien su gesto, se pasó la uña del pulgar por la mejilla; tiene tela la cosa, le va a sentar como un tiro, aunque aún peor habría sido el arañazo en la bazza en lugar de en la guancia, Manoia lo podría haber juzgado una alusión, una burla, una revancha mía por sus malos modos, aunque el mentón de la pobre Flavia no sea protuberante ni por lo tanto bazza, propiamente'-. Eres un imprudente del copón, De la Garza. Te he dicho que ese tipo tiene mucha influencia en el Vaticano, y bueno, en toda Italia, incluida Sicilia. -Yo mismo me quedé sorprendido de utilizar esa expresión ('del copón'), en mí absolutamente desusada, debió de ser por asociación de ideas con el Vaticano, que estará perdido de copones, supongo, uno al menos en cada estancia-. Y además le he visto muy malas pulgas, muy mala hostia -debí de seguir asociando, también deslizándome hacia el habla a la vez zafia y redicha de aquella peste de gañán perfumado-, confío en que Reresby sepa explicárselo, que no fue intencionado, que ni te diste cuenta. No lo fue, ¿verdad, Rafita?, no fue a propósito. -Nunca antes lo había llamado a él así directamente, me parecía; de hecho creía haberle oído el diminutivo a Peter ya después de que el agregado hubiera abandonado su casa aquella noche sin mojar y de vacío, para conducir y estrellarse en la carretera junto con el alcalde y la alcaldesa de Thame o Bicester o Bloxham o Wrox-ton (pero no había habido suerte).