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Allí estaba de pie dándome una charla absurda, sobreponiéndose a su leve mareo sin gran esfuerzo, con su aspecto pretendidamente fantasioso y moderno pero en realidad sólo irrisorio, todo él era un chafarrinón, una figura de farsa, había anunciado que se iba a quitar la peineta y aún no había hecho ni amago, y su rígida chaqueta gigante, los cordones de los zapatos sueltos. No pude evitar sonreírme, y me cruzó un hilo de lástima. De la Garza era inaguantable desde cualquier punto de vista, lo que se llama un plasta, y de los que avergüenzan; pero no era antipático, como no suelen serlo los de su estilo, he visto a muchos desde la infancia, son risueños y aun cariñosos formalmente, resultan desconsiderados y obscenos porque van siempre a lo suyo y se les nota incluso en la adulación o en el servilismo; pero en el fondo no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan y en general creen lograrlo, no tienen capacidad ninguna para darse cuenta de que fastidian, para percatarse de que están de sobra, son engreídos y eso no lo conciben, viven en una ufanía permanente de sí mismos, no pillarán una indirecta nunca ni casi tampoco las más rudas directas, y así se hace trabajoso ahuyentarlos. Y luego, lo del acordeón, y los puntiagudos ojos de la diva del cine, y las facciones de duende de la señora Manoia (era cierto que, siendo muy gratas, se aparecían en algún momento picudas, hieráticas), todo eso me hizo algo de gracia, también me llevó a pensar que en su sandez había fallas, en la práctica es difícil encontrar a una persona que carezca totalmente de aciertos, sobre todo verbales -o digamos de singularidades-, a la gente se le ocurren siempre imágenes o expresiones o comparaciones chuscas, en el mejor sentido o en el más apreciable, que hacen sonreír o reír aunque sea por lo equivocadas, o por lo groseras, o por lo inconvenientes, pocas cosas tan cómicas como los patinazos y las meteduras de pata, qué más da si son con uno. Quizá por eso todo el mundo habla tanto y cuesta tanto guardar silencio, porque en casi cualquier habla acaba por asomar algo de gracia, no es sólo callar lo que salva, a veces es lo contrario y de hecho esa es la general creencia, una estela de Las mil y una noches, su heredada idea entre los hombres de que nunca hay que perder la palabra ni que terminar el cuento, rajar sin fin y no parar nunca, pero ni siquiera para contar historias ni para persuadir con razones o con cizañas, a menudo nada de eso hace falta, puede ser suficiente con entretener el oído ajeno como si se vertiera en él música o se lo arrullara, y así evitar que se nos marche. Y eso puede bastar, para salvarse.

De pronto me apeteció oírle más, a De la Garza, más chachara y más disparates y más símiles chuscos (tal vez yo echaba en falta mi lengua más de lo que me reconocía), pese a que su lado patriotero le surgía siempre como un estigma, sin él proponérselo necesariamente: 'con la nuestra', había dicho, ese temible sentido de la pertenencia. Pensé si me estaría pasando con él (salvando largas distancias) algo semejante a lo que le pasaba a Tupra conmigo: yo lo divertía, se sentía a gusto en nuestras sesiones de conjetura y examen, en nuestras conversaciones o tan sólo oyéndome ('Qué más', me reclamaba. 'Qué más se te ocurre. Dime lo que piensas y qué más has visto'), acaso le sonaba agradable el acento canadiense que me había atribuido la noche que nos conocimos, o de la Columbia Británica más precisamente, él había estado en todas partes. Es todo cuestión de verle de repente a alguien la gracia, incluso a quien lo saca a uno de quicio, eso es posible y también peligroso, verle al ser más detestado una pizca de impensada gracia (la solución de la mayoría -la precaución mejor dicho- es no admitir ni el mero atisbo, y fingirse ciego). Tupra me la veía sin duda, y casi desde el principio; era inesperado y más extraño que yo le descubriera alguna a Rafita al cabo de dos encuentros y de tanto chincharme, luego aún podía ser un espejismo que no me durara nada.

En cuanto al bottox, sí debía de ser lo que yo había inferido, porque la toxina botulínica producía en efecto parálisis muscular, atacaba el sistema nervioso, uno acababa por no poder hablar ni tragar (ah, una enfermedad para suprimir el habla), más tarde ni respirar y moría así, por asfixia, eso recordaba de las advertencias familiares durante mi infancia, cuando aún se temía cualquier abolladura en una lata, o que al abrirlas se escaparan gases, o el más mínimo olor impropio que desprendieran cerradas, las conservas no eran ya novedad en modo alguno pero tampoco estaban tan extendidas y las abuelas desconfiaban, las madres ya no o sólo un poco, por el ascendiente; en toda mi vida había sabido de nadie aquejado de botulismo en España (o acaso en atrasadísimas zonas rurales), pero se me había quedado una frase de la aprensión reinante, jamás se borra lo que impresiona de niño, una frase de mi abuela materna, creo, lo que al niño impresiona lo recuerda ya siempre el adulto que lo sustituye, hasta el último día, y era de esas amenazas que uno toma entonces al pie de la letra, aterrado por la instantaneidad atribuida al veneno, deslumhrado por el prestigio de lo fulminante y extremo, que permite fantasear sin límites y en las dos trincheras, como víctima y como asesino: 'Bajo ningún concepto debéis siquiera probar el contenido de una lata o una conserva dudosas, y lo son la mayoría', habríamos oído los cuatro prevenir a las criadas; 'porque si está malo, esa toxina es tan fuerte que a veces puede ser mortal el simple contacto con la punta de la lengua'.

Uno se imaginaba algo tan normal y tan nimio como una cuchara cuyo borde o punta se lleva a la lengua la mujer que revuelve el guiso, para comprobar si le falta sal o si está aún tibio o ya caliente, y lo hace con toda tranquilidad, mientras canturrea o tararea o aun silba (aunque silbaban sólo los hombres por aquel entonces, o bien chicas tan jóvenes que todavía eran casi niñas), quizá sin mirar hacia la cazuela o la olla sino a la vez que curiosea por la ventana y echa una ojeada al patio en el que otras señoras u otras criadas sacuden alfombras colgadas de los alféizares o ponen pinzas a la ropa húmeda (siempre una al menos entre los dientes), o se las ve más adentro quitando el polvo con perezoso plumero o subidas a un taburete desenroscando la bombilla del techo, que se ha fundido. Al oír la advertencia, también dirigida a nosotros para el futuro ('Así que ni rozarlo nunca, el contenido sospechoso, por si acaso. Hasta que haya hervido'), uno se imaginaba esa cuchara impregnada tocando la lengua o los labios y al instante a la mujer fulminada como por un rayo o un disparo, tirada en el suelo de la cocina sin vida mientras su guiso seguía haciéndose, y temía por su madre entonces cuando era ella quien cocinaba, porque al oír la palabra 'mortal' no se le ocurría a uno pensar en algo aplazado o lento, imperceptible en el acto y cuyos efectos aparecían más tarde, sino en una especie de descarga eléctrica espectacular, matadora, un fogonazo, los niños sólo conciben lo inmediato o lo muy rápido, si algo es fatal lo es ahora mismo y jamás a largo ni a medio plazo, como lo es el zarpazo de un tigre o la estocada de un mosquetero en la frente o la flecha de un moro en nuestro corazón, jugábamos a esas ficciones, los peligros son inminentes o en realidad no son peligros, 'Cuan largo me lo fiáis', esa es la divisa del niño para cuanto no llega en seguida o no sucede hoy ni en la mera prolongación de hoy que es mañana; claro que en él no hay ironía, ni adopta el lema esas palabras, sino las más infantiles de 'Para eso aún falta mucho', las más de las veces como reiterada pregunta ante cualquier espera o demora: '¿Aún falta mucho para llegar?', '¿Aún falta mucho para el verano?', '¿Para Reyes?', '¿Para mi cumpleaños?', '¿Para que la película empiece?', '¿Y para mañana?', seguida a los cinco minutos de la impaciencia que niega o consume el tiempo, '¿Ya es mañana?'. 'No, hijo, aún no es mañana, aún es hoy, que tarda en irse.' '¿Y para que regrese a casa y a Madrid con los niños, aún falta mucho para volver con Luisa?' O la que se acentúa en la edad adulta y nos va insistiendo sin formularse nunca tan nítidamente: 'Y para mi muerte, ¿cuánto aún falta?'.