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En lo que a mí respectaba, lo comprobé en mi tiempo de Londres. Porque incluso allí, alejado de Luisa y de los niños nuestros, me acordaba de tarde en tarde de la joven bosnia y de los dos suyos, el pequeño responsable optimista apátrida y su hermano del cochecito viejo, a los que nunca había visto ni oído más que en relatos. Y cuando venían a mi memoria, lo que más me preguntaba no era cómo les iría ni si habrían tenido algo de suerte, sino -quizá extrañamente, o quizá no tanto- si seguirían todavía en el mundo, como si sólo en caso afirmativo valiera la pena dedicarles un efímero pensamiento flotante, sin contenidos concretos. Y no era así, sin embargo: aunque hubieran salido del mundo por un mal azar o un muy mal paso, por injusticia o por accidente o por asesinato, estaban ya entre mis cuentos oídos e incorporados, eran una imagen más acumulada mía y es infinita nuestra capacidad de asumirlas (todas se suman y casi ninguna se resta), las reales y las fantaseadas como lo acaecido y lo falso, avanzamos expuestos siempre a nuevas historias y a un millón más de episodios, y al recuerdo de seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en su dichosa insignificancia, o en su bienaventurada condición no memorable. El niño Emil le había hecho pensar a Luisa en nuestro niño Guillermo pretérito, el de sus dos o tres años, y ahora ese hijo nuestro ya crecido me hacía o nos hacía a su vez acordarnos -los hijos en la cabeza siempre- del pequeño húngaro insignificante, cuando tal vez éste habría proseguido camino y marchado a otro país en su nomadismo impuesto o ni siquiera permanecería ya más en el tiempo, expulsado de él tempranamente por un mal azar o un mal encuentro, no es raro que les ocurra eso a los que tienen prisa por incorporarse al mundo y a sus tareas y a sus beneficios y a sus pesares.

Así que a veces me despertaba en mitad de la noche o eso creía, bañado en sudor a veces y agitado siempre, y me preguntaba todavía en el sueño o todavía saliendo de él con torpeza y tardanza: '¿Están aún en el mundo? ¿Siguen en el mundo mis hijos? ¿Qué es de ellos esta noche lejana, en este instante de mi remoto espacio, qué les sucede ahora mismo? Yo no puedo saberlo, no puedo ir a sus cuartos para ver que aún respiran o gimen, ¿ha sonado el teléfono para avisarme del mal o fue tan sólo el timbrazo de mi sueño turbio? Para avisarme de que ya no están, expulsados del tiempo, qué ha pasado, ¿y cómo sé que no está marcando mi número Luisa en este momento para contarme esta tragedia que he presentido? O no le saldría la voz entre sus sollozos y yo le diría "Cálmate cálmate, y cuéntame qué ha pasado, que tendrá todo arreglo". Pero nunca se calmaría ni podría explicármelo porque hay cosas que no tienen explicación ni arreglo, y penas que jamás se calman'. Y cuando me sosegaba yo poco a poco -la nuca húmeda persistente- y comprendía que era todo distancia y aprensión y sueño y la maldición de no ver -no ve nunca la nuca, ni ven los desterrados ojos-, entonces me formulaba por asociación la otra pregunta, la ociosa, la soportable: '¿Siguen en el mundo esos niños rumanos de los escalones, sigue esa madre gitana joven del supermercado? Yo no voy a saberlo y en realidad no me atañe. No lo sabré desde luego esta noche y mañana se me olvidará preguntárselo a Luisa si es que ella me llama o yo la llamo (no nos toca), porque ya no me preocupará tanto de día si se sabe o no qué se hizo de ellos, no aquí tan lejos en Londres, es donde estoy, ya me acuerdo, ya caigo, esta ventana y su cielo, este silbido curvo del viento, este activo rumor de los árboles que nunca es desganado ni lánguido como el del río, soy yo quien marchó a otro país, no ese niñito (él quizá siga en mis calles), dentro de pocas horas iré al trabajo de esta ciudad en el que Tupra me aguarda, siempre quiere más Bertram Tupra, es el que espera insaciable, él no ve límite en nadie y cada vez más nos pide, a mí, a Mulryan, y a Pérez Nuix, y a Rendel, y a cualesquiera otros rostros que mañana vengan para estar a su lado, incluidos los nuestros cuando sean irreconocibles, de tan traidores o tan gastados'.

Pedir, pedir, casi nadie se priva y casi todos lo intentan y quién no prueba: Puede que me sea negado -es el razonamiento de toda cabeza, aun de la que no razona-, pero si no lo pido no lo obtendré, eso es seguro; y por pedir qué pierdo, si logro hacerlo sin esperanza. 'También yo estoy aquí por una petición, en origen, en parte', pensaba en mi duermevela de Londres, 'fue Luisa quien me pidió que me fuese, que despejara el campo y abandonara la casa y se lo facilitase, y dejara paso a quien se lo abriese, y así veríamos más claro ambos, sin condicionarnos. La complací, obedecí, le hice caso: salí y anduve, me alejé y seguí andando, hasta aquí llegué y aún no regreso. Ni siquiera sé si ya he parado en mi marcha. Quizá no vuelva, quizá nunca vuelva sin otra petición por medio, que podría ser esta: "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre". Pero ha pasado otra noche, y todavía no la oigo.'

También la joven Pérez Nuix iba a pedir, tras tanto dudar si hacerlo. Algo quería, algo quizá inmerecido puesto que me había seguido sin decidirse a abordarme durante demasiado trecho, bajo aquella lluvia nocturna tan afianzada y además tirando de un perro empapado y desprotegido, o siendo por él arrastrada. No me lo pregunté: lo supe al reconocer su voz por el telefonillo y al abrirle el portal desde arriba para que subiera a hablarme, eso había anunciado, 'Sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo, será breve, un momentito' (lo había dicho en mi lengua y me había llamado 'Jaime': lo mismo que Luisa, de haber ella venido). Y lo supe mientras la oía ascender de uno en uno y sin prisa los escalones con su pointer mojado y oía a éste sacudirse el agua, por fin a cubierto y por fin con sentido (sin que se la renovara ya más el incomprensible cielo insistente): se detenía en los falsos rellanos o recodos mínimos de mi escalera sin ángulos o curvada siempre, vestida con su moqueta como casi todas las escaleras inglesas que así absorben el agua que allí nos sacudimos todos, tantos días de lluvia y son aún más las noches; y también oí a Pérez Nuix golpear el aire con su paraguas cerrado, no le ocultaría ya más la cara, y quizá aprovechó cada breve pausa y estremecimiento del animal para mirársela en un espejito un segundo -ojos, mentón, cutis o labios- y recomponerse un poco el pelo, que se humedece siempre pese a cualquier cobijo (todavía no había visto si se lo cubría además con sombrero o pañuelo o gorro o con ladeada y empalagosa boina, quizá no le había visto la cabeza nunca fuera de la oficina y de nuestro edificio sin nombre). Y lo había sabido asimismo cuando ignoraba que ella era ella o quién era, cuando era sólo una mujer forastera o mercenaria o extraviada o excéntrica, o desvalida o ciega, en las calles vacías, con gabardina y botas y un agradable muslo que entrevi un instante (o era esto último sólo imaginación mía, el incorregible desiderátum de toda una vida, arraigado desde la adolescencia y que no se cansa ni se retira más tarde, según voy viendo), al agacharse para acariciar al perro y cuchichearle. 'Que sea ella quien se me acerque', había pensado al pararme en seco y girar el cuello y mirarla, 'si quería algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Y para algo había sido, en efecto, quería hablar conmigo y pedirme.

Miré el reloj, miré a mi alrededor por si tenía el piso en excesivo desorden pese a que nunca lo ha habido en mis sitios (pero por eso mismo comprobamos los ordenados el orden, cada vez que viene alguien a vernos). Era algo tarde para Inglaterra, sí, no para España, allí mucha gente se encaminaría a sus cenas o estaría dudando entre restaurantes, en Madrid se iniciaban veladas y Nuix era medio española o no tanto, tal vez Luisa salía ahora mismo para noche larga con su posible cortejador juerguista que no querría saber de mis niños ni pasar nunca de la entrada (ni tampoco -bendito fuese-, tampoco ocupar mi puesto). Allá ella, me había dicho bajo las interminables lanzas de agua, y allá ella, volví a decirme mientras mantenía mi puerta abierta a la espera de su llegada, jadeaba un poco según subía y paraba, había caminado bastante, era ella y no sólo el perro, los distinguía, me había pasado a mí un rato antes, al ascender a mi vez y aun arriba -dos minutos hasta recuperar el fuelle-, yo había andado muchísimo por las plazas y las calles vacías, y ante los monumentos. Allá ella, piensa uno equivocada o incompletamente, o allá él, cuando alguien se dispone a pedirnos algo. Allá yo también, deberíamos acordarnos de añadir este pensamiento, o será incluirlo. Allá yo sin duda, una vez que haya salido la petición de sus labios, o de su garganta, y una vez que yo la haya oído. Que la hayamos oído ambos, y así sepa el que pide que su mensaje ya cruzó el aire y no puede ignorarse, porque en el aire llegó a destino.