De repente me sentí ligero, quizá por primera vez desde que dos noches antes me había levantado de la mesa de Manoia y Tupra en la discoteca para cumplir la encomienda de éste y emprender la búsqueda de De la Garza y Flavia, me había puesto en pie y había apartado mi silla con una sensación instantánea de peso sobrevenido, de malestar y ominosidad, la punzada del alfiler en el pecho y el presagio de una malandanza, todo ello emanando de Tupra mucho más que de mí mismo, como si él me hubiera transferido con su sola orden la respiración contenida o falso ahogo de quien se apresta a asestar un golpe, o hubiera arrojado plomo sobre mi alma despierta y la hubiera sumido así en el sueño, desde entonces no me había abandonado esa gravedad presentida y después sentida, esa carga, o incluso se me había ido incrementando hora tras hora, hasta el punto de preguntarme sin pausa, durante aquellas cuarenta y ocho transcurridas tan lentamente (o ni llegaban a tantas), si debía renunciar y marcharme, descabalgarme, salirme de aquel trabajo en el fondo tan atractivo y cómodo en el edificio sin nombre y para el grupo sin nombre que más de sesenta años antes habían creado Sir Stewart Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis, o aun el célebre traidor Kim Philby o hasta el mismísimo y leal Winston Churchill, poco debía de quedar ya de ellos y del metal o la intención o el temple con que lo concibieron (no, es la engañosa palabra 'mettle' la que en el intruso inglés ronda mi mente); o tal vez sí pervivieran ese metal y ese temple sin haberse degradado, y sencillamente ocurriera que el grupo ya fuera en su fundación tan drástico e inclemente como desde anteayer parecía o yo intuía que era desde hacía sólo dos noches: acaso era que también todos ellos, el grupo original completo, incluidos en él Peter Wheeler y su hermano menor Toby Rylands, llevaban sus probabilidades en el interior de sus venas y era sólo cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que las condujeran por fin a su cumplimiento. Tal vez esas circunstancias y tentaciones, tal vez ese indeseado tiempo, habían llegado ahora, hacía poco y cuando la mayoría vivía ya sólo en sus discípulos y herederos (Tupra lo era de Rylands), en los recientes años huecos de la disgregación y la abulia, o la compaginación y el desconcierto, que habían traído a los particulares particulares, años de orfandad y recreo, como los había llamado la joven Pérez Nuix al relatármelos y describírmelos la noche de lluvia eterna en que me visitó con su perro, tras haberme seguido oculta durante demasiado rato. Llegaban cuando yo estaba por medio, eso era todo. O perseveraban. Un puro azar, culpa de nadie; mía no, eso seguro, en modo alguno. Quizá cuanto había ocurrido, cuanto yo había visto y oído, en la discoteca, en casa de Tupra más tarde, en la realidad y en pantalla, no era aún motivo para sustraerse, ni para largarse.
Comprendí que me sentía ligero gracias a la música en parte, ese Peter Gunn que para todo sirve y nunca falla, y al instante me percaté de que era también -o más aún- gracias al baile en que me había deslizado sin proponérmelo, sin duda en imitación instintiva, maquinal, casi inconsciente, de los tres individuos despreocupados del otro extremo de la plaza: los pies se mueven solos a veces, o como dice mi lengua con exactitud metafórica, cobran vida, se le van a uno, sin que uno se dé apenas cuenta. Me había puesto a bailar, era increíble, yo mismo, a solas en casa como si ya no fuera yo sino mi vecino ágil y atlético de huesudas facciones y esmerado bigote, un caso claro de contagio visual y auditivo, de mímesis, favorecido además por mis musarañas. Me descubrí (es un decir) avanzando por mi salón, más exiguo que el de enfrente y con muebles, a pasos cortos y rápidos y no sé si sinuosos, con movimiento loco de pies y caderas y de mi cabeza que afirmaba el ritmo, mis brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, y entre mis manos un periódico abierto que por supuesto no leía, lo había cogido como elemento de equilibrio en mi baile, eso supuse. Y entonces me entró vergüenza, porque al volver a mirar de veras a los bailarines originales, al mirar mirando y ya no absorto en mis pensamientos, hube de deducir que ellos habrían oído a su vez mi música en alguna mínima pausa de la suya -abierta mi ventana como dos de sus ventanales-, y me habrían localizado sin dificultad, al rastrear su procedencia; y, claro está, les divertía verme (el alguacil alguacilado, el cazador cazado, el espía espiado, el danzarín danzado); porque ahora no sólo bailábamos absurda y descompensa-damente los cuatro según su coreografía, sino que había habido otro contagio, y este era de mí hacia ellos: les debía de haber parecido ingeniosa o imaginativa mi idea, así que los tres sostenían entre sus manos sendos periódicos desplegados, era como si bailaran con sus páginas, cada uno un agarrado.