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Me paré en seguida, noté que el rostro se me acaloraba, no lo verían por suerte, gracias a la distancia, de momento no utilizaban prismáticos como yo sí hacía de vez en cuando, al espiar su salón danzante. Ellos se pararon también en el acto, se asomarón a sus ventanales y me hicieron señas, me saludaron agitando los brazos, de hecho me hicieron gestos inconfundibles de que me trasladara y me uniera, de que fuera a su piso y no bailara ya a solas, sino allí en un jovial cuarteto. Eso me dio aún más vergüenza: solté mi guillotina de golpe, retrocedí, apagué la luz, bajé el volumen de mi música. Me hice invisible, inaudible. De ahora en adelante ya no podría observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más de las veces estaba solo, eso era un inconveniente. Pero también me hizo sonreír aquello, y le vi una ventaja: pensé que si algún día o noche me eran tan desolados que ni siquiera las piezas de Mancini infalibles y otras que me producen el mismo efecto lograban levantarme el ánimo, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me llevó a sentirme aún más ligero. Cogí mis prismáticos del hipódromo y miré desde atrás, desde dentro, a resguardo de los ojos de ellos, se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora (habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse y mi espantada), así que quité la pieza de mi tocadiscos y fui a sustituirla por una de Sed de mal llamada 'Backgroundfor Murder', nada sombría pese a lo que significa el título, 'Fondo para asesinato'. Pero me equivoqué al programarla a oscuras o a la sola luz ahorrativa de las farolas lunares, y en su lugar empezó a sonar otra imprevista y totalmente distinta, ya no era jazz sino una pianola, 'Tana’s Theme' su nombre, lo vi luego en la contraportada del disco, una música que yo mal recordaba en esa banda sonora y en esa película (la película más olvidada, debía comprarme un reproductor de DVD sin tardanza, apenas veía cine allí en Londres), aunque poco a poco, a través de las notas tan parecidas a las de un organillo, se me fue abriendo paso en la niebla la figura de una Marlene Dietrich con el pelo negro, madura, vestida de echadora de cartas o algo por el estilo, interpretando asimismo un papel -aún más inverosímilmente, pero también uno se lo creía- de mexicana o no sé, quizá de zíngara apátrida en la ciudad fronteriza, la tal Tana del tema.

Era una música melancólica y poco bailable a solas, música de despedida, y nada tenía que ver -de hecho era incongruente- con las zancadas y saltos que daban mis vecinos ahora allá a lo lejos, aunque yo los viera de cerca con mis cristales. Dejé sonar la melodía, sin embargo, me quedé escuchándola, los organillos me traen a la memoria siempre mi tiempo de infancia, eran frecuentes en Madrid en aquel tiempo, hoy aún se ve alguno pero ya no es lo mismo, no son parte natural del paisaje sino un reclamo para turistas, ahora son intencionados; y al oír ese organillo que quedó programado por accidente en mi tocadiscos, y que se repetía con su parsimonia una y otra vez, tranquilamente (como si fuera una pianola de veras, cuyo teclado se mueve solo y parece tocado por dedos fantasmas), se me fueron representando imágenes de mis calles de entonces, la de Genova y la de Covarrubias y la de Miguel Ángel, la imagen de cuatro niños caminando por esas calles con una criada vieja o con mi joven madre viva (ambas también ya fantasmas), mis hermanos y yo, los tres chicos y la niña, ella cogida de mi mano, a mi lado, ella la más pequeña y yo el siguiente desde abajo, sin duda eso nos había unido. 'Parece raro que se trate de la misma vida', pensé.

'Parece raro que yo sea el mismo, aquel niño con sus tres hermanos y este hombre aquí sentado en penumbra, con hijos propios lejanos a los que ya no ve nunca, un poco solo aquí en Londres.' '¿Cómo puedo yo ser el mismo?', se había preguntado Wheeler en el jardín de su casa a la vera del río, justo antes del almuerzo, aquel domingo. ¿Cómo aquel anciano -se dijo, me dijo- podía ser el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso, porque así de joven había muerto? Peter había preferido dejar para otro día el relato ('Cómo murió su mujer, de qué murió', fue mí pregunta), seguramente para uno que jamás llegaría o no en la tierra sino en el Juicio con suerte, si por fin se celebraba: era evidente que le costaba hablar de ello, o no quería. Yo aún sí me reconocía, en cambio, en el que se casó con Luisa, al regreso de la estancia inglesa que ahora había de llamar primera estancia, la boda no fue mucho más tarde. Habían pasado años, pero no tantísimos, y a diferencia de lo que le había ocurrido a Wheeler con su mujer Val o Valerie, Luisa sí me había acompañado casi todos los días en mi lento envejecimiento, al menos así había sido hasta mi expulsión y destierro. Comprendí que mi ligereza de aquella noche se debía también, más que a la música o al impremeditado baile, al conjunto de mi conversación con ella y sobre todo a la parte última, con aquella sospecha mía optimista, sin fundamento acaso, de que aún nadie había entrado en su vida, no del todo, ni por tanto se había introducido en mi casa para apoyar la cabeza en mi almohada y ocupar todos mis sitios.

'Quizá deba conservarlo un tiempo más, este empleo, pese a todo, pese a Pérez Nuix, pese a Tupra', pensé cuando empecé a adormecerme, sentado en mi sillón de nuevo, los prismáticos sobre los muslos, vestido, casi a oscuras, apaciguado por el organillo o pianola que tocaba su melodía en adioses interminables (adiós, gracias; adiós, donaires; adiós risas y adiós agravios), convencido de que por fin tendría una noche sin insomnio ni sobresaltos, sin las pesadillas que nos aplastan ni tanto plomo sobre mi alma. 'Ella me lo ha aconsejado, que lo conserve, aunque de este trabajo ella no sabe nada, en verdad nada de nada. No ha sido por lo mensurable, eso no iba en serio, de hecho le mando más de lo necesario, eso ha dicho, su honradez es la acostumbrada, no ha cambiado por verse sola. Pero está bien que estén a un paso del lujo, también ha dicho eso, a mí me gusta hacerlo posible, aunque habrá exagerado, y es gracias a este trabajo del que aún hay por venir, siempre queda, un poco mis y por qué no seguir, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño (pero luego siempre vienen el dolor y la espada, y se harán días y semanas y meses y tal vez años). Lo que ocurrió anteanoche, lo que vi y oí entonces, empieza ya a enturbiárseme esta otra noche y se difuminará sin duda con el transcurrir de los días y el caso omiso, nuestra capacidad para omitir es enorme, como la de negación provisional y transitorio olvido, y acabará quizá siendo como la mancha de sangre en lo alto de la escalera, que ya no puedo jurar haber visto porque al limpiarla del todo di paso a la duda, por contradictorio que sea esto: si sé que la borré, cómo puedo dudar de ella; y sin embargo así sucede, uno borra o tacha y ya no es, lo borrado o tachado; y al no ser, cómo estar seguro de que alguna vez fue o nunca ha sido; cuando algo desaparece sin cerco ni rastro, o se pierde alguien sin dejar su cadáver, entonces cabe dudar de su absoluta existencia, aun de la pasada y atestiguada. Cabe dudar por tanto de la de mi tío Alfonso, del que sólo halló mi madre su foto de muerto que yo guardo ahora, pero no su cuerpo. Cabe dudar de la de Andrés Nin por tanto, que no se sabe dónde yace enterrado ni si fue enterrado (acaso en un jardincillo interior del palacio de El Pardo, y allí se conmovieron sus huesos durante treinta y seis años, al notar unas pisadas enemigas ociosas sobre su tumba anónima o más bien ignorada). Cabe dudar de la de Valerie Wheeler, que para mí aún no tiene muerte ni vida si nadie me las ha contado, es sólo un nombre y podría serlo inventado y quizá mejor que así fuera (y quizá por eso su viudo eterno me había hecho la advertencia: "En realidad no debería uno contar nunca nada"). Lo que ocurrió, en lo que participé anteanoche en este país que para mí volverá a ser "el otro" algún día, se hará cada vez más brumoso, irreal, sobre todo si no se repite ni yo lo cuento ni insisto, llegará entonces a ser recordado como un mal sueño a lo sumo, y tras todos los sueños siempre puede decirse: "Oh no, yo no quise, no era mi intención, no tuve parte y fui ajeno, yo no elegí, qué voy a hacerle, si aparecieron esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, o que no he impedido…". Eso piensa el iluso y eso pensamos todos y quién no lo ha hecho, de vez en cuando. Pero mientras dura la ilusión ya nos vale, y no es cuestión de cercenarla antes de hora, sino mejor darle entero su tiempo, para ser creída.'