De la Garza se la cogió de la mano, la papelina bien doblada, tal vez sin estrenar aún, se veía abultada. Ni siquiera dijo ‘'Thank you’ sólo comprobó con el canto de su enjoyado puño que la puerta estaba cerrada, esto es, bien atrancada, y entonces se dispuso a prepararse la raya al lado de los varios grifos, sobre la parte plana de mármol negro que circundaba la loza cóncava. Pero cambió de opinión nada más sacar su cartera (quizá no se fiaba de la cuña de Tupra a pesar de todo, no acababa de verla como candado seguro), y se metió en uno de los gabinetes con ella y con la papelina en la mano; claro está que no cerró la portezuela, eso lo habríamos visto como un agravio, o como posible intención de abusar, al servirse. En mi primera visita acelerada no me había fijado mucho -casi mera inspección ocular en busca de los fugitivos-, y había pasado por alto las tres o cuatro barras que había a la altura de nuestras caderas además de las más altas, a la de nuestros hombros; sobre una de aquéllas reposaba mi abrigo, si es que era el mío; tampoco había reparado en lo amplios que eran esos gabinetes, sólo dos pero casi como salitas, todo allí era espacioso, sin duda para facilitarles los movimientos a los discapacitados y permitir a las sillas de ruedas todo tipo de virajes (hasta en seco); igualmente generosa era la iluminación, magnífica, a buen seguro para evitarles tropiezos, todo estaba impoluto y nuevo, reluciente y hasta acogedor, sin uno solo de los elementos sórdidos frecuentes en los lavabos públicos. En verdad era admirable que lo respetaran los capacitados británicos, que no lo invadieran con total desahogo y lo enfangaran y pusieran perdido, según es norma entre los varones y optativo entre las mujeres. Bueno, ahora estábamos allí tres aún capacitados, no sólo haciendo uso indebido y semidelictivo sino impidiendo la entrada a cualquier legítimo minusválido que pudiera necesitarlo, era una coincidencia improbable; pero dos de los tres intrusos éramos españoles, y con nosotros ya se sabe, o con la mayoría: basta con que se nos prohiba algo para que nos precipitemos a contravenir las órdenes, y aun las indicaciones y los ruegos. La idea original, sin embargo, había sido del inglés del trío, la de reunimos allí o profanar aquel sitio, por mucho que su apellido fuera finlandés o checo, turco o ruso; era un inglés cabal y quizá patriota, y además respondía por Reresby en aquel lugar, aquella noche. La verdad es que me costaba acordarme, cuando llevaba cambiado el nombre: yo pensaba siempre en Tupra y era eso lo que me venía a la lengua, ni siquiera Bertram o Bertie después de que me invitara a tratarlo con esa mayor confianza, e insistiera.
De la Garza bajó la tapa superior del retrete y puso la papelina y la cartera sobre la cisterna a la espalda de aquél, pero se detuvo en seguida, cayó en la cuenta de que era blanca, de modo que las trasladó a la tapa, que era de baquelita o algo similar, azul oscuro, pulida y lisa, y se arrodilló delante, casi apoyando las nalgas sobre los talones ('Ah, no le importa ahora a este macaco', pensé con resquemor; 'hace un momento no quería ni agacharse para atarse los cordones y pretendía que yo le hiciera nudos, y ahora se hinca de rodillas para prepararse y meterse una raya, ojalá se los pise luego y se estrelle; con su cuello haría un nudo'). Se echó hacia atrás su redecilla para que no lo importunara, con un golpe de nuca, como si fuera una melena, le quedó colgando a un lado; sacó de su cartera una tarjeta, vi que era una platinum, debía de disponer de buen dinero en sus cuentas habitualmente, o administraría fondos de la Embajada, partidas, esa Visa no se la conceden a todo el mundo. Abrió la papelina con cuidado y no mucha soltura, sería un consumidor ocasional; con una punta de la tarjeta espolvoreó una pequeña cantidad de coca directamente sobre la tapa, al no haber nada a mano que le pudiera hacer de patena o bandeja, el polvo blanco se distinguía con toda nitidez sobre ella, a diferencia de lo que habría ocurrido sobre la loza de la cisterna. Con el plástico rígido lo fue alineando hasta formar una raya, no abusó, incluso devolvió un poco de lo ya sacado a su envoltorio, que a continuación apartó como con repentino sentido de la propiedad ajena, doblado pero sin cerrar del todo. La Visa no la manejaba con demasiada destreza, reagrupaba y perfilaba la línea, yo lo observaba perplejo desde el umbral del gabinete y Tupra se quedó fuera, a mi espalda o eso supuse, a él no lo miraba, sólo a Rafita de hinojos (aunque no fuera ducho la operación era breve, o solía serlo). No me pareció muy gruesa ni muy larga, la raya, comparada con las que les había visto a Comendador y a su círculo en tiempos, y bueno, también a otras personas menos nocturnas en diferentes fiestas y en algún otro lavabo (sobre todo a finales de los ochenta y en los noventa esto último, pero no sólo), incluyendo a un ministro, a un potentado, al presidente de un club de fútbol, a un juez de severa fama y hasta a sus respectivas y muy ataviadas mujeres de variables crianza, nociones y edad, tanto en Inglaterra como en España, así como a un par de actrices y a un par de obispos (por separado: uno católico y otro anglicano, pero ambos de incógnito), a una multimillonaria del Opus Dei o de los Legionarios de Cristo, no recuerdo, y más recientemente a Dick Dearlove al término de su cena-cum-celebridades y a algunas de esas celebridades-ad-cena; y en los Estados Unidos, en una ocasión, a un jefe del Pentágono, aunque esto no puedo contarlo, quiero decir quién ni dónde ni las circunstancias; pero fue un mero azar que yo estuviera delante, y además eso acaeció más tarde y entonces aún no lo había visto (creo que lo que me libró de una detención allí fue haber contemplado eso, o lo que la invalidó al instante, más aún que el recitado incompleto de la fórmula Miranda por parte del detective que nos hizo esposar a mí y a ese jefe y a dos mujeres y a otros dos individuos, 'Tiene derecho a guardar silencio…': lo cierto es que de no haberlo guardado podía haber puesto en un buen aprieto a aquel altísimo cargo con tanta tropa a su mando).
De la Garza se palpó los pantalones y la chaqueta gigante (los faldones barriendo el suelo) y me miró sin enfocarme ni volver la cabeza del todo; temí que fuera a pedirme un billete, era capaz, o a Tupra. 'Si te vas a meter un billete en la nariz, que sea uno tuyo, capullo', me adelanté a pensar con involuntaria rima. Pero por fin se echó mano a un bolsillo y sacó uno de cinco libras que enrolló rápidamente -más diestro en eso-, para improvisarse el canuto por el que inhalar el polvillo reminiscente de talco. 'Eso es', pensé, 'aquí huele un poco a talco. Qué limpios los discapacitados', aunque cada vez más dudaba de que en aquella discoteca hubiera entrado ninguno en mucho tiempo, quizá estaba por estrenar aquel cuarto de baño, una mejora reciente. 'O bien no es coca, sino talco, lo que Tupra le ha endilgado', se me ocurrió también pensar esto. Vi a De la Garza inclinar la cabeza y estirar el cuello hacia adelante, iba ya a esnifar su raya, o por la fosa nasal izquierda la mitad de ella, se tapaba con el índice la derecha. 'Parece un condenado antiguo a muerte', pensé, 'que ofrece su nuca vencida, su cuello desnudo al hacha o a la guillotina, la tapa del retrete como tocón o tajo, y si la tuviera abierta la taza haría de cesto para que la cabeza cayera dentro lo mismo que un vómito, en el agua azul, y no rodara.'
Entonces oí la voz de Tupra que me decía con autoridad:
– Apártate, Jack. -Y a la vez me cogió por el hombro, con fuerza pero sin brusquedad, y me sacó de allí, me quitó de en medio, quiero decir del umbral del gabinete que casi era como un saloncito, tal vez tenía el mismo tamaño que los de los panteones minúsculos en el cementerio de Os Prazeres, someramente decorados y pretendidamente acogedores, habitados y deshabitados. 'Stand clear, Jack', fueron sus palabras, o quizá 'Clear off’ o 'Step aside', o 'Out of my way, Jack', resulta difícil recordar con exactitud lo que luego queda en nada por lo mucho más que viene luego, en todo caso lo capté, cualquiera que fuera la frase, ese fue el sentido y además la acompañaba el gesto de la mano firme sobre el hombro que se dejó arrastrar, con buena voluntad podía entenderse 'Hazte a un lado', con mala 'Fuera de aquí, Jack, quítate de en medio, no te metas ni se te ocurra impedirlo', pero el tono fue más de lo primero, fue suave para ser una orden que no admitía desobediencia ni remoloneo, ninguna dilación en su cumplimiento ni resistencia o cuestionamiento o protesta ni tan siquiera la manifestación del espanto, porque es imposible objetar u oponerse a quien lleva una espada en la mano y la levanta para abatirla, asestar un golpe, dar un tajo, sin que uno haya visto aparecer el arma ni sepa de dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria o más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos -lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran, nunca saco de harina sino siempre saco de carne que cede y se abre bajo esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, y una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire-; de que es lo más peligroso y tenaz y temible, porque a diferencia de lo arrojadizo puede repetir el golpe y coser a sablazos y no acabarlos, uno y otro y otro y cada uno peor, más sañudo, no es una flecha o una lanza que alcanzan y a las que no tienen por qué seguir otras que también acierten y se hinquen en el mismo cuerpo, pueden ser una y basta, y quizá hagan una sola brecha o un solo destrozo que puedan curarse si no van untadas con ningún mal veneno, mientras que la espada entra y sale y entra y taja con insistencia, es capaz de matar al sano y rematar al herido y descuartizar al muerto indefinidamente, hasta la extenuación o caída del que la sostenga, que jamás va a soltarla ni va a perderla, si no es a su vez muerto o se le arranca el brazo; y por eso el gesto de desenvainarla ya obligaba y no era en vano, más valía dejarlo a medias como amenaza o duda o ademán de alerta o recado visual de estar en guardia, porque una vez la hoja entera en el aire, una vez la punta desembarazada y mirando, eso era ya anuncio seguro de la irremediable sangre.