Mi padre volvió a quedarse en silencio, y ahora tuve algo que decir durante su pausa. El azul de sus ojos parecía intensificado. Dije, de hecho, lo que ya venía pensando, desde hacía poco:
'Puede que a partir de ahora yo también mire hacia esas casas, aunque no sepa exactamente de cuál se trata, cuando pase por esa esquina. Ahora que te he oído el relato'.
Hizo un ademán con la mano en el aire, o más bien con tres dedos, índice y corazón y el pulgar acompañándolos por mimetismo con leve retraso, como si yo hubiera tocado una cuestión ya muy vieja, hacía tiempo debatida y zanjada. Casi como si la alejara o la desechara, por irremediable.
'Sí, ya lo sé, quizá no se debería contar nunca nada', me contestó. 'Quiero decir nada malo. Cuando empezasteis a nacer, vuestra madre y yo nos lo planteamos: ¿cómo íbamos a contaros lo que había pasado aquí mismo, donde vivíais, tan sólo quince, veinte años antes de que vinierais al mundo, o incluso más en el caso de tu hermana? Aquello no nos parecía contable a unos niños, menos aún explicable, esto no lo era ni para nosotros mismos, que habíamos asistido a ello desde el principio hasta el fin. Para nuestra capacidad de olvido no era mucho tiempo, y además todo permaneció en carne viva más de la cuenta, ya se encargaba el régimen de que así fuera. No se hizo limpieza mental, nunca, ni nada por aplacar los ánimos, su falta de generosidad fue constante y, como todo lo demás, totalitaria, porque se dio en todos los órdenes y en todos los ámbitos de la vida, hasta en lo intangible. Yo le dejé la decisión a ella, a vuestra madre, que estaba más que yo con vosotros; siempre fuisteis más suyos que míos, y por eso me da tanta lástima que haya acabado conociéndoos mucho menos que yo, durante menos años y con edades solamente juveniles, cómo decir, más inacabados de lo que lo estáis ahora, aunque todavía lo estéis bastante y tú el que más, no es por nada. Y a vuestros hijos, que ni siquiera los viera. A mí me pareció siempre bien su criterio. Ella creía que no debíais sentiros nunca amenazados, preocupados personalmente, temerosos por vosotros mismos, por que os pasara algo terrible. Inseguros de vuestra cotidianidad y de vuestro paso. Debíais sentiros en conjunto protegidos y a salvo. Pero tampoco juzgaba prudente ni favorable que ignorarais lo que es el mundo, lo que puede llegar a ser o lo que ha sido. Pensaba que si sabíais poco a poco, sin truculencias ni detalles feos e innecesarios, y sin sentiros por ello directamente en peligro, estaríais prevenidos y mejor preparados y contaríais con más recursos. Y también dependía, claro, de lo que preguntarais. Siempre tuvo mucha aversión a mentiros. Quiero decir cabalmente, a deciros que no era verdad lo que sí lo era. Podía atenuarla o disfrazarla un poco, la verdad, pero no negárosla. No sé yo ahora, hay esa tendencia a encerrar a los niños en una burbuja de felicidad entontecedora y sosiego falso, a no ponerlos en contacto ni siquiera con lo inquietante, y a evitar que conozcan el miedo y hasta que sepan de su existencia, creo que circulan por ahí, que hay quienes les dan a leer o les leen versiones censuradas, amañadas o edulcoradas de los cuentos clásicos de Grimm y de Perrault y Andersen, desprovistas de lo tenebroso y cruel, de lo amenazador y siniestro, a lo mejor hasta de los disgustos y los engaños. Una estupidez descomunal desde mi punto de vista. Padres ñoños. Educadores irresponsables. Yo eso lo consideraría un delito, por desamparo y por omisión de ayuda. Porque a los niños los protege mucho percibir el miedo ajeno, y así concebirlo con serenidad, desde su seguridad de fondo; experimentarlo vicariamente, a través de otros, sobre todo por personajes de ficción interpuestos, como un contagio de corta duración, y además sólo prestado, y no tanto como fingido. Imaginarse algo es empezar a resistirlo, y eso es también aplicable a lo ya sucedido: uno resiste mejor las desgracias si después logra imaginarlas, después de haberlas sufrido. Y claro, el recurso más común de la gente para eso es relatarlas. En fin. No es que yo crea que todo puede ni debe contarse, ni mucho menos. Pero tampoco es admisible falsear en exceso el mundo y lanzar a él idiotas y pánfilos a los que jamás se ha contrariado ni se ha permitido la menor zozobra. A lo largo de mi vida yo he procurado medir lo que podía contarse, antes de contar algo. A quién, cómo y cuándo. Hay que pararse a pensar en qué fase o momento de su vida está el que escucha, y tener presente que lo que uno le cuente lo sabrá ya para siempre. Lo incorporará a su conocimiento como yo incorporé aquella matanza concreta de la que me enteré en un tranvía, y eso que era una más de tantas. Pero no me he deshecho de ese conocimiento, ya ves, como tampoco me deshice nunca de otro relato de la Guerra que, por ejemplo, mira, no se me ocurrió contarle a vuestra madre entonces, aunque ella estuviera curada de espantos y el día que lo escuché yo volviera muy revuelto a casa. Pero para qué, pensé, para qué angustiarla con algo más, ahora que la Guerra ha terminado, ya se me pasará, ya lo olvidaré yo solo sin compartir ni trasladarle la carga. Y se me pasó poco a poco, porque casi todo se pasa. Pero no se me ha olvidado, eso era mucho esperar, cómo podía. El regalo me lo hizo un notorio escritor falangista que luego dejó de ser lo segundo, como casi todos, y en los últimos años de Franco, y no digamos después de su muerte, aún tuvo suficiente cuajo para dárselas de izquierdista veterano, qué te parece, y la gente se lo tragaba. Gente no ignorante, gente de prensa y de política. Así siempre fue celebrado, bajo los dos colores, con la superficialidad ética característica de España.'