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'¿Aperitivo? Qué fue lo que contó', le pregunté sin subrayar el tono interrogativo. Me di cuenta de que ya iba queriendo saberlo, pese a que por lo general no sonsacaba a mi padre así tuviera curiosidades, le dejaba en paz los recuerdos si él no los convocaba por su cuenta y su voluntad. Y también pese a haberle mentido un poco y haberme mentido de paso otro poco a mí, momentáneamente: no era verdad que él pudiera contarme cualquier cosa, quiero decir sin consecuencias para mi ánimo o mi pesadumbre, ni que lo ingrato que relataran sus labios fuera más soportable o menos malo de saber que las peores atrocidades leídas en los libros de Historia o que las contemporáneas vistas en televisión. Lo que él contaba no sólo era tan real y verídico como el cerco de Viena en 1529 o la espantosa caída de Constantinopla ante los turcos infieles en 1453; como la matanza en Gallípoli de los compatriotas de Wheeler y las tres batallas o carnicerías de Ypres durante la Primera Guerra Mundial; como el arrasamiento de la aldea de Lidice y los bombardeos de Hamburgo y Coventry y Colonia y Londres durante la Segunda; sino que además había ocurrido aquí, en las mismas ciudades y calles pacíficas, alegres, hoy prósperas, 'campos amenos' en los que yo había pasado la mayor parte de mi vida y mi infancia casi entera; y no sólo había ocurrido aquí -lo mismo que los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, en lo que los ingleses llaman la Guerra Peninsular, o que el sitio de Numancia entre el año 154 y el 133 antes de Cristo, o que tantos ensañamientos más-, sino que eran cosas que le habían sucedido a él, que habían visto sus ojos azules y volvían ahora a ver (ahora mates y de dilatado iris), o que habían oído sus indefensos oídos y volvían ahora a oír (el estómago revuelto, el pecho oprimido como en los turbios y agitados sueños, plomo sobre su alma todo ello). Lo que me hacía sus experiencias malas más arduas de conocer que casi cualquier desventura o crueldad pasadas, o incluso actuales pero lejanas, era que lo habían afectado personalmente y habían entristecido su biografía, la de alguien tan cercano y que además yo tenía aún delante, aún vivo, aún en presencia, quién sabía por cuánto más tiempo, con la cabeza bien clara aún. No, no se recibe, no se encaja igual la información de primera mano de un desconocido -un cronista, un testigo, un locutor, un historiador- que la de quien uno lleva tratando desde que nació. Uno ve los mismos ojos que vieron, y que descubrieron en un fichero, con desolación, la foto de un muerto joven con un disparo en el oído o en la sien; y oye la misma voz que hubo de advertírselo a la hermana del muerto, o que hubo de callar con horror o con pena o con sofocada cólera cuando los correspondientes oídos oyeron involuntariamente, en un tranvía o en un café, lo que habrían preferido no oír jamás ('Calla, calla y no digas nada. Guarda la lengua, escóndela, muérdela, trágala aunque te queme, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate').

'Yo había ido una mañana a la editorial de Gómez-Antigüedad', me contestó esa voz, 'a ver si me daban alguna traducción para hacer, aunque no las pudiera firmar con mi nombre, u otras tareas anónimas y esporádicas, informes sobre libros extranjeros y cosas así. Se ocupaba ya sobre todo el hijo, Pepito, al que yo conocía levemente del Crucero y de la Facultad, y que fue uno de los raros vencedores que se portó con gran decencia y generosidad, ya lo sabes: nos echó una mano a algunos represaliados que él juzgaba de valía, y además durante los primeros años, cuando más difícil teníamos trabajar en nada, hasta el 45 fue todo muy duro y apenas más suave hasta el 53. Vuestra madre y yo nos habíamos podido casar gracias a sus clases de francés, a una pequeña ayuda de su madrina, que tenía dinero y lo había logrado conservar mal que bien, y a los encargos que la Revista de Occidente me hacía de vez en cuando; pero para salir adelante había que buscar más cosas, y sin cesar, porque las tres cuartas partes de lo que intentaba solían no resultar. O más. Antigüedad me recibió, el hijo, y le expuse mi caso.' ('Cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos', pensé, 'a merced casi absoluta del que concede o niega.') 'Pese a nuestras diferencias políticas, le parecía injusto lo que se había hecho conmigo, y me dio un par de obras para traducir, una del alemán, Schnitzler, y otra del francés, Hazard, me acuerdo bien. Entonces eso era para mí como si me hubiera tocado la lotería. Poder hacer algo remunerado, aunque fuera escasamente. Uno cogía lo que hubiera, con entusiasmo, siempre os he dicho que no hay trabajo malo mientras no haya otro mejor. Estuvo muy cordial, y para celebrar la colaboración me propuso bajar a tomar algo a lo que antiguamente fue el Café Roma, en Serrano, él tenía la editorial muy cerca, en Ayala.'

'Recuerdo bien el Café Roma', le dije, 'por lo menos duró hasta mi primer año de Universidad.'

'Puede ser', contestó, sin querer detenerse ya más. Pensé que más valía que no lo interrumpiera otra vez, había empezado a contar algo que le costaba contar, era mejor que no volviera a pensárselo, o a dudar, como había hecho con mi madre en su día, aquel día en que él lo oyó, y se lo decidió guardar. 'Nada más entrar, lo llamaron de una mesa, unos conocidos o amigos suyos, y nos invitaron a acompañarlos. No sé si me conocían a mí, quiero decir si mi nombre les decía algo cuando les fui presentado, pero yo sí sabía quiénes eran dos de ellos, los otros dos no. Uno era el escritor en cuestión, aún flamante falangista, y el otro un monárquico de los de la infinita paciencia y la ninguna prisa, esto es, tan franquista en aquel momento como el que más. Ambos con sus respectivos carguitos, ya. El escritor, en realidad, sólo empezaba a sonar entonces como taclass="underline" había publicado un libro de poesía anticuada o quizá ya dos, muy jaleados por razones obvias, más tarde dejó el verso y se dedicó a la novela, que fue con lo que hizo carrera; escribió algo de teatro pedestre y un ensayo pedestre también. Estos dos parecían haberse reencontrado al cabo de mucho tiempo con los otros, y todavía entonces la gente andaba contándose lo que había sido de ella durante la Guerra, lo que había sufrido o lo que había hecho sufrir. Y este fue el caso. Se intercambiaban experiencias, historias, alguna proeza, alguna penalidad, alguna barbaridad. Gómez-Antigüedad participaba un poco, yo no. Y, en medio de todo ello, el escritor mencionó un nombre para mí bien conocido y bastante apreciado, el de un antiguo compañero de la Universidad. No había sido amiguísimo, era de un curso inferior al mío, pero había tenido buen trato con él, ocasional, y además era un hombre que caía bien: Emilio Mares, andaluz, muy simpático, ingenioso, era presumido con gracia y frívolo con deliberación, se las daba de anarquista pero sin ninguna solemnidad, incluso en sus peroratas había siempre algo de guasa, y además iba como un pincel, de punta en blanco, el tipo de anarquista clásico de novela desde luego no lo daba; un hombre muy grato, permanentemente de buen humor. El inicio de la Guerra lo había pillado en su tierra, para el 18 de julio muchos estudiantes que no eran de Madrid ya se habían ido a sus lugares de origen a pasar el verano con sus familias, él era de un pueblo de Málaga o de Granada, no estoy seguro, en el que su padre era alcalde creo que socialista: de Grazalema, o de Casares, o Manilva, por ahí. Nos habían llegado noticias, en plena Guerra, de que lo habían matado en Málaga los nacionales, supusimos que en la ciudad, que había caído en febrero del 37 con la intervención decisiva de los Camisas Negras italianos, más de diez mil. Imaginamos que habría sido fusilado sin más. Allí la represión fue particularmente feroz, la venganza, porque la ciudad se había resistido durante siete meses y la gente había hecho mucho el bestia, paseos en abundancia, pillaje indiscriminado, quema de iglesias, ajustes personales, como al principio aquí. Luego se contó que los nacionales, una vez tomada la ciudad, el Duque de Sevilla al frente, corrigieran y aumentaron, y que en el plazo de la primera semana pasaron por las armas a unos cuatro mil. Quizá no fueran tantos, pero es lo mismo: se hartaron de dar café, ya sabes que ese era el eufemismo de Franco y los suyos para ordenar las ejecuciones, "Dadles café", decían, y los detenidos al paredón. En Málaga los llevaban a la playa, a muchos. Tan salvaje fue la cosa que los italianos protestaron, se sintieron salpicados por la sangría suelta, hasta el punto de que el embajador, Cantalupo, habló con Franco y se personó allí para frenar la situación. En algún sitio leí que se quedó atónito al ver la furia desatada, y cómo hasta las señoronas ricas, bien católicas ellas, se dedicaban a profanar las tumbas de republicanos, en fin.' Mi padre se detuvo y se pasó la mano por la frente o casi se la estrujó, con cuatro dedos, como si quisiera arrancarse algo de allí, quizá imágenes, quizá relatos. Tenía ochenta y tantos años. Pero fue una pausa muy breve y en seguida volvió: 'No recuerdo exactamente cómo se llegó a aquel episodio, allí en el antiguo Roma, en la conversación. Pero sí tengo grabado lo que se refirió a Mares. Creo que uno de ellos comentó en tono ofendido que muchos republicanos, al rendirse o ser detenidos, "encima se ponían muy dignos", algo así dijo. Y más o menos entonces, espoleado por la mención de esa osadía, el escritor se animó a contar la lección que le habían dado a uno. Contó que una vez, en Ronda (Ronda había caído mucho antes que Málaga, en septiembre u octubre del 36), llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos con la primera luz, y, como era costumbre, les ordenaron cavar (era costumbre en ambos bandos, y me temo que en los de cualquier guerra también). Uno de ellos, "un lechuguino que se llamaba Emilio Mares", esas fueron sus palabras, "hijo de un alcalde rojo de por allí", se negó, y les dijo a sus verdugos: "A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis". No estaba dispuesto a hacerles parte del trabajo, vamos. La salida me casó con el personaje que yo conocía, aunque claro, ese día sin su buen humor: un desplante postrero, no debía de quererse ver con una pala en la mano en el momento final, sacando tierra, sudando y manchándose. "Fijaos si se nos puso chulo el tío", prosiguió el escritor; "como si pudiera imponer condiciones. Ya se veía que, por muy rojo que fuera, era un niño de papá, iba de veinticinco alfileres, el señorito. Y encima instó a sus dos compañeros a negarse también. No le hicieron caso, por suerte para ellos. Estaban demasiado asustados y cavaron. Él debió de creer que en todo caso les dispararíamos luego sin más a los tres, delante de la fosa abierta. Uno de nuestra partida, que era de la provincia y le tenía ya echado el ojo desde tiempo atrás, le dio un culatazo en la cara que lo tiró al suelo, y le volvió a ordenar que cavase. Y el tío siguió negándose, y repitió que a él lo matábamos, y a golpes si nos venía en gana, pero que torearlo, no. «Como que me llamo Emilio Mares, a mí no me toreáis», insistió. Se plantó en ese plan, con el nombre por delante y todo, no sé quién se creía. Pues mirad. Nada más os digo que en mala hora se le ocurrió emplear esa expresión, porque, ¿sabéis lo que hicimos?" Y el escritor esperó un poco, como para crear expectativa y buscar un mayor efecto, como si en verdad necesitara oírnos decir "No, ¿qué?", aunque tampoco aguardó lo bastante, porque la pregunta era sólo retórica, teatral. Entonces bajó el índice con energía sin llegar a tocar la mesa, como si puntualizara o subrayara, como si presumiera de la respuesta, y a la vez que hacía ese gesto se la dio y nos la dio: "Lo toreamos", dijo con jactancia. Satisfecho de la lección. Me acuerdo de que se hizo un silencio inmediato, de estupor, de incomprensión. Yo creo que ninguno acabamos de entenderlo bien, o no en el primerísimo instante, porque hasta aquel momento la palabra "torear", claro está, había aparecido tan sólo en su sentido figurado de "burlarse"; y porque era inconcebible también. Con desconcierto y algo ya de aprensión, fue Antigüedad quien le preguntó: "¿Qué quieres decir, que lo toreasteis?". "Eso. Que le tomamos la palabra y lo toreamos, literalmente. Lo lidiamos", contestó el escritor. "La idea fue del malagueño que le tenía ya ganas de antes. «Conque no, ¿eh?», le dijo. «Tú te vas a enterar.» Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con todos los trastos. Allí mismo lo banderilleamos, lo picamos un poquito desde el techo de la camioneta haciéndole pasadas lentas, y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse sólo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. Vaya si se enteró, el tal Emilio Mares. A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar oles. No los fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado. Así pudieron ver de lo que se habían librado. El malagueño se empeñó en cobrarse una oreja. Un poco pasado de rosca, pero tampoco se lo íbamos a impedir los demás." Eso fue lo que contó durante el aperitivo el famoso y celebrado escritor', añadió mi padre, y su voz sonó abatida nada más acabar la rememoración; 'aunque cuando de verdad fue famoso ya sí que no lo volvió a contar. Tuvo exequias solemnes cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudó a llevar el ataúd'.