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– ¿Un peine? -le contesté, algo mosqueado. Recordaba el comentario de Wheeler respecto a los latinos, en su jardín, junto al río, tras las gracias del helicóptero. Fama de presumidos-. ¿Qué te hace pensar que yo pueda llevar un peine?

– Los latinos soléis llevarlo, ¿no? Mira a ver si él tiene uno. -E hizo un gesto con la cabeza hacia el caído.

Me dio no sé qué, me pareció abusivo que Reresby se aprovechara encima del peine que De la Garza llevaría sin duda, si no lo había perdido en la descompensada refriega o en el sulfurado baile de antes. Me dio vergüenza ponerme a registrar al apaleado, al tan fácilmente derrotado. Así que saqué el mío, pese a darle la razón con ello.

– Muy listo -le dije a Tupra, y se lo alcancé. Por lo visto era una idea extendida, la de nuestros peines, en la isla grande.

Pero no me importaba mucho corroborársela: de pronto me sentía extraordinariamente aliviado, porque aquello había terminado y De la Garza seguía vivo y yo lo había visto muerto. Muertísimo, separado, convertido en cabeza y tronco, en dos partes. El peligro mayor ya era pasado, eso parecía, aunque fuera muy reciente era pasado, es fantástico y también irritante cómo la cesación trae una especie de falsa anulación momentánea de lo ocurrido. 'Puesto que ya no la está zurrando, es casi como si no la hubiera zurrado', pensamos en nuestra desmesurada adoración del presente, que va en loco y permanente aumento. 'Puesto que ya no arde, es casi como si no hubiera ardido. Puesto que ya no bombardean, es casi como si no hubieran bombardeado. Sí, ahí están los muertos y los mutilados, y las casas quemadas y destruidas, pero eso ya está, ya ha sucedido, ya es antes y no hay quien lo cambie ni lo deshaga, y ahora al menos no están matando ni mutilando ni destruyendo, no mientras yo estoy aquí con mi quehacer, y respiro.' Esos pensamientos pasan por nuestras cabezas cada vez que hay una de estas guerras actuales más o menos televisadas, y por las que siente tanto desprecio la gente antigua que estuvo en otras no frivolas, como mi padre o Wheeler: la del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, la de Irak de los deshonrosos motivos y los intereses espúreos y la falta de necesidad absoluta salvo un engreimiento sin límites de sus impulsores. Mientras hay combates y las bombas vuelan sobre militares y civiles, se apodera de nosotros una angustia enorme, vemos las noticias a diario con el corazón encogido; esa fase suele ser breve hoy en día, a veces sólo unas semanas o pocos meses en todo caso, y no nos da tiempo a acostumbrarnos ni por lo tanto a insensibilizarnos suficientemente, a aceptar que así es cualquier guerra alevosa o recta y que también se puede vivir con eso cotidianamente, sin darle tanta importancia ni desesperarse por los demás a cada instante, sobre todo por los desconocidos lejanos; ni siquiera por uno mismo y por sus conocidos cercanos, si a uno le llega su turno le ha llegado, eso es todo, una vez suelta la matanza. Si una bala lleva tu nombre, como dijo Diderot antes que nadie, si no me equivoco. Hoy no nos da tiempo a instalarnos en el estado de guerra, que hace inconcebible el de paz y a la inversa, según había observado Wheeler ('La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro', había dicho, 'lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento'), y así el grado de excepcionalidad se mantiene muy alto por la propia y corta duración del horror visto en pantalla, de modo que cuando termina esa fase nos viene un extraño convencimiento de que todo ha concluido y hasta cierto punto se ha borrado. 'Al menos ya no está pasando', pensamos, y aun lo suspiramos; y ese 'al menos' implica una injusticia notable: lo ocurrido pierde gravedad y fuerza tan sólo porque ya no está ocurriendo, y entonces casi nos desentendemos de los heridos y los muertos, que nos oprimían y afectaban tanto mientras se producían. Ahora ya son pasado, luego que alguien se ocupe, reconstruya, cure, entierre, adopte, preferiblemente los mismos que los han causado, que así aparecen también como reparadores, en el colmo del absurdo y la patraña. Es un síntoma más de la infantilización del mundo, lo que las madres decían a los niños para calmarlos era eso: 'Ya pasó, ya está, ya pasó', después de una pesadilla o un susto o algún mal trago, de pillarse los dedos o de cualquier daño, casi como si declararan: 'Lo que ya no es, no ha sido', aunque persistiera el dolor y luego se formara una costra picante o los dedos se amorataran e hincharan y a veces quedara una cicatriz para que el adulto la acariciara y se siguiera acordando de aquel daño y aquel día.

Sentir alivio por haber asistido a una paliza a alguien acobardado y desprevenido, medio ebrio, y no haber osado o sabido impedirla; por haber creído que mi compañero iba a cortar de un tajo un cuello, que iba a estrangular con una red y a ahogar con agua de cisterna, no resultaba sensato ni desde luego noble. Y sin embargo así era, Tupra había parado y yo estaba contento, era mucho más decisivo el peso que me había quitado que el que me había puesto, y éste no era escaso, en modo alguno. De la Garza ya no se encontraba en peligro, ese era mi principal pensamiento grotesco, porque el peligro lo había alcanzado ya brutalmente. No hasta la muerte, cierto, pero parecía ridículo conformarse con eso, con verlo aún vivo, y aun alegrarse, cuando lo último que habría previsto al conducirlo a aquel lavabo era que saliera de él tan malherido, con varios huesos quebrados a buen seguro, como mínimo. Si es que salía, porque mientras Reresby se recolocaba y creía domar su pelo oscuro, voluminoso y rizado como no suelen hallarse en su reino (excepto en Gales), con las sienes como caracolillos y probablemente tintadas (cuatro pasadas o retoques del peine, no le quedó muy distinto tras utilizarlo), de nuevo me ordenó traducir y me soltó lo siguiente:

– Jack, tradúcele -volvió a decirme-, no quiero que sufra malentendidos, porque los sufriría él y no nosotros, déjaselo bien claro, díselo, dile ya esto que he dicho. -Y así lo hice, se lo comuniqué a De la Garza en mi lengua, lo de los malentendidos; tenía los ojos entrecerrados y la mirada abultada, pero sin duda era capaz de oírme-. Dile que tú y yo vamos a salir ahora de aquí tranquilamente y que él se quedará ahí tirado media hora más, donde está, sin moverse, cuarenta minutos para mayor margen, tengo todavía asuntos que despachar ahí fuera. Que no se le ocurra salir, ni tan siquiera levantarse. Que no grite ni pida auxilio. Que permanezca ahí durante ese tiempo, le irá bien el frío del suelo y no le irá mal estarse un rato tumbado e inmóvil, hasta que le vuelva el aire. Díselo. -Y así lo hice, incluido lo del frescor del suelo-. Ahí tiene su abrigo -prosiguió Reresby, y señaló el segundo que había traído, el oscuro, el que había dejado colgado sobre una barra baja, y entonces comprendí hasta qué punto lo había previsto todo mi transitorio jefe: no era el mío sino el de Rafita el que se había molestado en retirar del guardarropa antes de venir al lavabo, tendría mano en aquel local chic idiótico o capacidad de engaño, se lo habrían buscado y entregado sin hacerle preguntas y aun con una reverencia-. Con él puesto, nadie se percatará de su estado, del de sus ropas, no llamará la atención. Si le cuesta andar, lo tomarán por mamado. Que se lo finja, si es que no lo está ya a medias. Cuando salga, que salga directo a la calle sin detenerse en la sala por ningún motivo, que se vaya a casa. Que no vuelva por aquí nunca. Anda, tradúcele. -Y volví a hacerlo, fui yo quien dijo 'mamado' en español, Tupra había dicho 'sloshed'-. Que no se le ocurra acudir a la policía, ni organizar un escándalo en su Embajada, ni elevar una queja a través de ella, del tipo que sea: ya sabe lo que puede pasarle. Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide. Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde. -'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate', pensé una vez más, y le di las instrucciones a De la Garza. Pero Tupra todavía añadió unas cuantas, iban rápidas, como si recitara una lista o fueran las consecuencias sabidas de un plan cumplido, las secuelas de un tratamiento-: Dile que tendrá dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro. Aunque le duelan mucho, se le curarán, se le acabarán soldando. Y si se descubre algo más grave, que dé siempre gracias a su buena suerte. Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto. Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre. Si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe. Que se moje el pelo antes de salir, que se lo aclare, aunque ese tono azulado tampoco iba a extrañarle aquí a nadie. Vaya, de hecho se le ve menos excéntrico y menos ridículo que con la malla que llevaba puesta. Dile esto, díselo y vámonos ya. Asegúrate de que lo ha cogido todo. Y toma tu peine, gracias.