'Con él hay que llevar mucho cuidado, entonces', habría dicho Tupra de Reresby. 'Él sí encierra peligro, y por supuesto hay que temerlo.'
Esa era casi la conclusión del vago informe que sobre mí había leído en el viejo fichero del edificio sin nombre, quién sabía por quién redactado, por alguien que había aludido a personas concretas, sin que yo supiera cuáles (o bien era a arquetipos), y con un destinatario: 'Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie…', rezaba aquel texto en inglés que se me había dedicado. 'Las cosas ocurren y él toma nota, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos…' Y más adelante añadía: 'No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene, y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona'. Y terminaba, insistiendo un poco en este punto: 'Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'.
Podía ser verdad lo primero, que rara vez me desviviera por lo que pasaba a mi alrededor (acaso por eso no le había sujetado el brazo a Reresby, con la lansquenete en alto). Lo segundo era exagerado desde mi punto de vista: por mucho que yo creyera saber no sabía tanto, la diferencia es siempre enorme entre esas dos cosas que se confunden continuamente, creer saber y saber de cierto. Y quién era 'yo', quién era 'tú', quién era 'ella' en aquel informe. ¿'Yo' era Tupra? ¿'Tú' era Pérez Nuix, o ella era 'ella'? De pronto se me ocurrió que 'yo', el que allí escribía, el que cavilaba, el que me había observado, tenía que conocerme de más tiempo y con profundidad mayor que mis compañeros (aunque esa ocurrencia supuso un momentáneo olvido de a qué se dedicaban ellos, o nos dedicábamos, con gran arbitrariedad y audacia). ¿Era Wheeler, era la señora Berry, era el propio Toby Rylands, que lo había redactado o dictado y dejado listo hacía años, solamente por si acaso, cuando yo vivía aún en Oxford y ni siquiera estaba casado y no era previsible que regresara a Inglaterra una vez cumplido mi contrato universitario? ¿Tanto inútil acumulaban? ¿Podía haberse adelantado tanto? Y entonces, ¿'tú' era su hermano, era Wheeler, al que apenas había tratado durante mi estancia? ¿Y quién podía ser 'ella' sino Clare Bayes, que fue mi única 'ella' de aquellos tiempos? 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Quizá esa era una manera de referirse a la Congregación, así se llama a sí mismo el conjunto de los dons o profesores de la Universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar, y los dos hermanos eran miembros. Peter me había dicho que era Toby quien primero le había hablado de mí y de mi don supuesto: 'De hecho, tú y yo llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso…'. Ahí también había otro 'nosotros', y éste no era oxoniense, sino que aludía a lo que ambos eran o habían sido, intérpretes de personas o traductores de vidas. 'Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo.' Esas habían sido sus palabras mientras yo desayunaba, y luego había sido aún más explícito: 'Toby me dijo que siempre admiraba el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos…'.
Luego todo podía ser, todo podía, hasta que aquella fuera la voz de Rylands desde la ultratumba, informando sobre mí a Wheeler o al mismísimo Tupra, antiguo discípulo suyo de lo que fuera, al fin y al cabo, eso no debía olvidarlo. (Uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes lo rodean, por los más próximos y los más leales, que aparentaron renunciar a la objetividad hace mucho y darlo a uno por descontado, o por consabido, o por inviolable, o por innegociable, o concedernos toda la gracia; no sabemos los juicios que en silencio se siguen haciendo y que por fuerza serán cambiantes, nuestras mujeres y nuestros maridos, nuestros padres y nuestros hijos, nuestros mejores amigos: a ellos los consideramos seguros y a salvo durante tiempo indefinido, como si fueran a permanecer así siempre, cuando no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos, de que pueden estar incondicionalmente de nuestra parte hasta que un día nos ponen la proa y empiezan a buscar sólo arruinarnos, perdernos, hundirnos y que suframos. Y aun expulsarnos de la tierra y del tiempo, es decir, aniquilarnos.)
En cuanto a lo tercero, que yo no encerrara peligro pero sí debiera ser temido, y que además no perdonara (aunque eso se expresaba sólo como creencia), me parecía aún más exagerado. Claro que no estoy seguro de que nadie sepa si ha de ser o no temido, a menos que lo procure a conciencia, que se lo trabaje, para dominar voluntades y marcar pautas o llevar voces cantantes, como parte de un plan o una estrategia, o como una forma bastante extendida de andar por el mundo, si bien lo pienso. De no ser así, cómo explicarlo, uno no se percibe como temible porque nunca se teme a sí mismo. Y entre los que se afanan por ello, por ser temibles y temidos, lo consiguen de verdad sólo unos cuantos. Tupra y Wheeler, cada uno a su modo, eran dos buenos ejemplos del logro; y si entre ambos había nexos, y si los había a su vez entre cada uno y el maestro o amigo o el hermano muerto; si entre los tres había semejanzas y vínculos de carácter, o no eran de eso, sino de capacidad, la de aquel don compartido del que yo participaba asimismo según su sagaz criterio, entonces no era imposible que también yo, sólo que sin proponérmelo, debiera ser en efecto temido, y aquel escrito estuviera en lo cierto. Con Tupra no había sido sincero ya en una oportunidad, en la interpretación de Incompara: había accedido a la petición de Pérez Nuix, y así había callado u omitido o mentido. Y tal vez sólo eso me convertía ya en temible, o lo que es lo mismo, en no fiable, o lo que se le asemeja mucho, en traicionero. (Pedir, pedir, es la maldición más frecuente después de contar; ojalá no nos pidieran nunca, y sólo se nos dieran órdenes.)
'Ya lo creo', habría vuelto a contestarle a Tupra, acerca de Reresby. 'Aunque no intimide al principio ni inste a ponerse en guardia, sino que más bien invite a apartar el escudo y quitarse el yelmo para mejor dejarse captar por él, por su cálida y envolvente atención, por ese ojo suyo que sondea el pasado y acaba por enaltecer al mirado; aunque de entrada resulte cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molesta, sino que hace que se lo mire con ligera ironía y con instintivo y también leve afecto, aun así encierra un infinito peligro y hay que temerlo infinitamente, ya lo creo. Seguramente es hombre que tolera muy mal que no se haga lo que él juzga justo, preciso, conveniente o bueno. Sobre todo, pudiéndose hacer.'
Y Tupra me habría hecho entonces la pregunta más difícil de responder:
'¿Crees que habría podido matarte a ti, Jack, ahí en el cuarto de baño de los lisiados, si le hubieras sujetado el brazo, si hubieras intentado impedirle que decapitara al fantoche? Tú creíste que lo iba a matar y te parecía mal, muy mal. Aunque detestaras al individuo te causaba espanto. ¿Por qué no lo frenaste? ¿Fue porque pensaste que en vez de a uno era capaz de matar a dos y que saldríais todos perdiendo aún más? ¿Dos muertos en lugar de uno, y uno de ellos tú? Quiero decir, ¿lo crees capaz de matarte a ti, no un amigo pero sí alguien a su cargo, un empleado, un contratado, un compañero, un colega, un asociado de su mismo bando? Dime qué piensas, dímelo ya, di lo que sea. Ten el valor para ver. Ten la irresponsabilidad de ver. Sobre algo así uno cree saber'.