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En cuanto a Manoia, le estrechó la mano a Reresby con lo que en hombre tan anodino, vaticano y manso sería efusividad -pero falso manso-, y supuse que al final habrían acordado lo que quisiera que fuese a su conveniencia mutua, o se habrían arrancado el uno al otro lo que el otro al uno se pidieran o se propusieran o se impusieran bajo inexpresa extorsión.

– Ha sido un gran gran gran placer, Mr Reresby -le dijo en su pastoso inglés: no encontraría otra forma de traducir 'grandissimo'-. Una noche algo accidentada, pero no por eso menos placer. Sea bueno y téngame al tanto. -Y a continuación estuvo frío conmigo: de hecho me dejó colgando la mano que le había tendido y se limitó a inclinar la cabeza con sequedad, como un diplomático a la antigua usanza (e inclinarla ya sería mucho decir). Ni siquiera me miró, o bien yo no logré ver sus ojos mates y zigzagueantes bajo sus extensas gafas que lo reflejaban todo. Se las subió una última vez sin que se le hubieran bajado, con el pulgar, y me dijo-: Buona notte.

Luego se echó una carrerita ridicula para alcanzar a su mujer, sin duda le costaba separarse de ella. Ahí me pareció más un funcionario aplicado que un violador, menos de la Mafia o la Camorra o la ‘indrangheta y más del Opus o los Legionarios, o quizá del Sismi, fuera lo que fuese aquello. Pero a Flavia ya no se la veía por el vestíbulo, desde la calle, desde Piccadilly. Estaría ya en el ascensor, camino de su habitación, para encerrarse un rato a solas en el cuarto de baño y aplazar así los reproches sin testigos de su marido. A él le tendría advertido que no le hablase a través de esa puerta, y en ese tipo de cosas seguro que la obedecía él.

Ni siquiera había añadido: 'E grazie'. Tampoco debía de tener por qué, él no estaba al corriente de mi creciente cólera ni de mi conturbación. Incluso podía ser que creyera que yo me había encargado de propinar la paliza cuyo resultado debió de satisfacerlo, cuando se asomó al lavabo para supervisar. Puede que me tomara solamente por un secuaz, un esbirro, un mamporrero, un matón. Y la verdad es que en aquellos momentos sí me sentía un secuaz y un esbirro, y hasta un mamporrero también: le había puesto su víctima a Tupra donde él la quería. Pero no un thug ni un hitman ni un goon, no un matón, porque yo aún no le había tocado un pelo a nadie, ni se lo pensaba tocar. Así como esperaba que nadie me lo tocara a mí, con espada o sin ella, ni con peine o sin él.

Cuánto adivinaba o sabía yo de él y cuánto él de mí, suponía, uno no puede descifrar a voluntad, impunemente, agazapado o invisible como el espectador en casa o el fantasma ya logrado, a quien a su vez lo estudia y descifra a uno, observar a quien lo observa con idénticas facultades y con las mismas o parecidas armas que acaso serán mejores, o tal vez se produzca entonces una estéril neutralización recíproca, una impenetrabilidad, un bloqueo, una anulación y una ceguera -quietud y disuasión de guerra fría-, la mutua desactivación de las maldiciones o dones, ambas paralizadas e inútiles cuando enfrente hay otra mente que las padece también o goza de ellas, si es que Wheeler y él acertaban y no mentían y yo estaba efectivamente a la altura de sus predicciones. Aún lo dudaba tanto que en realidad no lo creía, pese a haberme persuadido el primero, invocando la autoridad de Rylands que ya nada iba a desmentirle, de que alguna sí poseía, y pese a haberme envalentonado en el edificio sin nombre un poco más cada día de nuestra tuerta tarea, azuzado por la fe de los otros o por sus exigencias: 'Dime qué más, no te detengas, qué más ves, lo que sea, dilo ya sin demora, don't delay or linger, lo penúltimo que nos interesa es que te reserves, que dudes, que te guardes las espaldas, no pagamos por tu prudencia ni para eso te contratamos, y lo último que ya queremos es que no sepas ni nos digas nada. Todo tiene su tiempo para ser creído, recuérdalo, luego no calles nunca, ni siquiera para salvarte, aquí no hay lugar para eso ni hay aquí gato alguno para comernos la lengua a nadie, a ninguno de los cinco, y tampoco cabe tragársela. Ni aunque quisieras ahogarte…'. O bien: 'No has hecho más que empezar, sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Lo interesante y difícil es seguir: seguir pensando y seguir mirando cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que pensar ni nada más que mirar, que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más ofreces y qué más tienes, sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue…'. Era lo que nos decía mi padre desde muy jóvenes, cuando discutíamos.

Y esa posible situación de empate o de tablas y de renuncia, de ausencia de duelo, de abstenerse entre pares, podía darse no sólo con Tupra y por supuesto con Wheeler, sino con los otros tres, con la joven Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, y quién sabía si hasta con Branshaw y Jane Treves, llegado el caso. Y quién si con la señora Berry.

Cuando hubo desaparecido Manoia (qué trote), Tupra me miró muy serio, casi ominoso en la acera, ante las luces del Ritz Hotel, Ritz Restaurant, Ritz Club. Luego me sonrió abiertamente y me dijo:

– ¿Quieres que te acerque? Es Dorset Square o una plaza cercana, ¿no? Por esa zona.

Sabía eso, por ejemplo, que él se sabía mis señas con exactitud y que disimulaba con lo aproximativo, se conocería de memoria hasta el piso y el número y letra de mi apartamento, como de todos sus colaboradores. También supe que quería llevarme, por algún motivo más allá de la deferencia. Querría hablar, comentar un poco las vicisitudes. O querría hacerme advertencias. O darme consejos y acaso instrucciones para otras veces, tras mi bautismo de fuego, como testigo y con arma blanca. No creía que su propósito fuera darme explicaciones ni disculparse, limar asperezas a lo sumo. Pero algo quería. Supuse, por tanto, que acabaría acercándome en su Aston Martin, velis nolis. Y que si yo declinaba el ofrecimiento, me insistiría. Y que si yo rehusaba, se empeñaría.

– No hace falta, cogeré un taxi -respondí, y debió notar que la indignación me seguía.

Estábamos los dos ante el Ritz, de pie en la acera, bajo el soportal o arcada; la puerta delantera del coche la había él dejado abierta mientras nos despedíamos rápidamente del matrimonio católico, la izquierda, la del copiloto, es decir, por la que yo me había bajado. El uniformado se apoyaba sobre un pie y otro, como si los tuviera fríos. Nos vigilaba apremiante, allí no se podía estacionar, desde luego, ni pararse apenas.

– Vamos, vamos, no me cuesta nada, con todo esto me he desvelado. Serán diez minutos, qué menos, te lo has ganado. Vamos, sube, aquí estamos molestando.

Habría pillado un taxi y no habría habido vuelta de hoja, pero no pasaba ninguno en aquel instante, y la parada del hotel debía de estar situada en una bocacalle, no quedaba a la vista, o bien era allí mismo y se encontraba desierta. Pero además sabía aún mejor, ahora, que él tenía interés, o es más, intención de acercarme.