No me gustaba la perspectiva. Prefería dejarlo de ver ya aquella noche y no correr el riesgo de encararme con él y reprocharle y pedirle cuentas, y veía imposible no hacerlo si disponíamos de un trayecto a solas. A la mañana siguiente -entraríamos tarde, esa era la norma cuando trasnochábamos por trabajo, y los horarios en general eran flexibles- me sentiría más calmado y más conforme, creía. Y aunque él supiera perfectamente dónde vivía, no me hacía del todo gracia que se aproximara a mi territorio, no yo sabiéndolo y en mi compañía. Cuando alguien lo deposita a uno o lo sigue o lo ronda o lo espía, y lo ve entrar en su portal al caer la noche o al caer la tarde, ha visto ya mucho más de lo que parece y de lo que debería: lo ha visto -cómo decir- de retirada, probablemente cansado y aun a punto de abandonarse tras la larga jornada de fingimiento y esfuerzo, y de falsa alerta; y además ha asistido a algo que repetimos todos los días, tal vez a lo más cotidiano externo. La gente se deja acompañar o llevar sin problemas, o lo agradece y lo espera, como las mujeres con gran frecuencia; pero es como si a partir de entonces ese alguien supiera dónde hallarnos -lo supiera con sus propios ojos y guardara imagen, es distinto de saberlo a secas-, y a qué hora aproximada. (De hecho es lo primero que averiguan y observan los ladrones y los secuestradores, los violadores y los asesinos, los espías y los policías, cuándo vuelve uno, cuándo está en casa o en ella no hay nadie, según sus fines y les convenga que esté uno allí o no haya rastro.) Sí, importa mucho ser visto en los propios dominios o en sus alrededores, no digamos ascendiendo los cuatro o cinco escalones que separan la calle de nuestra puerta en Londres, abriendo ésta con nuestra llave, entrando, cerrándola con la lentitud involuntaria del fatigado gesto. Al cabo de un par de minutos se identificarán nuestras luces y nuestros balcones, desde la acera, o desde los árboles y la estatua -o era allí ventana-; y entonces ya puede imaginársenos mejor en nuestros interiores, o adivinársenos, conocer el tipo de iluminación que nos gusta, y hasta se nos puede divisar la figura si nos acercamos a los cristales, o contemplarla en nuestro marco íntimo si nos asomamos a fumar un cigarrillo o a admirar el crepúsculo, a recoger la brisa o a regar las plantas, o a mirar quién llama al timbre una noche de lluvia tras habernos seguido durante mucho rato, ella y yo con paraguas y ella con un perro blanco, tis tis tis, hacía el perro, al caminar casi volando. Y alguien desde la plaza, a distancia, o sobre todo desde las casas de enfrente, la del bailarín ufano, podía habernos visto a los dos mientras hablábamos, mientras la joven Pérez Nuix me pedía un favor molesto, nada fácil, y me explicaba por qué ahora no siempre nuestros clientes eran del Estado, no siempre el Ejército, la Armada, un Ministerio o una Embajada, New Scodand Yard o la judicatura, el Parlamento, el Banco de Inglaterra, los Servicios Secretos, el MI6, el MI5 o incluso Buckingham, la Corona; y también mientras contestaba a mis numerosas preguntas, a veces sin que tuviera que hacérselas y a veces tras escuchármelas, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los wet gamblers', y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente', y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. Ya no podía ser y no fue 'un momentito', el que ella había anunciado tras decir 'Soy yo', desde la calle. (En seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse.)
Y cada vez que he traído a una mujer a mi casa, cuando era soltero o en aquel tiempo de Londres (quiero decir traído para pasar la noche o no tanto, para pasar por mi cama), he temido que reapareciera por el lugar ya visitado por ella, sin ser invitada ni solicitada: por eso, por el mero hecho de haberlo pisado y haberme visto allí dentro, cómo vivo, y guardar la imagen. Y a menudo lo he temido con causa. Y si alguna ha vuelto a ese territorio por mi voluntad y con permiso mío, o incluso por mi llamamiento y anhelo, entonces hay una habitación a la que no debe pasar, ni siquiera para acompañarnos mientras vamos por un refresco o preparamos un piscolabis, si no deseamos que se nos instale, si a tanto no estamos dispuestos; y esa habitación no es la alcoba, que es indiferente hasta para pernoctar en ella, ni tampoco el cuarto de baño, los de los hombres solos apenas son imaginativos; sino la cocina, porque si una mujer entra en ella a seguir conversando durante nuestro trajín o a ayudarnos sin que se lo pidamos ni sugiramos; si nos sigue hasta allí por su iniciativa, o casi instintivamente como los patos, lo más probable es que se quiera quedar sine die a nuestro lado -allí prueba o huele un instante de convivencia-, aunque ella aún no lo sepa, y sea la primera vez que viene, y aun lo negara sinceramente si alguien se lo pronosticase. Tal vez esa era una de las enseñanzas triviales de mi don o de mi maldición, si los tenía.
Tupra no era mujer ni iba a quedarse, ni siquiera iba a subir a mi casa, sólo a llegar a la plaza y dejarme ante mi portal, en su veloz Aston Martin. Y aun así no me agradaba la idea, porque podía figurármelo bien luego, u otra noche, otro atardecer, otro día o al amanecer, espiando desde los árboles o desde la estatua, vigilando mi ventana, o acechando desde el hotel de enfrente, atento a mis luces y a mi guillotina y a la posible mujer que hubiera venido a verme, no necesariamente a pasar por mi cama. Esperando a su salida. No en balde me había parecido desde el principio un tipo que transitaba más por las calles que sobre moquetas, menos bregado en las oficinas que fuera de ellas.
Abrí la portezuela entornada del coche y me subí, sin contestarle nada. Él lo rodeó y entró por su lado. Le dije mis señas exactas, con retintín, supongo, como si él fuera un taxista, eso fue todo. Yo sabía que no iba a contenerme durante aquellos minutos a solas que nos aguardaban, pero no estaba seguro de cómo empezar, quizá no me convenía precipitarme en exceso, pese a mi cabreo, soltando la primera recriminación que me viniera a la lengua, y que acaso fuese secundaria, un detalle en comparación, con lo grave. Aún no había decidido abandonar el trabajo, eso debía pensármelo con mayor distancia, y encajar la idea de volver a verme en la BBC Radio, con sus aburrimientos mal pagados. Esperé unos segundos largos, el automóvil ya en marcha y acelerando, a ver si él decía algo y así me daba una entrada. 'No lo hará', pensé, 'sabe aguantar los silencios, los que él establece.' El interés era suyo, en acercarme, pero quizá no era para aleccionarme, ni para reñirme (por mí se nos había pegado De la Garza), ni para puntualizarme nada, sino para oír mi desahogo todavía en caliente, 'en mojado' como Don Quijote decía, y así medir mi capacidad de enfado. Al poco el silencio se hizo ya propio de dos personas que no quieren hablarse.
– Esa zona en la que vives no es nada barata -murmuró él entonces; de modo que el silencio, inferí, era ajeno a su decisión y a su voluntad, y esos los soportaba menos: su vehemencia o su tensión permanentes le exigían llenar todo el tiempo de contenidos palpables, audibles, reconocibles o computables. Todo el coche, ahora sin las interferencias o rivalidad fragante de Flavia, olía a su bálsamo afier-shave, era como si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente su aplicación a escondidas. No le había visto hacerlo ante el espejo de los tullidos. Bajé un poco mi ventanilla.