– La película debe de haberla en DVD o en vídeo. Pero era bastante sombría, y algo sórdida. Así que si huyes de eso como de la peste, será mejor que no la veas -dijo como si no hubiera oído mis preguntas o las encontrara superfluas; y además le noté un poco de burla, al tomarme al pie de la letra mi aversión por las sordideces-. En ella hacía un pequeño papel un actor que conozco bien, un viejo amigo, y una noche, cuando la rodaban, lo ayudé a ensayar su escena. Yo creo que luego fui a verla por eso, cogió mucho de mi estilo. Compartía calabozo con los gemelos, durante su servicio militar, aún muy jóvenes; los observaba, y les daba la lección resumida de lo que tendrían que hacer cuando salieran y se reincorporaran a la vida civil. Es la lección más condensada para conseguir algo. En realidad siempre, lo que sea. 'Sé cómo os llamáis, Kray', les decía. -Y esta vez Tupra pronunció el nombre a lo cockney o a lo poco instruido, esto es, como si fuera la palabra 'Cry', 'Grito' o 'Llanto' según los casos. Como si representara él el papel, momentánea, vicariamente: le había asomado su vanidad ingenua de nuevo, blanda. Acabábamos de desembocar en mi recoleta Square, en mi plaza silenciosa y tranquila desde que la noche caía; había aparcado frente a los árboles y había apagado el motor al instante, pero no iba a dejarme bajar inmediatamente, todavía me estaba hablando. Y aún no se había manifestado la causa de su empeño en llevarme-. 'Y me digo a mí mismo, George, me digo' -prosiguió el monólogo, era como si lo tuviera memorizado desde aquella noche de ensayo con su amigo actor, haría años-, 'estos chicos son especiales, estos chicos son algo nuevo. Lo tenéis. Habéis dado con ello. Y yo puedo verlo.' -Esa u otras parecidas frases eran la divisa de nuestro trabajo, 'Yo puedo verlo, puedo ver tu rostro mañana'-. 'Y tenéis que aprender a usarlo. Mirad, hay gente ahí fuera, muchísima gente, a la que no le gusta que le hagan daño. Ni a ella, ni a sus propiedades. Y mirad, esa gente, a la que no le gusta ser dañada, pagan a personas, para que éstas no le hagan daño. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Claro que sí. Bien, cuando salgáis de aquí, muchachos, mantened los ojos bien abiertos, acechad a la gente a la que no le gusta que le hagan daño. Porque hasta a mí me hacéis cagarme de miedo, muchachos. Maravilloso.' -'Cos you scare the shit out me, boys. Wonderful', así lo dijo en inglés Tupra, esto último, con su falsa dicción que acaso era la verdadera suya, allí dentro de su coche quieto tan raudo, a la luz lunar de las farolas, sentado a mi derecha, con las manos todavía sobre el volante inmóvil, apretándolo o estrangulándolo, ya no llevaba los guantes, los tenía en el abrigo junto con la espada, sucios y mojados y envueltos en papel toalla-. Esa es la cosa, Jack. El miedo -añadió, y esas siete palabras (o en su lengua fueron menos) aún sonaron como si pertenecieran al papel que imitaba, o que había usurpado, o que tal vez le habían robado, o que creía haber interpretado él de todas formas, por amigo interpuesto. Pero no sonaba como su estilo precisamente, no el habitual del Bertram Tupra que yo conocía, sino como la recreación de un actor shakespeariano, en todo caso sí sombrío, no sé si sórdido, más bien siniestro, agorero, no fue extraño que con mi sudor de ida y vuelta y mi sensación de fiebre me viniera un escalofrío.
El malestar se me iba pasando, con todo, desde que él había detenido el automóvil. Veía mis luces del apartamento encendidas, a menudo dejaba así algunas si es que no todas, parecería que estuviera en casa siempre, excepto cuando dormía o las apagaba a propósito a veces -al oír música-, para alguien que me espiase desde enfrente o desde la calle.
– Esas luces de ahí, ¿son las tuyas? -me preguntó Tupra al mirar hacia donde yo miraba, hubo de invadir mi espacio un momento y acercar su rostro a mi ventanilla abierta, le gustaba controlarlo todo, o lo que veía lo curioseaba con sus ojos siempre insaciables, azules o grises según qué los iluminara.
– Sí, no me agrada encontrarme la casa a oscuras, cuando regreso tarde.
– No será que te espera alguien arriba, ¿verdad? Y yo aquí entreteniéndote más rato.
– No, no me espera nadie, Bertram. Sabes que vivo solo.
– Podía ser una visita, alguien habitual, que tuviera llave. ¿Quizá una novia inglesa? ¿O sería siempre española?
– Nadie tiene mis llaves, Bertram, y esta noche era muy mala para citas tardías. Cuando salimos contigo, nunca sabemos a qué hora volvemos. Hoy no es demasiado tarde, pero sólo con que De la Garza hubiera luchado, o hubiera echado a correr, o hubiéramos tenido que pasar por comisaría por armar bronca en sitio público o por tu original posesión de armas, ya nos habríamos ido a las tantas, o a mañana por la mañana.
Tal vez mi leve pero recobrado tono de reproche lo llevó a acordarse, y entonces él me hizo el suyo, su reproche, para machacar y anular el mío o porque me lo tenía guardado, y para eso, para soltármelo, había querido acercarme a casa. Seguramente era esto último, él no solía pasar por alto los fallos, ni sus descontentos.
– No habría podido echar a correr. Tampoco habría luchado nunca, tú lo sabes -me puntualizó-. Pero ah, mira, ahora que me llamas Bertram, esto quería decirte. -Y se le endureció la cara, debía de haberlo fastidiado de veras-. Tres veces, tres veces si no han sido cuatro, me has llamado Tupra esta noche, delante de ese imbécil tuyo. ¿Cómo se te ha ocurrido, Jack? ¿No tienes cabeza? -Y hasta se atrevió a darme un golpecito en la frente con la parte más mullida, inferior, de su palma, como si fuera un profesor de gimnasia-. Si soy Reresby esta noche, Jack, esta noche no tengo otro nombre, eso estaba claro, a ningún efecto. Lo sabéis todos de sobra, que eso es inamovible en cualquier circunstancia, a menos que yo os avise de un cambio. ¿Cómo has podido tener ese descuido? Ese cretino ha oído mi nombre. Podían haberlo oído otros. Con él no pasará nada, no será grave, le dará lo mismo un nombre que otro, y lo último que deseará será acordarse de mí, de mi cara o de cómo me llamo. Querrá olvidar la pesadilla entera, ese no va a ser vengativo. Pero imagínate que se te hubiera escapado delante de Manoia, para quien soy siempre Reresby, desde que me conoce. Son años, Jack, ¿no lo entiendes? No puedes tirármelos a la basura en un instante, por perder los papeles y ponerte histérico y anticipar lo que voy o no a hacer, hasta que me veas hacerlo tú no puedes saberlo, y a veces tampoco aunque me veas, ¿entiendes? No lo habré hecho, de todas formas. Aparte de que no sea asunto tuyo, lo que yo haga. Pronto vas a viajar conmigo, Jack, me vas a acompañar fuera, y habrá más desplazamientos seguramente, si continúas con nosotros y seguimos colaborando. Me veas en lo que me veas, no vuelvas a meterte nunca. No quiero ni pensarlo: con Manoia habrían sido años de confianza muy lenta, jamás segura, siempre a prueba, tirados por la borda así, en un instante. ¿O cómo crees que reacciona alguien cuando oye llamar a un negociador o a un socio por otro nombre del que él conoce?
Tenía razón en parte, incluso en buena medida: había sido un fallo. Pero había sido cuando había sido, cada vez que había creído que iba a matar al cretino, no era una circunstancia cualquiera. Pero en vez de defenderme inmediatamente, aproveché para intentar una averiguación (tres eran muchas veces):
– Así que os conocéis de antiguo y aun así te cree Reresby -dije-. No sabía, tampoco me lo dejaste tan claro. ¿Qué es el Sismi, si puedo preguntarlo?