Tupra se rió, esta vez él solo, seco, casi me sonó sarcástico; o peor, condescendiente.
– No sólo puedes -me contestó-, sino que ni siquiera te haría falta. Probablemente venga hasta en los diccionarios, de italiano-inglés, de italiano-español en tu caso. El Servicio de Inteligencia de allí. Servicio para la Seguridad y la Información Militares o algo así, son siglas, en italiano dan SISMI, s, i, s, m, i, no tiene ningún misterio. Estabas más atento de lo que me ha parecido.
– Ah. ¿Debo deducir que Manoia pertenece a ellos? Un siervo de Berlusconi, entonces. Qué desgracia la de los funcionarios y militares de ese país, vasallos todos de un mamarracho. Se le adivinan las lentejuelas y la chaqueta de raso rojo, aunque no las lleve puestas. No, no estaba atento, pero esa palabra no la conocía, en ninguna lengua.
No me siguió la broma, pero no sería por respeto a ese Primer Ministro, yo sabía que también opinaba que era un mamarracho con chaqueta de raso y lentejuelas implícitas.
– Eso sería demasiado deducir, Jack. Así que no lo preguntes tampoco. Hablar de la CIA o del MI6 o el MI5 no supone pertenecer a ellos, ¿verdad? Es más, rara vez los nombran quienes están en ellos, como tienen prohibida la palabra 'Mafia' muchos mañosos, no toleran ni oírsela a otros, a civiles. Tampoco se te ha contratado para que deduzcas ni para que preguntes, así que puedes ahorrarte esas tareas, las haces gratis. O guardártelas para ti, si es que te tientan. Pero a mí no me fastidies, no me marees.
Esta vez se me hizo antipático, impertinente. 'But don't piss me off, don't pester me', algo por el estilo dijo, y le salió con gran desprecio. A mí no me costaba nada recuperar el cabreo, de hecho el de fondo no se me iba a pasar en mucho tiempo y nunca se me iba a olvidar el mal trago, el sentimiento de miserabilidad y abuso que me había infundido, de impotencia y de chulería y aun de fascismo analógico. Si es que era analógico: me había hecho acordarme de la cuadrilla de requetés o de falangistas que había toreado a un hombre en un campo de Ronda, en el remoto octubre o septiembre del 36. Me tocó las narices y le devolví la moneda.
– Me ibas a dar una explicación -le dije-. De lo de la maldita espada. Los Kray y todo eso. ¿Qué es lo que aprendiste tan importante, a ser como El Zorro? ¿D'Artagnan, Gladiator, Conan el Bárbaro, Espartaco? ¿El Príncipe Valiente, los Siete Samurais, Aragorn, Scaramouche? ¿O Darth Vader? ¿Cuál es el modelo?
Volvió a apoyar las manos sobre el volante trabado. Ladeó la cabeza hacia mí, hacia su izquierda, con la poca luz -y era toda lunar- los ojos se le veían negros y opacos, como nunca se le apreciaban; o era efecto de la dominancia de sus pestañas, largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón. Yo soy varón, pero tampoco las tengo cortas ni ralas. Se rió un poco, con más ganas ahora, mi salida le había hecho gracia. Una vez más yo le hacía gracia, es el mejor salvoconducto para librarse de casi cualquier cosa (no de las inquinas ni de las venganzas, pero sí de las represalias y las amenazas coléricas, y eso es mucho).
– Sí, ríete ahora, Iago -me dijo, me llamaba así cuando quería picarme, en tono de zumba. Y a continuación se puso más serio-. Ríete, pero hace una hora, cuando tenía la espada en la mano, estabas tan aterrorizado como ese Garza -lo pronunció a la inglesa, le salió 'Gaatsa'-. Y si yo me bajara ahora del coche, fuera al maletero y la cogiera de nuevo, te volverías a morir de miedo aquí mismo; y si te la levantara saldrías corriendo hasta tu puerta y maldiciendo la existencia de las llaves, que hay que sacar de un bolsillo e introducir en una ranura, no es fácil acertar cuando la vida depende de eso y está uno desesperado y sin aire. Uno nunca llega a tiempo. Yo te habría alcanzado, antes de lograr abrirla. O de poder cerrarla dejándome fuera a mí con mi espada, la hoja habría cabido por la rendija y te habría impedido el portazo. Hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Ilíada. -Se detuvo un momento y miró hacia mi portal, lo señaló con el dedo como si ambos pudiéramos ver, desdoblados, la escena hipotética que describía, un hombre corriendo hasta allí como loco, salvando los escalones de un salto e intentando introducir una llave, completamente desencajado; y tras él otro con una 'destripagatos' de doble filo en la mano, con una lansquenete empuñada y en alto. Sí sentí un estremecimiento, procuré disimularlo. Me desconcertó su mención de la Ilíada-. Es el miedo, Jack. El miedo. Una vez te dije que es la mayor fuerza que existe si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple. Entonces puede sacarle uno provecho y utilizarlo en su beneficio, y llevar a cabo proezas que ni en el sueño más fatuo, combatir con gran coraje, o resistirse, y hasta vencer a uno más fuerte. Las madres en primera línea con sus niños bien cerca, serían los mejores guerreros en las batallas, os lo tengo dicho. Por eso hay que ser cuidadoso con el miedo que uno mete, porque se le puede volver en contra. El que uno mete ha de ser tan terrible que no haya lugar a asentarlo, a incorporarlo, a adaptarse ni a consentirlo, que no pueda haber una estabilización ni una pausa para convivir con él, ni un segundo, para encajarlo y hacerle sitio, y así cejar un instante en el agotador esfuerzo por ahuyentarlo. Eso es lo que paraliza y desgasta, y consume toda energía, la incomprensión, la incredulidad, la negación, la lucha. Y si la lucha ya no es esa (que es baldía), entonces las fuerzas vuelven aumentadas. Nadie piensa que va a morir, ni en la situación más adversa, ni en la más negra de las circunstancias, ni ante la irrefutable inminencia. Así, el miedo que uno mete o infunde no debe ser conocido, ni casi ser imaginable. Si es un miedo convencional, previsible, o cómo decirlo, trillado, el que lo padece será capaz de entenderlo, de ganar tiempo y con él costumbre, y quizá después de acometerlo. No se le pasará, no va a perderlo, no es eso: ese miedo seguirá activo, acuciándolo y atormentándolo, pero podrá asumirlo parcialmente, podrá resituarse y discurrir algo; y se discurre a toda velocidad bajo su dominio, la imaginación se agudiza y aparecen soluciones, irrealizables o no, abocadas o no al fracaso, pero en todo caso se vislumbran, la mente se pone alerta y con ella todo el resto. Uno salta una tapia que parecía infranqueable en cualquier otro momento, o huye durante horas corriendo cuando antes habría dicho que no contaba con fuelle ni para cazar a la carrera el autobús que se marcha. O empieza a hablar, a interesar, a contar y a argumentar, a entretener al que lo amenaza y ver si así lo disuade, cuando toda la vida uno ha sido negado para la elocuencia y no es capaz de lograr ni que el camarero de un bar lo atienda. La gente con miedo se transforma, si se le da tiempo a que prevalezca en ella no ya el mero instinto, sino el ingenio raudo de la supervivencia.
Y Tupra se calló, ya no era Reresby indudablemente, paró su disertación, debía de tener bien estudiado el miedo, y bien probado, y bien vivido, y eso sería por el mucho uso de él que habría hecho en su vida, aquí y allá, quién sabía, en sus misiones y correrías de campo o sobre el terreno, en todas partes hay insurrectos y más si se está al servicio de un viejo Imperio ya en ruinas y además en retirada, que ya deja sólo destacamentos muy recios para hacer acopio y traspasar poderes y organizar salidas no del todo deshonrosas, los venideros negocios y las salidas tardías. Se me cruzó el pensamiento siniestro de que pudiera haber torturado y visto ahí tanto pánico, como Orlov y Bielov y Contreras a Andreu Nin en su día (el primero en realidad Nikolski y el tercero en realidad Vidali, y luego Sormenti en América: también Tupra tenía sus alias), en un sótano o cuartel o casa o prisión u hotel de Alcalá de Henares, allí en la colonia rusa donde había nacido Cervantes; un informante sombrío y no especificado sugería que lo habían desollado vivo, aquellos tres camaradas; pero me daba tanto miedo esa versión o idea que la rechazaba de plano sin más motivo que ese, mi incredulidad o lucha contra ese miedo, lo mismo que rechacé en seguida el pensamiento siniestro sobre Tupra mi camarada, al fin y al cabo era alguien a quien veía casi todos los días, los laborables al menos, durante aquel tiempo mío de Londres.