– ¿Qué estudios hiciste en Oxford, Bertram? -le pregunté de pronto, aunque lo más seguro es que no fuera el momento, sobre todo cuando había habido tantos otros (y habría) en nuestras sesiones y diálogos y pausas de vacilación o matiz y tiempos muertos, para interesarme por eso. La verdad es que lo ignoraba porque nunca lo había hecho antes, interesarme hasta preguntarle, y eso que es uno de los primeros temas a que se recurre en Inglaterra con vistas a romper el hielo entre desconocidos y aun entre colegas. Así era cuando coincidía con algún don oxoniense fuera de las actividades docentes o administrativas, tomando un café en la Senior Common Room de la Tayloriana, entre clase y clase, o entre conferencia y seminario; así como en las infernales high tables o alzadas mesas de los treinta y nueve colleges (elevadas cenas, y además eternas), en las que uno podía verse sentado, inmóvil durante varias horas, al lado de un economista joven que sólo fuera capaz de hablarle sobre un raro impuesto inglés a la sidra, vigente entre 1760 y 1767, y del que había versado su tesis (es un ejemplo real, de mi antigua experiencia, Halliwell se llamaba aquel festival de hombre), y eso gracias a haber yo avanzado con cortesía la frase inaugural y condenatoria a un tiempo: 'What is your field?', literalmente '¿Cuál es su campo?' y en realidad '¿Cuál es su especialidad?' o '¿A qué se dedica?', o allí podía también ser '¿Qué es lo que enseña?'. Cualquier variante era inoportuna para interrumpir a Tupra en medio de un discurso sobre la espada.
Si aún recuerdo hasta a aquel Halliwell, obeso y bermejo y con un bigotito militar pero ralo, cómo no voy a recordar a todos los otros de aquel periodo, al viejo portero Will de ojos limpios y claros que deambulaba a través del tiempo, y a Alec Dewar el Matarife, el Destripador, el Inquisidor o el Martillo -the Butcher, the Ripper, the Inquisitor o the Hammer-, abnegado profesor dickensiano bajo su aspecto fiero y sus apodos injustos; al beodo Lord Rymer reaparecido ahora y con su sobrenombre justo -the Flask, la Frasca-, y al chismoso eslavista Rook, hombre de cabeza gruesa y cuerpo tenue -un cabezón, en suma- que presumía de una amistad con Nabokov y llevaba mil años traduciendo Anna Karenina como se debía, sin resultados visibles; al matrimonio Alabaster, que solía espiarme en vilo por el circuito televisivo de su librería anticuaría cuando yo bajaba a su sótano a husmear entre el polvo, y al jefe de mi departamento Aidan Kavanagh, al que alguna vez vi con chaleco, como a mi jefe Tupra siempre, sólo que sin camisa debajo o con una extraña sin mangas; a la chica gorda llamada Muriel -pero al final no era gorda- con la que pasé una noche y basta, y que me dijo vivir entre el río Evenlode y el río Windrush, en la vecindad de lo que fue una vez bosque, Wychwood Forest; a la florista gitana Jane con sus botas altas, y a Alan Marriott con su perro dócil de tres patas, que me había visitado con su dueño una mañana, como muchos años más tarde el pointer blanco de Pérez Nuix con la suya, una noche entrada; a mi mejor amigo Cromer-Blake, mi guía en la ciudad y quien allí me había hecho las veces de figura paterna y materna, alternativamente sano y enfermo durante mi estancia y muerto cuatro meses después de mi marcha (todavía yo guardo sus diarios), y a la autoridad Toby Rylands tan parecido a Wheeler pero aún sin el parentesco, y que quizá me había metido ya en esto mediante un informe escrito entonces, y archivado por si acaso; a la joven de pies rítmicos y bien calzados, y de tobillos perfeccionados, a la que no osé hablar con la conmoción suficiente, la que sentí en su presencia, en un trayecto tardío desde la estación de Didcot, y a Clare Bayes, mi amante. Toda esa gente estuvo en mis días antes que la propia Luisa, a la que tan sólo conocí a mi vuelta. Si yo no había dejado allí huella, en Oxford, sí había quedado en mí la de aquel tiempo. Como quedaría probablemente la de este otro periodo de mi soledad londinense, por mucho que pasara un día a parecerme una ensoñación no vivida, rebajada de sus consecuencias, y yo pudiera decir de todo ello los versos de Milton modificados, cada mañana: 'Desperté, se deshizo ese tiempo, y el día devolvió mi día'.