No, no era del todo cierto que no contara lo de ahora, cuando trabajaba en un país extranjero y un edificio sin nombre para no sabía quién, o sólo a veces, según me había explicado la joven Pérez Nuix en mi casa. Y a la vez que le pregunté eso a Tupra en el coche, qué estudios había hecho en Oxford, eché un vistazo hacia arriba, hacia mi ventana encendida tras de la cual ya iba ansiando encontrarme: habría ofrecido el mismo aspecto mientras ella dudaba en la calle si llamar o no a mi timbre, y también luego, mientras estuvo allí dentro en la noche de lluvia sostenida y fuerte, aposentada, hablando y aun disertando, y pidiéndome el mal favor que al final le concedí, a los pocos días, y que ahora me hacía sentirme en callada deuda con Tupra -o era deuda secreta y atormentada- y me frenaba en mi enfado o casi ira, no podía asumir lo que Reresby había hecho y no hecho -lo que yo había creído que haría- en aquel reluciente lavabo para los tullidos, era su término, en el que quizá había dejado uno más, quién sabía, y había estado a punto de dejar un cadáver ante mi vista, un decapitado en mi presencia.
– Opté por historia medieval, dentro de Historia Moderna -me contestó con la expresión conocida, 'I read medieval history'-. Pero nunca me he dedicado a ello, esto es, profesionalmente. ¿Por qué lo preguntas?
Me dio tiempo a pensar, sin tanta formulación como la que sigue ahora: 'Qué lástima no haberlo sabido. En vez de vapulearlo, podía haber hecho buenas migas y hasta pareja con De la Garza, como gran conocedor que es éste de la literatura medieval chic fantástica. Al menos algo más de merced le habría tenido'.
– Ah, entonces es una añoranza, lo de la espada. Una fantasía de juventud, puede ser eso -dije en cambio.
No le sentó bien mi ironía en principio, torció el gesto y oí un chasquido de impaciencia, la lengua contra los dientes: después de mi triple fallo con su apellido no debía de considerarme en situación de hacerle reproches ni chanzas.
– Puede ser, esa Historia me gustó siempre, tanto como la Historia Militar que estudié más tarde -me contestó con calma, al fin y al cabo era hombre capaz de verle la gracia a lo que podía tenerla-. Pero no desdeñes nunca las ideas imaginativas, Jack, a ellas se llega sólo después de mucho pensamiento, de mucha reflexión y mucho estudio, y de notable atrevimiento. No están al alcance de cualquiera. Sólo de los que vemos y aun así seguimos mirando. -'Ese es un don hoy rarísimo, cada vez más infrecuente', me había explicado Wheeler a la mesa del desayuno, 'el de ver a la gente a través de ella misma y directamente, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni tampoco mala, sin esforzarse.'-. Como tú y yo, como Patricia y Peter. -Y éste había añadido: 'Es en eso en lo que tú podías ser como nosotros, Jacobo, según Toby, y yo estoy ahora de acuerdo. Los dos veíamos así, nosotros. Veíamos. Con ello prestamos servicio. Y yo sigo todavía viendo'. Así se refirió Tupra a la joven Pérez Nuix, por su nombre de pila, la verdad es que así solía él llamarla, o bien Pat, por el diminutivo, lo mismo que a Wheeler se le escapaba decir Val a veces, cuando rememoraba a su esposa Valerie, de cuya muerte temprana había preferido aún no contarme ('Si te parece, si no tienes inconveniente', había casi susurrado, como si me pidiera un favor, el de permitir que callara). Esos casos no tenían el mismo valor que cuando Tupra o la señora Berry me llamaban a mí Jack, eso era por comodidad y aproximación fonética a mi verdadero nombre Jacques, más que Jacobo y que Jaime, aunque ya nadie lo usara. Y a continuación prosiguió o concluyó lo que había venido ilustrando-: Ese miedo atávico es tan tremendo, Jack, que si alguien contemporáneo ve hoy cernirse sobre su cabeza una espada, o que una espada apunta a su pecho, en el momento en que desaparezca ésta de escena y vuelva de nuevo a su funda, dará tales gracias al cielo que cuanto le caiga a partir de entonces lo dará por bueno y lo encajará sin resistencia; no sólo sin defenderse, sino con inmenso alivio. Casi con agradecimiento, porque ya se habrá rendido antes del primer golpe, al haberse dado por muerto. Y hará cualquier cosa que uno quiera: traicionará, delatará, confesará la verdad o inventará una mentira, deshará lo hecho y se retractará de lo dicho, renegará de sus hijos, pedirá perdón, pagará lo que sea, se dejará maltratar o aceptará sin rechistar el castigo. Sin oposición y sin regateo. Porque ya te digo que esa arma sólo es hoy concebible para ser utilizada, no para amenazar sin más, ni para mantener quieto a alguien, ni para amagar con ella. Para eso valen una pistola y hasta una navaja, nadie se molestaría en cargar con algo tan incómodo, con semejante engorro, si no fuera a hacer uso de ello, o eso es lo que va a creer siempre el que se la ve ya encima. Por eso los Kray daban tanto miedo, desde sus inicios, cuando sin embargo carecían de auténtico poder y fuerza para darlo tanto y no eran más que unos principiantes, unos advenedizos: porque aparecían con sus sables en cualquier sitio, y los empleaban. Daban tajos, daban sablazos, ya lo creo que los daban, en pleno Londres. Y ese pánico se siguió sucediendo y se quedó ya para siempre, una leyenda, el que ellos causaban con su violencia arcaica de tiempos más bárbaros. Reconócelo, Jack, hasta tú mismo recuperaste el aire cuando quité de en medio la espada. Y todo lo que vino después te pareció bienvenido, ¿fue así o no fue así, Jack? Reconócelo.
Tenía que reconocerlo, pero no lo hice para sus oídos. Que además se jactara me resultó insufrible.
– ¿Y de qué se trataba esta vez, Bertram? -le pregunté en cambio-. Tú al final no la has utilizado, maldita sea, sólo has amagado por suerte, y no sé de qué te ha servido, ni desenvainarla y aterrorizarnos con ella ni lo que ha venido luego, el resto. No he visto que a De la Garza aprovecharas para interrogarlo, ni que quisieras sacarle nada, ni que le exigieras disculpas, ni que lo obligaras a deshacer nada hecho ni a soltar dinero. ¿Qué buscabas, si puede saberse? ¿Asustarme a mí? Ha sido gratuito e innecesario. Ha sido un descomunal abuso. No hacía falta una lansquenete de doble filo. Ni medio ahogarlo en un retrete. Ni machacarlo contra esa barra. A menos que se tratara de algo sin más finalidad que el castigo, por haberte entorpecido. Ese hombre es un gran capullo, de acuerdo -me vino a la lengua ahora 'asshole', como equivalente-, pero es inofensivo. No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. Y menos si me involucras a mí en ello.
Tupra volvió a invadir con sus rizos mi lado del coche, un momento, para mirar de nuevo por la ventanilla hacia donde yo había mirado de nuevo, quizá quiso comprobar que no se había dibujado de pronto ninguna figura en mi ventana encendida.
– Yo no hago eso -me dijo-. Y veo que entiendes de espadas. Sí, es una lansquenete o Katzbalger, auténtica -añadió con pedantería y un punto de orgullo-. Pero dime según tú: ¿por qué no se puede?
Me desconcertó aquella salida, hasta el extremo de no saber en el instante a qué se estaba refiriendo, pese a acabar yo de decir qué era lo que no se podía.
– ¿Por qué no se puede qué?
– Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho.
– ¿Cómo que por qué? ¿Qué quieres decir, por qué?
Mi desconcierto iba en aumento, y para las cosas más obvias no se tiene contestación, a veces. Las damos por descontadas de tan obvias, supongo, y uno deja de pensar en ellas, más aún de cuestionárselas, y así pasan décadas literalmente sin que les dediquemos un pensamiento, ni el más mísero y distraído. Por qué no se puede ir por ahí matando, era esa tontería lo que me preguntaba Tupra. Según yo. Y yo ahora no tenía respuesta para la tontería, o sólo tontas y pueriles, heredadas y nunca alcanzadas: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque es pecado, porque es malo. Era seguro que él me estaba preguntando más allá de todo eso. No me contestó en seguida. Vio que no sabía responderle, o no con prontitud al menos. Sacó otro Rameses II, ahora volvió a no ofrecerme, lo consideraría un despilfarro, dos tan cercanos; se lo llevó a los labios, no lo encendió aún, y en cambio hizo girar la llave y puso el motor en marcha. No creí ni durante un segundo que fuera para invitarme a bajar, para despedirme por fin y ya marcharse. El tampoco soltaba las presas, ni dialécticas ni de ninguna clase.