– Espero que efectivamente nadie te aguarde arriba, lo espero por ella -dijo entonces, y levantó el índice hacia el techo y luego miró el reloj; yo miré el mío en ademán casi reflejo, mimético: no, no era muy tarde a pesar de todo, ni siquiera para Londres, y en Madrid cualquier noche habría estado tan sólo mediada, las fiestas en su apogeo-; porque todavía no va a ser hora de subir a verla. No es demasiado tarde, pese a todo, y mañana puedes no ir a trabajar, si quieres. Pero conviene que hablemos un poco más de todo esto, veo que te lo has tomado muy mal, demasiado, te explicaré por qué sí hacía falta. Vamos a ir a mi casa un rato, no nos llevará más de una hora, hora y media. Quiero enseñarte allí unos vídeos, los tengo allí, no en el despacho, no son para que los vea cualquiera. También te contaré un par de episodios, alguno de historia medieval, precisamente. Te contaré de Constantinopla, por ejemplo. Quizá también algo de Tánger, no tan antiguo, aunque ya de hace unos siglos. Y mientras llegamos, vete pensando algo más lo que has dicho. Para explicarme por qué no se puede.
Me había quedado callado, tras no encontrar respuesta a su pregunta tonta. O a lo mejor no era tan tonta y ninguna respuesta era fácil. No me pareció que pudiera negarme. Y además no tenía sentido, después de cuanto ya llevábamos recorrido, aquella noche.
– Sé lo que ocurrió en Constantinopla, en 1453 -dije a falta de palabras. Hacía muchísimos años, antes de vivir en Oxford, había leído un maravilloso libro de Sir Steven Runciman, que no era de Oxford sino de Cambridge: The Fall of Constantinople 1453, sobre esa caída de Constantinopla. Tampoco era verdad que supiera aún lo ocurrido, no lo recordaba, uno lee y aprende y se olvida luego, si no sigue leyendo, si no sigue pensando.
– Ya -contestó Tupra, o ‘I see', fue lo que dijo-. Pero te contaré también de un poco antes.
Arrancó, dio la vuelta a la plaza para salir de ella en dirección al norte. No sabía dónde vivía, pensé: 'Quizá en Hampstead'. Volví a mirar hacia mis luces con la cabeza vuelta, también hacia las del bailarín confiado. Tupra miró de reojo mis dos miradas. Seguía todo encendido, los ventanales danzantes, mi silenciosa ventana. La mía tenía que seguirlo por fuerza, y así seguiría hasta que yo volviera, con Tupra nunca se sabía a qué hora se regresaba. Y por mucho que él se empeñara, por suerte, no había nadie en la casa, esperándome, que pudiera apagar nada en mi ausencia, mientras yo no estaba. Nadie tenía mis llaves, y allí nunca me esperaba nadie.
Julio de 2004
(Fin del Segundo Volumen de Tu rostro mañana)
Javier Marías