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– ¿Qué quieres decir, a quien le haya solicitado el informe? -Esa fue mi segunda y preliminar pregunta-. ¿Qué quieres decir, al cliente? Creía que no había más que uno, siempre el mismo; aunque con diferentes rostros, no sé, la Armada, el Ejército, tal o cual Ministerio o tal Embajada, o Scotland Yard, o la judicatura, o el Parlamento, no sé, el Banco de Inglaterra o incluso Buckingham. Quiero decir el Gobierno. -Iba a haber dicho 'los Servicios Secretos, el MI6, el MI5', pero todo eso en mis labios se me anticipó ridículo, así que lo sorteé y lo sustituí sobre la marcha-. O la Corona, en fin, El Estado.

Me pareció que la joven Pérez Nuix tampoco deseaba entretenerse en eso, había soltado su parrafada primera sin contar con el efecto lateral de mis curiosidades. Quizá formulaba su petición por etapas calculadamente -tal vez me acostumbraba de antemano a ella: que me hiciera a la idea en varias fases, lo fundamental de esa petición ya estaba claro; o era la índole-, pero no querría que se le extraviara entre inesperadas cuestiones de procedimiento y prolegómenos y explicaciones largas.

– Bueno, es así por lo general, tengo entendido, pero hay excepciones. Sólo de vez en cuando sabemos para quién informamos exactamente, a quién sirve lo que interpretamos. Lo que dictaminamos. Quiero decir nosotros, Tupra imagino que lo sabrá o lo deducirá casi siempre. O puede que ni siquiera tanto, algunos encargos le llegan por intermediarios de intermediarios, seguro, y él no hace preguntas si no está en condiciones de hacerlas sin crear suspicacias ni ocasionarse perjuicio. Y eso lo distingue bien, cuándo; lleva la vida entera midiéndolo. Pero se lo olerá, supongo, de quiénes vienen cada vez los encargos. Él ve a través de las paredes. Rastrea los orígenes. Es muy listo.

– ¿Significa eso que a veces trabajamos para… particulares? Por así decirlo.

La joven Pérez Nuix hizo con los labios un gesto que era mitad de fastidio leve y mitad de paciencia que se imponía a sí misma, como si encajara sin resistencia el contratiempo de tener que detenerse en aquello a la postre, velis nolis o sin duda nolis, muy en contra de su preferencia. Yo tenía la ventaja de dirigir la charla, de abreviarla o demorarla o desviarla o interrumpirla mientras su solicitud no estuviera completa, o aún más lejos, mientras no hubiera sido aceptada ni rechazada. Sí, durante el eterno o eternizado 'Veremos'; sí, hasta el 'Sí' o el 'No' ya pronunciados, a ella le estaría casi vedado contrariarme en nada. Ese es uno de los poderes efímeros del que concede o niega, la compensación más inmediata por verse envuelto, la cual sin embargo suele pasar factura a su vez más tarde. Y por eso a menudo, para que el dominio dure, la respuesta o decisión son retrasadas, e incluso a veces no llegan. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido contrario, vi iniciársele la carrera en las medias a la altura de un muslo, ella tardaría bastante más rato en descubrírsela, pensé (no miraban sus ojos donde los míos), y para entonces su magnitud quizá la hiciera sonrojarse. Pero yo no iba a advertirla ahora, habría sido una impertinencia o eso me pareció en primera instancia. Tenía grato color en principio, el muy poco de muslo que le quedó ya al descubierto.

– ¿Importa eso mucho? -preguntó; no a la defensiva, sino como si nunca antes se lo hubiera planteado y se lo preguntara por tanto también a sí misma-. Trabajamos para Tupra siempre, ¿no? En todo caso. El nos contrata, él nos paga. Es a él a quien rendimos cuentas y a quien prestamos servicio directamente, confiando en que hará de él el uso que más convenga, o bueno, eso lo doy por descontado, supongo. O quizá es que considero que no me incumbe, no sé. Al empleado de una fábrica de vehículos no le incumbe lo que acabe resultando de los tornillos que pone o del motor que construye junto con sus compañeros, por decir algo: si será una ambulancia o un tanque, ni a qué manos vaya a parar luego el tanque, si es un tanque.

– No me parece que sean cosas equiparables -dije y no dije más. Prefería que ella siguiera argumentando, era yo quien conducía como solía conducir Peter Wheeler cuando él y yo conversábamos, o Tupra cuando me azuzaba, o me interrogaba, o me forzaba a ver más y entonces me sonsacaba.

– Bueno, cómo me quieres que diga. -Sí, a veces había algo extraño o medio inglés en sus giros, casi nunca mera incorrección, sin embargo-. Ir más allá sería como si un novelista se preocupara no por el editor a quien entrega su novela para que la divulgue lo más que pueda, sino por los compradores posibles de lo que éste publica bajo su sello. No habría forma de seleccionarlos, ni de controlarlos, ni de conocerlos, y sobre todo no serían de su incumbencia, del novelista. Él mete en su libro historias, tramas, ideas. Malas ideas, tentaciones si quieres. Pero lo que de ellas surja, lo que desencadenen, eso ya no es asunto ni responsabilidad suya, ¿no? -Se detuvo un instante-. ¿O según tú sí lo sería?

Parecía sincera -o es auténtica-, quiero decir que parecía estar pensando lo que decía al tiempo que lo formulaba, con algo de inseguridad, de vacilación, con algo del acontecer en ello, también de esfuerzo (el esfuerzo de pensar de veras, no más que ese, pero ese es cada vez más infrecuente en el mundo, como si el mundo entero recurriera ya casi siempre a unos cuantos recitados al alcance de cualquiera, hasta de los más iletrados, una especie de infición del aire).

– Tampoco estoy seguro de que esa comparación sea acertada -le contesté, y ahora sí la acompañé un poco en su esfuerzo-, porque nuestros informes no son públicos sino más o menos secretos, entiendo; no están en todo caso a la vista de cualquiera ni se venden en los comercios; y además hablan de gente, de personas reales que nadie ha inventado ni puede por tanto hacer desaparecer ni cortar en seco al capítulo siguiente, y para las que no sé si lo que decimos tiene mucha o poca trascendencia, si les causa gran daño o les trae gran beneficio, si les impide o les permite algo crucial, si posibilita o echa a perder sus planes, que para ellas serán importantes, quizá vitales. Si les soluciona o les arruina el futuro, el inmediato al menos (pero del inmediato depende el lejano, así que acaba dependiendo también todo el resto). Y bueno, no es lo mismo informar a la Corona, al Estado, que a un particular cualquiera, yo creo.

– Ah lo crees -dijo ella. No con ironía (aún no podría habérsela permitido), quizá sí con sorpresa-. ¿Y en qué ves la diferencia?

Ah sí, en qué la veía. Su pregunta me hizo sentirme de pronto ingenuo, absurdamente más joven que ella o más inexperto (era más nuevo, me había dicho), y se me convirtió en algo difícil de contestar sin parecer demasiado idiota, un pardillo. Pero no me quedaba sino intentarlo; yo la había propiciado, no podía retirar mi observación vencida a las primeras de cambio, no podía conceder sin más: 'Tienes razón', decirle. 'No hay diferencia ni yo puedo verla.'

– Al menos en la teoría -dije protegiéndome al máximo-, el Estado vela por el interés común, por el del conjunto de los ciudadanos, no ha de tener otro que ese. Al menos en la teoría -insistí: creía poco en lo que decía, según lo iba diciendo, y por eso me salía lento; no se le pasaría a ella por alto-, es sólo un intermediario, un intérprete. Y sus componentes, circunstanciales siempre, no están sujetos a pasiones propias, individuales, privadas, ni por lo tanto a bajas ni a elevadas. Cómo decir: son representantes, una parte del todo, nada más que eso, y sustituibles, intercambiables. Han sido elegidos allí donde suelen serlo, y lo son en nuestros países, dentro de lo que cabe. Se supone que obran por el bien general. Tal como lo entiendan ellos, claro. Y pueden equivocarse, cierto, y aun fingir equivocarse para disfrazar de error su provecho particular y egoísta. Eso ocurre desde luego en la práctica y quién sabe cuánto. Quizá sin pausa y en todos los sitios, desde las cloacas hasta Palacio. Pero hay que presuponerles la buena fe, la teórica, o si no no podríamos vivir en paz nunca. No la hay sin el sobreentendido de que nuestros Gobiernos son legítimos, incluso rectos, porque lo son nuestros Estados. (O sin esa ilusión, si prefieres.) Así que uno les presta servicio desde esa buena fe teórica, que también lo alcanza o lo envuelve o lo ampara a uno en su misión, en sus funciones, o en su mera aquiescencia. Y en cambio no serviría a un particular cualquiera sin antes saber bien quién es, qué pretende, qué se propone, si es un criminal o un hombre justo. Y a qué fines contribuirá nuestro esfuerzo.