Cuando regresé con mi copa y unas aceitunas y unas patatas fritas de bolsa en sendos cuencos, la pillé inspeccionándose la carrera. Desde el pasillo, antes de entrar, casi oculto a ella-me detuve y la espié unos segundos: uno, dos, tres; y cuatro-, la vi mirándosela y pasándole un índice con cuidado (acaso un índice ensalivado, o acaso con una gota de esmalte de uñas, como se ponían antiguamente las mujeres en el punto suelto para frenar el corrimiento, a ver si la media les aguantaba aparente al menos hasta volver a casa; aunque para frenar nada era ya tarde). Cuando volvió a tenerme delante, cruzada ella de brazos y también de piernas, no hizo referencia alguna al desperfecto indumentario, lo cual era extraño: habría sido el momento para sorprenderse, lamentarse y hasta disculparse si hubiera querido, por el aspecto teóricamente tirado que la raya le confería, a mí no me desagradaba ni me producía mal efecto, y aun me entretenía, observar con discreción su avance. Me pregunté cuánto más tiempo mantendría la ficción de no haberse enterado, y por qué la mantenía, aquello era ya indisimulable. Y entonces me vino por primera vez aquella noche -y por primera vez nunca- la idea de que no era sólo que no me descartase, sino que, sin palabras y sin rozarme, sin ni siquiera mirarme -o me miraba sólo de frente al hablarme, como si allí no hubiera más mirar que el del habla explicativa y neutra-, me estaba diciendo que podía suceder lo que sucedió finalmente, bastante más tarde y cuando no era de esperar, pese a la cercanía insistente de los dos en mi cama, que no era tan amplia: la abertura de la seda o nylon como símil y como promesa o anuncio, sus progresivas longitud y ensanchamiento, el no suprimirla ni ponerle remedio yendo al cuarto de baño a quitarse la prenda o incluso a cambiársela (conozco a mujeres que llevan siempre en el bolso un par de repuesto, y Luisa es una de ellas), el dejar la carrera ir creciendo e ir desnudando mayor superficie de muslo y pronto, posiblemente, alguna de la parte anterior de la pantorrilla, que nunca he sabido cómo se llama o si tiene nombre, quizá es garrón, quizá canilla, no le sienta bien ninguno; aunque esa zona la cubrían las botas, que sin embargo también se habían abierto fugazmente antes, por sus cremalleras, nada más llegar su dueña empapada y sentarse; sí, la carrera en la media como cremallera sin dientes, incivilizada y autónoma e incontrolable, con el elemento salvaje de lo que en realidad se rasga, sólo que este era un rasgado en el que no intervenía mi mano ni la de nadie, la tela se separaba sola y aun así quedaba pegada a la pierna, cubriendo y descubriendo al tiempo y marcando el contraste, avanzando en ambas direcciones la carne sin velo, hacia abajo y hacia arriba, hacia la rodilla suave y hacia el muslo alto, y casi todos los varones sabemos lo que se encierra o se abre al final de un muslo femenino alto. (Yo lo distinguiría sin querer más adelante -un pico oscuro- en el lavabo de mujeres de una discoteca, donde se me diría con desparpajo: 'You come and see' o 'Ven tú a verlo'.)
Me sentí algo avergonzado, casi violento, al darme cuenta de que se me estaban ocurriendo estos pensamientos, al pensar en ellos. Eran del todo inadecuados, me habían asaltado por relativa sorpresa, y lo malo es que una vez que una idea nos entra en la mente es imposible no haberla tenido y resulta muy arduo expulsarla o borrarla, lo mismo da cuál sea: quien concibe una venganza es muy probable que intente cumplirla, y si no puede por pusilanimidad, o por su vasallaje, o ha de esperar largo tiempo por las circunstancias, entonces lo más seguro es que viva ya con ella y que le amargue las duermevelas con su latido nocturno; si aparece una animadversión contra alguien, será extraño que no se traduzca en maquinaciones y difamaciones y actos de mala fe, de los que procuran daño, o que se queden ahí acechantes, en la retaguardia, exhalando inquina para el dilatado mañana; si surge la tentación de una conquista amorosa, lo normal será que el conquistador se ponga manos a la obra, con infinitas paciencia y urdimbre si le hacen falta, o que, si no se atreve, tampoco pueda desechar el proyecto hasta el lejano día en que se aburra de las inconcreciones y de su actividad sólo teórica o futuriza, es decir, imaginaria, y se le disipe la condensación que oprime sus despertares brumosos; si lo que se abre camino es la posibilidad de matar a alguien -o de mandarlo matar, es más frecuente-, será fácil que uno acabe averiguando al menos las tarifas de los sicarios, y se diga que estarán siempre ahí, y si no sus hijos, para recurrir a ellos cuando se venzan las vacilaciones y el anticipado remordimiento; y si se trata de un deseo sexual repentino, tan inesperado como los de los sueños, tan involuntario acaso, será difícil no sentirlo ya a cada instante, mientras no se satisfaga y quien lo enciende aún se nos muestre, aunque no se esté dispuesto a dar ningún paso para lograrlo ni lo vea uno factible en hora alguna de su existencia, la que nos queda por delante. La que nos queda por detrás ya no cuenta, para los anhelos ni las fantasías, y ni siquiera para la codicia. Ni para el lamento. Sí en cambio para las especulaciones.
Al recordar esto en casa de Tupra, en su confortable salón que invitaba a una confianza rayana en el apaciguamiento, me pregunté si no habría espiado la carrera y los muslos de Pérez Nuix aquella noche con los mismos ojos aprensivos y descontrolados de Sofía Loren hacia el busto blanco de Jayne Mansfield flotando sobre el mantel de un restaurante, sólo que con admiración y deseo en vez de con envidia y suspicacia. En ese caso ella lo habría notado, y además desde muy pronto (miradas así alertan al observado). Me serví mi copa y la joven me arrimó un poco la suya, no podía no llenársela sin resultar por ello paternalista o tacaño en vino, y cuan feas ambas cosas; así que dio comienzo a su tercera en seguida, sólo un sorbo moderado, al menos se comió un par de aceitunas y una patata. Juzgué que mi pensamiento había sido vanidoso e idiota, pero tuve el convencimiento de que había sido asimismo acertado, a veces también se acierta con lo idiota. 'Puede ser', pensé, 'puede que deje extenderse libremente su roto para señalarme un camino de improvisada lujuria y guiarme, pero cuidado: va a pedirme un favor, aún no lo ha hecho en detalle, seguimos en la fase en que no le es dado contrariarme y en la que ofrecerme algo le parecerá aconsejable, quién sabe si aun entregármelo aunque no haya habido exigencia mía al respecto ni insinuación tampoco, y que durará como mínimo hasta que yo responda "Sí" o "No", o incluso "Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo", o "Esto otro querré a cambio". Y sería natural que esta fase se prolongara aún más tiempo, durante varios días, hasta que yo hubiera cumplido de veras, con irreversibles palabras o hechos, más allá de la promesa o anuncio o de la posibilidad entreabierta de un "Déjame reflexionar" o un "Ya veremos" o un "Depende". Pero ella no me ha formulado su petición todavía, no del todo, y a mí, por lo tanto, no me ha llegado el turno de pronunciarme, de conceder ni negar, de dar largas, de hacerme de rogar ni de mostrarme ambiguo.'
– Sea como sea -continuó entonces la joven, en la mano otro de mis cigarrillos Karelias del Peloponeso-, una vez ampliado un campo es muy difícil volver a acotarlo, sobre todo si no existe verdadera voluntad de hacerlo. Qué me quieres que diga. -Sí, Pérez Nuix hablaba muy bien las dos lenguas ('acotar' no es tan frecuente), pero de tarde en tarde se le escapaban anglicismos raros al utilizar la mía, o la de ambos-. Uno abre una rendija, y si fuera hay un vendaval, luego no hay manera de cerrarla. Lo que crece no está dispuesto a disminuir, sino a expandirse, y casi nadie renuncia a los ingresos que está en su mano ganar, aun menos si ya ha probado a ganarlos y está acostumbrado a ellos. Los agentes de campo fueron pioneros en aceptar encargos externos durante la etapa de vacío de actividades, llamémosla así aunque no es muy exacto, y no te creas que ni siquiera ahora, cuando todo ha vuelto al rendimiento pleno, se los recompensa con salarios muy altos, la mayoría no cobra más que tú o que yo, y eso es poco, o así lo sienten, para los riesgos que corren a veces y el tiempo que emplean en averiguar un dato nimio. Muchos tienen familias, muchos contraen deudas, se pasan largas temporadas de viaje y no todo es a cuenta ajena. Se les pide que justifiquen sus gastos, y hay ocasiones en que no es posible: cómo va a firmarte un recibo alguien a quien sobornas, o a quien pagas por un soplo, los delatores, los confidentes, los topos, o a quien te hace cualquier chapuza o te cubre o te esconde, no digamos los matones que se contratan sobre la marcha para salir de un aprieto o quitar obstáculos de en medio, o aquel a quien compras para que te perdone la vida, el único medio puede ser superar la cantidad ofrecida por el que le encargó matarte, una especie de subasta. Cómo te van a presentar facturas. La burocracia financiera es irracional, contraproducente, absurda, no ayuda nada, es un fardo, y entre esos agentes cunde siempre el descontento, tienen la sensación de que hacen más de lo que se les reconoce, de que se ensucian las manos y a menudo llevan una vida perra por proteger a una sociedad que ignora no sólo sus sacrificios y sus valentías y sus salvajadas ocasionales, sino, por definición o principio, hasta sus nombres. Los ignora hasta cuando mueren en acto de servicio, está prohibido revelarlos, ya sabes, así lleven décadas criando malvas. Es gente que se deprime y que se pregunta a diario por qué está metida en esto. No son individuos abnegados o meramente patrióticos, a los que les basta saber que hacen el máximo por su país sin que se entere nadie, ni sus amistades ni sus vecinos ni siquiera sus familias, las más de las veces. Eso es de otra época, o de las edades ingenuas que se dejan atrás pronto. Quizá algunos fueron así al comienzo, cuando se enrolaron; pero te aseguro que esa satisfacción íntima no dura, llega un día en que todo el mundo ansia prosperar y necesita el agradecimiento, la palmada en la espalda, el halago, ver mencionados su nombre y sus méritos, sólo sea en un comunicado interno de la empresa para la que trabaja. Y ya que eso no lo hay, quieren dinero al menos, holgura, algún lujo, vivir bien cuando libran, dar lo mejor a sus hijos, hacer buenos regalos a sus mujeres o a sus maridos, costearse amantes y lograr que no los abandonen, si uno no está muy disponible ha de poder compensarlo y las compensaciones cuestan pasta, divertirse es caro, complacer es caro, presumir es caro, gustar es caro. Quieren lo que todo el mundo en un mundo en el que ya no hay disciplina, y así no miran demasiado de quiénes vienen las tareas extra. Y como los jefes tampoco desean que se les pongan en contra esos agentes de los que dependen, pasan por alto estas misiones ajenas, cuando llegan a su conocimiento, y luego algunos acaban por transitar la misma senda. ¿Por qué crees que tú y yo cobramos tanto, comparativamente? Es poco para un agente de campo, que puede estar ausente largo tiempo, sufrir ciertas penalidades o incluso jugarse el cuello, y que a lo mejor, en un caso extremo, ha de decidir si se lo rebana a otro hombre. Pero es mucho para lo que hacemos y para dónde y cómo lo hacemos, con horarios no muy rígidos y sin ningún peligro, con comodidad considerable, un cristal por medio y sin deslomarnos. -Volví a pensar que su léxico era abundante para lo que se gasta en España, sin duda de persona leída de literatura elevada, no como la rebajada de ahora, cualquier ignorante publica una novela y se la ensalzan: mis actuales compatriotas apenas si sabrían utilizar 'cundir', 'holgura', 'transitar', 'deslomarse'. Nunca había oído a Pérez Nuix hablar tanto ni tan seguido, era como si estuviera conociéndola de nuevo, una segunda impresión tan novedosa como la primera. Se detuvo un instante, bebió otro sorbo parco y concluyó-: ¿Cómo te figuras que vive tan bien Bertie y que tiene tanto? Claro que trabajamos todos para particulares particulares, de vez en cuando, sabiéndolo o no sabiéndolo, puede que con más frecuencia de la que creemos, ya te he dicho que en realidad no nos incumbe, cuando recibimos órdenes. Y además, ¿por qué no habríamos de hacerlo, por qué no aprovechar nuestras habilidades? Da lo mismo, Jaime, viene sucediendo a todos los niveles desde hace años y no importa gran cosa. No te quepa duda de que nada esencial cambia por ello, ni aumenta la inseguridad de los ciudadanos. Al contrario. Quizá al contrario. Cuantas más teclas toquemos, en más terrenos tendremos mano, en más los protegeremos.