Había quedado con Luisa aquella tarde: nos vemos dos o tres veces por semana, en esta tregua ya larga que nos estamos dando. Es más, ella tiene mis llaves y en ocasiones se adelanta, y entonces me espera ya instalada en mi casa, exactamente como creía Tupra que me esperaba alguien en Londres aquella noche del veneno y el baile, cuando allí nunca había nadie aguardándome, ni que pudiera apagar las luces cuando yo no estaba, mis luces encendidas siempre para no encontrarme todo a oscuras. Nadie tenía mis llaves y allí nunca me esperaba nadie. El portero me dijo: 'Está arriba la señora, su amiga. Ha subido un paquete que le han traído, se lo he dado'. El hombre ve algo marital en nosotros, pero no acaba de tenerlo claro, vacila. Yo le he dicho que Luisa es mi mujer, y aun así no se lo cree del todo, o acaso no entiende que en ese caso ella venga y se vaya.
Antes de abrir la puerta la oí tararear dentro, ahora canturrea a menudo y se vuelve a reír mucho, conmigo y sin mí, supongo, ya no me regatea sus risas y confío en que eso dure, a ser posible para siempre, es lo que pienso. Su vuelta no tiene nada que ver con la de Beryl con Tupra, según mis interpretaciones remotas y si en efecto volvieron, eso no llegué a saberlo nunca: aquí no hay interés, o no es espúreo, ni clandestinidad tampoco. Es indudable que a Luisa la beneficia y divierte que nos veamos así, de vez en cuando, que ya no vivamos juntos, aunque no sé si se cansará de esto algún día, empieza a dejar ropa en mi casa. Para mí están así bien las cosas, al fin y al cabo en Londres me acostumbré a estar muy solo, como me decía al principio Wheeler paternalmente, y a ratos necesito seguir estándolo, creo que no podría soportar la permanente compañía de nadie y no poder mirar nunca a solas el mundo desde mis ventanas, el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco. Abrí la puerta y vi sobre la mesa baja del salón el paquete que el portero le había entregado a Luisa, ella estaba en la cocina, seguía tarareando sin percatarse de mi llegada. Lo miré, venía de Berlín, zapatos de Von Truschinsky, al que, ya que tiene mis medidas, le continúo encargando algún par de tarde en tarde, son muy caros. Siempre me acuerdo de Tupra cuando los recibo, aunque nunca dejo de tenerlo vagamente presente, como si fuera un amigo con el que uno sigue contando -eso es extraño-, y al que puede recurrirse. No lo he hecho, de momento.
Aquella tarde lo tenía aún más presente, tras el encuentro mudo con Custardoy, con dos o tres animales por testigos indiferentes. Durante el camino hacia mi casa había pensado algo más, había pensado: 'El miedo que no quise infundirle a De la Garza cuando fui a su Embajada, el pánico que me repugnó inspirarle, me habría gustado verlo en cambio en la cara de Custardoy y en su comportamiento. A él se le pasó ya todo el susto, o si algo le queda -y algo debe quedarle por fuerza- no lo muestra. Nada sale como queremos o como prevemos, o quizá es que sigo siendo demasiado dubitativo, a Tupra nunca le habría sucedido algo así, él lo habría suprimido del cuadro cuando lo tuvo en el borde, y ahora yo tendré que vigilar sus ángulos, por si vuelve a deslizarse dentro, esta vez con espada o con lanza, aunque para eso quizá falte tiempo, porque el miedo nunca se pierde del todo, una vez que se lo conoce'. Aún me rondaban estos pensamientos. Luisa me notó taciturno, quizá algo preocupado incluso, respondí poco a sus bromas, vuelve a gastarme muchas.
– ¿Qué te pasa? -me preguntó-. ¿Te ha ocurrido algo?
– ¿Algo? -contesté entre suspicaz y absorto-. ¿Qué quieres decir? ¿De qué tipo?
– Algo malo, quiero decir.
Sí, me había ocurrido algo malo, y no, no me había ocurrido nada malo. Nada anómalo, en todo caso. A uno le hacen daño y se convierte en enemigo. O hace uno daño y se crea un enemigo. Basta con respirar, ambas cosas suceden mucho más de lo que nos imaginamos, a menudo sin querer y sin que nos demos cuenta, conviene estar atento y mirar los rostros, y aun así no nos enteramos demasiadas veces. Yo me había enterado bien aquella tarde, y enterarse ya es una ventaja. Pero a Luisa no podía decírselo, no podía hablarle de eso, no podía contarle mi encuentro. No nos hemos preguntado apenas sobre nuestro tiempo de separación absoluta, mejor no hacerlo. Ella no me ha hablado nunca de Custardoy, yo a ella tampoco, nunca sabré cuánto lo quiso o Cuánto lo temió. Es quizá lo único sobre lo que jamás le podré decir nada, ni siquiera cuando yo sea pasado o mi final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, porque creo conocer su rostro y me lo juego todo, hasta su manera de recordarme. Quizá por eso, y también porque yo estoy contento normalmente, tarareo o canturreo a veces como hace ella, y tengo una querencia a entonar o silbar aquella canción con tantos títulos, irlandesa o del Oeste ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', así suena o va la melodía siempre), "The Bard of Armagh, que vaticinaba: 'Y cuando me abracen los fríos brazos del Sargento Muerte'; o 'Doc Holliday, que primero se justificaba: 'Pero los hombres que yo maté deberían haberme dejado en paz', y después se lamentaba: 'Pero aquí estoy ahora solo y abandonado, con la muerte en mis pulmones me estoy hoy muriendo'; o ' The Streets of Laredo', cuya letra es la que mejor me sé y la que por tanto canturreo en voz alta o para mis adentros, quién sabe si como recordatorio, sobre todo esa estrofa que termina rogando: 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear'. O lo que es lo mismo en mi lengua: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'.
– No, nada malo.
Mayo de 2007
(Fin del Tercer y último Volumen de Tu rostro mañana)
Agradecimientos
A lo largo de la escritura de los tres volúmenes de Tu rostro mañana, unas cuantas personas me han echado una mano en algún momento: con un dato, una imagen, una palabra extranjera, una información histórica, una orientación geográfica, una indicación médica, un término taurino, unos versos, algún consejo que contribuyera a la precisión del relato, o bien guardándome las dos únicas copias del original (yo aún escribo a máquina) mientras éste permaneció incompleto. Son las siguientes: John Ashbery, Antony Beevor, Inés Blanca, Nick Clapton, Margaret Jull Costa, Agustín Díaz Yanes, Paul Ingendaay, Antonio Iriarte, Mercedes López-Ballesteros, Carme López Mercader, Ian Michael, César Pérez Gracia, Arturo Pérez-Reverte, Daniella Pittarello, Eric Southworth, Bruce Taylor y el Doctor José Manuel Vidal. A todos, mi más profundo agradecimiento.
Mención aparte merecen mi padre, Julián Marías, y Sir Peter Russell, que nació Peter Wheeler, sin cuyas vidas prestadas este libro no habría existido. Descansen ambos ahora, también en la ficción de estas páginas.
Javier Marías
Javier Marias