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– También hay quien echa una mano, en esas situaciones -murmuré sin el menor énfasis-. Hay quien ayuda a subir a otro al bote o quien lo saca de entre las llamas, jugándose la propia vida. No todo el mundo sale despavorido, a ponerse a resguardo. No todos dejan atrás a los desconocidos.

Y la vista se me quedó helada en las llamas. Cuando llegamos aún había rescoldos de un fuego anterior en la chimenea, y a Tupra le costó poco avivarlo, sin duda por gusto o por ahorrar en calefacción, la noté baja, les da por economizar así a muchos ingleses, no importa si están forrados. Eso significaba que tenía servicio o que no vivía solo, allí en su casa de tres pisos que en efecto estaba en Hampstead, el lugar era casi de lujo o al menos de adinerados, quizá ganaba mucho más de lo que yo habría supuesto (tampoco me había parado a pensarlo), no dejaba de ser un funcionario por alta que fuese su jerarquía, y yo no la hacía tan alta. Así que tal vez la casa no era de él sino de Beryl y la debía a su matrimonio aún no disuelto, o más bien al primero y a un divorcio ventajoso, Wheeler me había dicho que se había casado dos veces y que Beryl se planteaba reconquistarlo por no haber mejorado en ningún aspecto desde que se habían separado. O bien Tupra contaba con otras fuentes de ingresos aparte de su profesión conocida, o los extras que le aportaba ésta ('las gratas sorpresas frecuentes, y en especie', según Peter) excedían con mucho mi capacidad imaginativa. Me parecía improbable que hubiera heredado semejante casa del primer Tupra británico y aun del segundo, uno u otro habrían sido emigrantes de algún país de escaso rango. Aunque quién sabía, quizá el abuelo o el padre habían espabilado y habían amasado una fortuna rápida, todo puede darse, acaso sucia o de usura o banca que son lo mismo, esas vuelan como relámpagos sólo que se quedan y crecen, o eran ellos los que habían hecho gran boda, inverosímilmente a no ser que ya poseyeran la sabiduría irresistible con las mujeres y fuera ésta un legado de ellos a su descendiente.

Estábamos en un salón amplio que no era el único de la casa (había visto otro desde un pasillo, o era sala de billar tan sólo, tenía mesa con tapete verde), bien amueblado, bien alfombrado, con estanterías muy caras (eso yo sé calcularlo) y en ellas muy nobles libros costosos (eso lo sé yo ver de lejos, y de una sola ojeada), y divisé en las paredes un seguro Stubbs de caballos y lo que me parecieron un probable Jean Béraud de gran tamaño, escena de casino antiguo elegante, Baden-Baden o Montecarlo, y un posible De Nittis de dimensiones más discretas (pues también de eso distingo), escena de sociedad en el parque con purasangres al fondo, no creía que fueran copias. Alguien entendía allí de pintura o había entendido, alguien aficionado a las carreras o en general a la apuesta, y desde luego mi anfitrión lo era a aquéllas, como lo era al fútbol o al menos a los blues del Chelsea. Para adquirir tales cuadros no hay que ser multimillonario en libras ni en euros, pero sí le ha de sobrar a uno el dinero, o estar muy convencido de que va a seguirle entrando después de cada dispendio. El ambiente era más propio del hogar de un diplomático acomodado o de un profesor eminente para el que es prescindible su sueldo, de los que ejercen no tanto para ganarse la vida como para gozar de reconocimiento, que de un cargo del Ejército destinado a indefinibles y oscuras labores civiles, no olvidaba que las iniciales del MI6 y el MI5 significaban Military Intelligence; y entonces caí en la cuenta de que Tupra podía tener una graduación alta, Coronel, o Mayor, o tal vez Comandante o Capitán de Fragata como Ian Fleming y su personaje Bond, sobre todo si procedía de la Marina, del antiguo OIC que había dado los mejores hombres según Wheeler, el Operational Intelligence Centre, o de la NID que lo englobábanla Naval Intelligence División, poco a poco iba yo estudiando y enterándome de la organización y distribución de esos servicios en los libros que guardaba Tupra en su despacho y que en ocasiones yo hojeaba, cuando me quedaba solo hasta tarde en el edificio sin nombre o llegaba a él temprano para adelantar o completar algún informe, y entonces podía encontrarme a la joven Pérez Nuix secándose el torso con una toalla, porque había pasado allí la noche o eso es lo que me decía.

Fijé los ojos cansados en el fuego que Reresby había encendido y que contribuía no poco a hacer de su salón un lugar de cuento o de encantamiento, me vino a la memoria la imagen del Londres más acogedor y en realidad infrecuente si es que no nunca existente, cómo decir, el de la casa de los padres de Wendy en la versión de Peter Pan de Walt Disney, con sus cristaleras cuadriculadas por listones de madera lacada en blanco y sus estanterías igualmente blancas, sus racimos de chimeneas y sus apacibles cuartos abuhardillados, o así recordaba yo aquel hogar visto a oscuras en la infancia, de dibujos animados tan reconfortantes que uno deseaba quedarse a vivir en ellos. Sí, era cómoda y suave la casa de Tupra, de las que ayudan a abstraerse y a apaciguarse, algo tenía también de la del Profesor Higgins encarnado por Rex Harrison en My Fair Lady, aunque la de éste estuviera en Marylebone y la de Wendy en Bloomsbury, creo, y la suya allí en Hampstead, más al norte. Quizá necesitaba de ese entorno tranquilo y benigno para compensarse y aislarse de sus muchas actividades entrecruzadas y turbias y hasta violentas, quizá su ascendencia extranjera sin categoría o sus orígenes en Bethnal Green o en otro barrio deprimente lo habían hecho aspirar a un modelo de decoración tan opuesto a lo sórdido que casi no se encuentra más que en las ficciones, para niños si son de Barrie o para adultos si son de Dickens, era seguro que habría visto esa película que salió del primero, del dramaturgo, como todos los nifios de nuestra época en cualquier país del mundo nuestro, yo la había visto un montón de veces, en el mío.

Sacó uno de sus cigarrillos egipciacos y me ofreció, ahora era mi anfitrión y lo tenía presente maquinalmente, también me había ofrecido una copa que yo había declinado por el momento, él se había servido un oporto no de botella, sino de garrafa con medalíita colgada al cuello, como las que se pasaban velozmente los comensales (eran varias, nunca cesaban), en el sentido de las agujas del reloj, a los postres de las high tables a las que a veces era invitado por mis colegas en mis lejanos tiempos de Oxford, quizá los suyos le mandaban todavía frascas de producción propia, de las que no se consiguen en el mercado, extraordinarias. No había estado al tanto de cuánto había bebido Tupra a lo largo de la inacabable velada que aún no acababa, pero no menos que yo, suponía, y a mí no me apetecía o cabía una gota más, a él el alcohol no parecía afectarlo, o sus estragos no se hacían en él visibles. No habían sido producto de eso su aterramiento y su castigo o paliza o thrashing a De la Garza, en todo ello había actuado con precisión y cálculo. Pero quién sabía si lo habría sido la decisión de mostrarle su muerte variante -sus variadas muertes- y de dejarnos vivos a ambos para que las recordáramos siempre, rara vez coinciden la resolución de hacer algo y la ejecución del acto, aunque vayan seguidas y aun parezcan simultáneas, tal vez había tomado aquélla con la cabeza vaporosa, humeante, y se la había despejado y helado durante los pocos minutos en que yo había permanecido aguardándolo con nuestra confiada víctima en el lavabo de los tullidos, yo se la había llevado hasta allí con engaño y con la falsa promesa de una buena raya, aunque yo ignorara entonces para qué se la ponía donde me la había pedido, a la víctima, y que la promesa era un pretexto. Debía haberlo imaginado, debía haberlo previsto. Debía haberme negado a todo. Se la había preparado a Tupra, se la había servido, había acabado por tener parte en ello. Iba a preguntarle por curiosidad: '¿Era coca de verdad lo que le has pasado al pobre diablo?'. Pero, como ocurre tras los silencios, los dos hablamos a la vez y él se adelantó una fracción de segundo, para responder a lo último que yo había dicho: