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Era verdad, casi nadie lo sabe, ni una vez sometido a prueba. Si aquella noche me hubieran preguntado cómo reaccionaría ante un hombre que sacara una espada en un lavabo público y amenazara con cortarle a otro el cuello en presencia mía, no habría tenido la menor idea o me habría equivocado, de aventurarme. Me habría parecido tan improbable, tan anacrónico, tan inverosímil, que quizá me habría atrevido a responder, con el optimismo que traen las figuraciones de lo que no va a ocurrir, o lo que es sólo hipotético y por lo tanto imposible: 'Se lo impediría, le sujetaría el brazo y le pararía él golpe, lo obligaría a soltarla, lo desarmaría'. O bien, si la imagen se me hubiera aparecido vivida y le hubiera dado crédito o carta de realidad durante un instante, habría podido contestar: 'Qué dices, qué pesadilla, qué espanto. Me echaría a correr sin volver la vista, saldría por piernas, no fuera a caerme a mí un mandoble, no fuera á llevarme yo el tajo'. Eso había sucedido no mucho después de aquella noche de lluvia, y me había quedado a medio camino, por expresarlo de alguna manera. Ni me había enfrentado al hombre ni había huido. No me había movido ni había cerrado los ojos como los cerró De la Garza y los cerré yo más tarde en casa de Tupra, con menos peligro real o físico pero más peligro moral acaso, o para la conciencia; había permanecido allí atónito y aterrado y le había gritado, había recurrido a la palabra, que a veces detiene tanto como la mano y es más rápida y a veces no sirve de nada ni tan siquiera es oída, y también había mirado con impotencia, o fue quizá con prudencia, más preocupado por mi piel aún a salvó que por la de la víctima ya condenada, a la que no se podía librar de su sino. No sé si eso es natural o es cobardía. Sí, tenía razón Pérez Nuix: ni siquiera se sabe lo que es casi nunca, en qué consiste esa actitud. Para ella hay infinitos disfraces y máscaras, o jamás se presenta en estado puro. Las más de las veces ni se la reconoce, porque no hay modo de separarla de lo demás que nos configura, de desgajarla del núcleo de cada uno, ni de aislarla, ni de definirla. No se la reconoce en uno mismo y sí en los otros, sin embargo, ahí sí se la distingue, extrañamente, cuando se manifiesta. Yo no estaba nada seguro de lo que ella afirmaba y al parecer también Tupra, de que estuviera especialmente capacitado para percibirla en la gente antes de tiempo, para predecirla. De lo que estaba seguro era de que en mí yo no sabía verla, como el Valor tampoco, ni antes ni después áe manifestarse* Resulta oprimente ignorar eso y además saber que no va nunca a aprenderse, pero así vivimos.

– Creo que sobrestimas mi influencia -le contesté-, la que yo pueda ejercer sobre Tupra y sus opiniones, en ese terreno difícil o en cualquier otro. No creo que ninguna visión mía le hiciera abandonar o modificar una suya, quiero decir cuando la tenga, cuando haya captado algo, y él capta siempre muchas cosas. Desde la primera vez que lo vi su mirada me llamó la atención, de tan acogedora, de tan abarcadora y apreciativa. Esos ojos suyos halagadores y a la vez temibles, a los que nunca es indiferente lo que tienen delante, con una disposición tan activa que dan la impresión de ir a desentrañar en seguida lo que quiera que avisten, una persona, un objeto, un ademán, una escena. Como si absorbieran cada imagen que se pone ante ellos, y la capturaran. Mira, por escurridiza que sea la cobardía, algo así no se le pasaría por alto. Y si yo la notaré en tu amigo, según dices, él también, y se hará su idea. Yo no voy a movérsela, ni aunque me empeñe. Ni aunque lo emborrache.

La joven Pérez Nuix se echó a reír, una risa simpática, levemente maternal, sin burla o con no más de la que se le hace a un niño por una contestación o un enfado ingenuos, y aproveché su desprevención momentánea para dirigir mi vista hacia donde procuraba no fijarla, ella aún no había vuelto a cruzar las piernas.

– Disculpa -dijo-, es que me hace gracia comprobarlo también en ti, tan listo. Es increíble lo mal que nos vemos todos, a nosotros mismos, lo mal que nos calibramos y que calculamos nuestras fuerzas y debilidades. Hasta los más dotados y los más entrenados para ahondar en el prójimo y descifrarlo nos volvemos tuertos y tontos cuando nos miramos. La falta de perspectiva, eso será, y la imposibilidad de observarnos sin saber a la vez que nos estamos viendo. Cuando nos tenemos de espectadores es cuando más representamos y falseamos, y nos adecentamos. -Se detuvo y me miró con una mezcla de estupefacción jovial y piedad involuntaria. Me había llamado 'listo' y le había salido con espontaneidad; si era adulación, la había bien disimulado-. ¿Tú no te das cuenta, Jaime, de cuán en gracia le has caído a Bertie? ¿De que lo estimulas y lo diviertes? ¿De que ahora mismo te tiene tanta simpatía que hará un esfuerzo por aproximarse a lo que tú veas siempre que no sea disparatado, a lo que le digas que veas, aunque sólo sea para confirmarse a sí mismo que ha hecho una magnífica adquisición contigo, un gran fichaje? Ten en cuenta, además, que tú has venido recomendado no sólo por Wheeler, sino por Rylands desde la ultratumba, su maestro. No siempre será así, por supuesto; se cansará algún día, o te le harás rutinario; incluso te desaprobará a veces, te desdeñará, Bertie no es nada constante y de casi todo se aburre pronto, o le va y viene a rachas. Pero ahora eres la novedad, y además habéis congeniado, a vuestra manera varonil y sobria, o tácita, o lo que sea, yo sé a lo que me refiero. En estos momentos tú tienes sobre él mucho más ascendiente del que te imaginas, y me parece que ni te has enterado. Algo transitorio, si quieres, y moderado, Bertie no termina nunca de desconfiar de nadie y no hay forma de manipularlo, casi ni de conducirlo, ni de desviarlo. Pero sí de crearle dudas en unos pocos terrenos, y tú estás ahora en condiciones de hacerlo. Lo sé bien porque yo pasé por el proceso, y lo reconozco. Reconozco su complacencia y su agrado, cómo le divierte y lo estimula tu trato, más o menos como lo animaba mi compañía antes. Yo le hice mucha gracia, se la he hecho durante mucho tiempo. No de un modo varonil, precisamente. Y no es que ya no, no me quejo de la estima personal ni de la consideración profesional que me tiene. Pero ya no hay en mí el elemento de pequeña fiesta cotidiana que le supuse al principio y más allá, la verdad es que le duré bastante, no está bien que yo lo diga pero así fue, pregunta a Mulryan o a Rendel, o a Jane Treves, por ser mujer sintió más celos, ya la conocerás, se sentía postergada cuando coincidíamos ambas. Tú puedes persuadirlo ahora, Jaime. Seguramente no pasado mañana, ni tampoco hoy de cualquier cosa, pero sí de aquello en lo que él esté inseguro y a ti te crea sobresaliente. Es el caso del valor y de la cobardía, ya te he dicho, está convencido de tu competencia en eso. Como lo estoy yo, por otra parte, se te da muy bien verlo. Es lo que te pido, Jaime. Ese hombre cancelaría la deuda y mi padre quedaría a salvo. Ya lo ves: es un favor grande.