Había empleado esa misma fórmula varias veces, era una manera de decir 'por favor' sin decirlo directamente y con las preceptivas palabras, las que indican súplica o ruego, sobre todo cuando van repetidas, 'Por favor, por favor. Por favor, por favor'. Cruzó las piernas y dejé de ver, ya podía mirar sin impertinencia hacia cualquier lado, aún veía los muslos sin medias. Bebió de su copa, un trago corto, y se llevó otro Karelias a sus labios rojos -una remota viñeta de infancia-, sin encenderlo. El perro estaba completamente dormido, como si se hubiera hecho a la idea de quedarse allí toda la noche, y así, tan yacente, parecía aún más blanco. Miré por la ventana y me aparté de ella, no había cambios, seguían cayendo las varas flexibles o interminables lanzas, como si excluyeran para siempre el raso, cada vez más dominantes. Di unos pasos y volví a sentarme donde había estado. Tuve la sensación de que el silencio ya no era una pausa, sino que la exposición de Pérez Nuik había acabado; de que ahora daba su petición por hecha y por concluida, incluidos los halagos tímidos y las argumentaciones, y las persuasiones prudentes para convencerme. Sentí que me tocaba contestar de una vez, que ella no iba a añadir nada más. Contestar 'Sí' o 'No', o 'Puede', o 'Veremos'. O darle algo más de esperanza sin comprometerme a nada: 'Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo'. Lo que no pondría fin a la conversación ni a la visita sería un 'Depende'. No estaba yo seguro de querer ese término, así que no le respondí todavía, sino que le hice otra pregunta:
– ¿De cuánto es esa deuda, exactamente?
Encendió el cigarrillo y creí verla sonrojarse un instante, era la lumbre, o el rubor sólo acechante, como cuando en la oficina un nombre hacía breve acopio de energía antes de dirigírseme para charlar un rato, es decir, más allá del saludo o de la consulta aislada, como si tomara impulso o carrerilla, y en eso yo notaba que ella no me descartaba, aunque sin saber que no, seguramente, ni haberse hecho el planteamiento. Pensé: 'Le da vergüenza confesarme la cifra. Por baja, y que yo sepa entonces que no puede pagarla, o por alta, y que así me entere de lo desmesurado que es, o de lo loco que está su padre, y quizá ella tambíén por tanto’.
– Cerca de doscientas mil libras -me respondió al cabo de unos segundos, y alzo las cejas en un gesto que no fue inglés desde luego, como si añadiera: 'Ya me dirás tú qué hago'. No fue muy distinto lo que añadió de hecho-. Qué te parece.
Hice un cálculo rápido. Eso era cerca de trescientos mil euros, o de cincuenta millones de las antiguas pesetas, no me había reacostumbrado del todo a la libra y quizá nunca me acostumbre del todo al euro, para las cantidades grandes que no se manejan cotidianamente.
– Que ese Incompara es muy generoso, dentro de sus defectos -le contesté-. O que para él vale mucho ese informe. -Y a continuación hice una pregunta más, tal vez la que yo menos esperaba y no sé si ella, dependía de cuánto me conociera, de cuánto supiera más de mí que yo mismo, de hasta qué punto o con qué hondura me hubiera traducido o interpretado durante aquellos meses de trato cercano, por mantener los términos que empleábamos a veces para nuestro vago trabajo. Se me ocurrió como una gracia y no vi motivo para resistirme. Así, además, la forzaría a poner algo sobre la mesa, a valorar mi participación, a pensar en mí y en mi riesgo, en mi posible perjuicio y en mi improbable beneficio. Pedir un favor es fácil y cómodo, lo difícil y desazonante es oír la petición y tener que decidir si acceder o negarse. Una transacción supone más tarea y más cuidado y cálculo para las dos partes. En el favor sólo dirime y calcula uno, el que va o no va a prestarse, porque nadie está obligado a devolverlos, ni siquiera a agradecerlos. Uno pide, aguarda, y recibe o no; luego, en ambos casos, puede marcharse tranquilamente, tras haber traspasado un problema o haber creado un conflicto. No, no atan los favores hechos, no hay en ellos contrato ni deuda, o sólo moral y eso no es nada, es aire, eso no es práctico. Así que lo que para mi sorpresa dije fue-: ¿Y qué gano yo a cambio?
Pero Pérez Nuix no había caído en la trampa, en mi improvisada y semiinconsciente trampa. No había pasado a ofrecerme algo al instante, una compensación, una suma, un porcentaje, un regalo, ni siquiera la promesa de su gratitud eterna. Sin duda sabía que esto último no significa nada tangible, ni simbólico tampoco, probablemente. La gente lo dice demasiado, 'Tendrás mi agradecimiento eterno', es una de las frases más vacuas que puedan oírse y sin embargo se oye a menudo, siempre con ese epíteto invariable, siempre el mismo e irresponsable 'eterno', un indicio más de su absoluta falta de concreción, de verdad y aun de significado, y hasta se agrega a veces: 'Cualquier cosa que yo pueda hacer por ti, ahora o más adelante, mientras yo exista, no tendrás más que pedírmela', cuando lo cierto es que casi nadie va y pide en el acto -parece entonces un do ut des, un aprovechamiento-, y si lo hace en el futuro la frase hueca está ya olvidada y además uno no apela a ella, es raro que alguien le recuerde a otro: 'Hace tiempo me dijiste…'; y si se atreve es posible que se encuentre con esta respuesta: '¿Eso te dije? No lo sé, es extraño, lo dudo, ya no me acuerdo', o bien 'Cualquier cosa excepto esa, esa no, es la única imposible, es la peor, no me pidas eso', o bien 'Cuánto lo siento, qué más quisiera yo, no está en mi mano, ojalá hubieras venido a mí hace unos años, ahora ya no es como antes'. De tal manera que quien sólo quiere su viejo favor devuelto acaba pidiendo uno de nuevas, como si no hubiera habido historia, y debiéndolo suplicar acaso ('Por favor, por favor. Por favor, por favor'). Ella era lo bastante lista para no prometerme quimeras, ni estrafalarias recompensas en especie, nada asible ni inasible, presente ni venidero.
– Nada -dijo-. De momento nada, Jaime. Es sólo un favor y puedes negármelo, no vas a sacar nada de ello, no hay contrapartida, aunque tampoco creo que te costase mucho ni que fueras a correr ningún riesgo. Siempre puedes haberte equivocado ante Bertie si la cosa sale mal y no cuela, nos sucede a todos, también a él mismo, él sabe perfectamente que ninguno es infalible. No lo era su admirado Rylands ni lo era Wheeler, y bien que le pesó a este último, según se dice. No lo eran siquiera Vivian ni Cowgill ni Sinclair ni Menzies, gente de otra época, algunos de los mejores o de los más reputados, en esto y en todo. -Sabía pronunciar el nombre como buena inglesa o como buena espía, también ella dijo 'Mingiss'-. No lo han sido los más poderosos de los tiempos recientes, ni Dearlove ni Scarlett ni Manningham-Buller ni Remington, todos han metido la pata en algún asunto, en algún aspecto. No lo fueron Ewen Montagu ni Duff Cooper ni Churchill. Por eso te he dicho antes que el favor era grande para mí y para ti no tanto. Te ha molestado; es la verdad, sin embargo. No, no creo que obtuvieras nada a cambio, ninguna ganancia. Pero tampoco desgracias ni pérdidas. Así que tú verás, tú dirás si sí o no, Jaime. Nada te obliga. No se me ocurre con qué podría tentarte.
– ¿Dearlove, has dicho? ¿Quién es? ¿Richard Dearlove? -Recordé que era uno de los nombres inverosímiles y para mí desconocidos que me habían surgido en los ficheros de uso restringido que yo había fisgado en la oficina un día. Me había parecido un nombre más propio de gran ídolo de masas que de alto cargo o de funcionario, y por eso se lo he atribuido al cantante-celebridad a quien aquí llamo Dick Dearlove para resguardar su identidad verdadera, vano empeño. Me pudo la curiosidad inmediata y con eso aplacé un poco más mi respuesta. Y aún tenía otra curiosidad por satisfacer, más mediata pero más firme.
– Sí -contestó-. Sir Richard Dearlove. Durante bastantes años, hasta hace no mucho, ha sido nuestro invisible jefe máximo, ¿no lo sabías? El jefe del MI6, 'C' o 'Mr C' -Esa inicial la pronunció a la inglesa, 'Mr Si’ digamos-. Nunca se ha publicado una fotografía contemporánea de él, está prohibido, nadie lo ha visto ni conoce su aspecto; ni siquiera ahora, cuando ya no ocupa el cargo. Así que ninguno sabemos cómo es, nadie lo reconocería si se lo cruzara en la calle. Eso es una gran ventaja, ¿no? Para mí la quisiera.