– ¿Y nunca le hemos hecho un informe? Quiero decir con vídeos, ya me imagino que no se lo habrá llevado hasta el despacho de Tupra para espiarlo a escondidas desde nuestro vagón de tren, desde nuestra cabina. -Me di cuenta en seguida de que me había salido decir le hemos hecho', como si me considerara ya parte del grupo, y desde antes de mi llegada. Estaba desarrollando un sentido de pertenencia raro, enteramente involuntario. Pero preferí no pararme en ello entonces.
– Quién sabe -dijo ella con desgana-. Pregúntaselo a Bertie, él tiene vídeos de todo el mundo, ya te lo he dicho. -Me dio la impresión de estarse impacientando con mi demora, o con mi remoloneo, yo aún no había oído aquella orden o especie de lema, 'Don't linger or delay’, 'No te entretengas ni esperes', y además nunca le he hecho caso, ni después ni antes. Debía de querer ya saber a qué atenerse y marcharse. Al menos si mi contestación final era 'No', marcharse entonces, no perder más tiempo nocturno conmigo, largarse con su perro manso y con una probable sensación de ridículo y un rencor instantáneo, o hasta con duradero agravio. Si era 'Sí', en cambio, quizá se quedara todavía un rato, para celebrar su alivio, pensé, o para darme nuevas instrucciones, con lo que había venido a buscar ya en el saco. Debía de irritarla que le preguntara ahora por Sir Dearlove, el auténtico, o por cualquier otra persona o asunto. Que a aquellas alturas abriera paréntesis o me inventara meandros. Pero tendría que aguantarse, aún era yo quien conducía la conversación y determinaba su curso, y ella no podía permitirse contrariarme, todavía. Es el único cálculo que ha de hacer quien pide, bien mirado, una vez que se ha lanzado y ha pedido (antes sí, antes más, debe dilucidar hasta qué punto le compensa, o le conviene descubrir sus carencias y sus incapacidades): ha de ser amable y paciente y aun untuoso, seguir los tiempos que le son marcados, medir sus pasos y sus palabras y su insistencia, hasta conseguir lo solicitado. Excepto si es alguien tan importante que hacerle un favor constituye ya un honor para el que se lo hace, un privilegio. Ese aquí no era el caso, así que cambió de tono y añadió-: No, no lo creo, pero todo es posible. Supongo que existir sí existen imágenes, hoy las hay de quien uno quiera; y si sólo unos pocos tienen acceso a las suyas, no sería nada extraño que Bertie fuera uno de ellos.
– ¿Por qué has dicho que Wheeler lamentó tanto no ser infalible? ¿Qué ocurrió, qué le ocurrió? ¿A qué te refieres? -Esa era mi curiosidad más firme, y más profunda.
Noté de nuevo su fastidio, sus destemplados nervios, su agotamiento oscilante que le iba y venía. Era fácil que la estuviera hartando o sacando de quicio. Pero otra vez se reprimió, o se sobrepuso, la voluntad no le flaqueaba.
– No sé qué le ocurrió, Jaime, fue hace mucho tiempo, durante la Segunda Guerra Mundial o a su término, y yo a él no lo conozco personalmente. Se cuenta, se dice que tuvo un fallo de apreciación que le salió muy caro. No previo algo que lo hizo sentirse fatal, o culpable, o un inútil, o muerto en vida, lo ignoro con exactitud. Lo he oído comentar alguna vez de pasada, como ejemplo de desdicha, pero no he preguntado o no me han contestado, la mayoría de nuestras actuaciones siguen siendo secretas al cabo de sesenta o más años, puede que lo sean para siempre, oficialmente al menos. Las filtraciones suelen proceder de fuera y a menudo son especulativas, no muy fiables. O de gente con resentimientos, que se dio de baja o fue expulsada, y distorsiona luego. Es difícil saber nada preciso de nuestro pasado, desde dentro sobre todo, los de dentro son o somos los más discretos y los menos curiosos, es como si no hubiéramos tenido historia. Los más conscientes de lo que no debe contarse, porque vivimos en ello. Así que lo siento, no sé decirte. Tendrías que preguntarle a él, a Wheeler. Tú sí lo conoces bien, fue tu valedor, tu introductor, fue tu padrino.
Ella sí que empleaba el 'nosotros' y el 'nuestro' sin reparar en ello, de forma natural y frecuente, estaba incorporada al grupo desde hacía mucho más tiempo y se sentía heredera del originario, del que habían creado contra los nazis aquellos Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis o incluso Philby o el mismísimo Churchilí, Wheeler suponía que habría sido este último el alumbrador de la idea, por ser el más listo y el más atrevido, y el que menos temía el ridículo.
– ¿A quién se lo has oído comentar? ¿A Tupra? ¿Recuerdas si lo que ocurrió tenía que ver con su mujer, la de Wheeler? Se llamaba Valerie, ¿te suena?
– No sé a quién se lo he oído, Jaime. Puede que a Bertie, es lo más probable, o a Rendel, o a Muiryan, o quizá a otra persona en otro sitio, no me acuerdo. Pero no sé más, nada más que eso, que algo grave pasó, que él falló en algo o así lo juzgó, y estuvo a punto de retirarse, creo, de abandonarlo todo. Fue hace mucho tiempo.
No supe si decía la verdad o si no se consideraba autorizada a contármelo o si quería zafarse de aquellas inacabables preguntas mías, no adentrarse -la noche avanzada- en un episodio lejano y ajeno y tal vez extenso, que en el mejor de los casos conocería de segunda mano y que no guardaba relación alguna con sus actuales problemas, los que la habían traído a mi casa tras mucho pensárselo y tras mucho andar bajo la lluvia: con su padre y aquel Vanni Incompara y el banquero Vickers y la saltarina deuda de doscientas mil libras, me admira la capacidad de alguna gente para acumular cantidades de las que no dispone, y en cierto modo me da envidia -es toda una habilidad, si no un don; una alegre mentalidad desde luego-, una envidia solamente teórica o de ficción, literaria y cinematográfica, la posición vicaria de Pérez Nuix no era en aquel momento envidiable. Me dio pena por primera vez (la pena siempre interviene), quizá porque su cansancio la estaba aniñando, o era la contenida zozobra que de vez en cuando le asomaba en los ojos fugaces y vivos y en las comisuras de los labios, que trataban de esbozar sonrisas leves y atemorizadas, para hacérseme agradables. Decidí que ya era hora de sacarla de dudas: había hecho suficiente esfuerzo, me había seguido largo rato empapándose por la ciudad semivacía, había rumiado, había expuesto su caso, me había dedicado indecisión y tiempo, y luego decisión y más tiempo.
– Está bien, Patricia -dije dando por concluido mi turno de interrogaciones y aplazamientos-. Voy a intentarlo, aunque sigo creyendo que Tupra verá cuanto haya que ver, y será más de lo que yo perciba. Pero veré qué puedo hacer, veré de hacerlo.
Ese era el grado de aceptación que menos me comprometía. Uno podía fallar y equivocarse y no estar a la altura de sus intenciones, ella misma lo había dicho y no podría reprocharme un fracaso. Ni siquiera decepcionarse, yo se lo había advertido. Yo quedaba así más libre que si mi respuesta hubiera sido 'Esto otro querré a cambio', más que nada por no correr el peligro de empezar a desear o a esperar lo que quisiera que le hubiera exigido, y así a temer por mi descalabro. Aún es más, si uno no teme, las posibilidades de éxito serán mayores sin duda, y siempre habrá tiempo para levantar más tarde la mano y reclamar un premio y decir: 'Quiero eso en recompensa'. Claro que ésta puede entonces negársenos sin miramientos ni explicaciones ni excusas: no hay ni obligación moral, entonces, no hay vínculo ni hay convenio, no expresos, y acaso no quede rastro siquiera, ya muy pronto, del inmenso favor que uno hizo, como de la mancha y el cerco de sangre una vez buscada su desaparición y limpiados y arañados a fondo, o de los infinitos crímenes y nobles actos que permanecieron desde su comisión ocultos, o que los lentos siglos se entretienen en diluir hasta borrarlos, tan lentamente, y en hacer que no hayan sido. Como si siempre cayera todo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, hasta lo que provoca estruendo y propaga incendios. (Y desde los hombros va al aire, o se derrite, o va al suelo. Y la nieve siempre para, luego.)