Casi no quedó rastro de lo que vino después, o queda un vestigio titubeante en mi más lánguida memoria y tal vez también en la de ella, pero nunca lo comprobaremos, quiero decir entre nosotros, frente a frente, con nuestras palabras cruzadas. Sucedió como si ya en el mismo momento de suceder ambos quisiéramos fingir que no ocurría, o no darnos por enterados, no registrarlo y que no contara, o silenciarlo hasta el extremo de poder negarlo más tarde, el uno al otro, y ante los demás si uno se iba de la lengua o el otro hablaba y presumía, e incluso cada uno a sí mismo, como si los dos supiéramos que no acaba de existir aquello de lo que no hay constancia ni reconocimiento explícito, o que jamás es mencionado; aquello que, por así decir, se comete a escondidas o a espaldas de sus autores, o sin su consentimiento pleno, o con su sesteante conciencia: lo que hacemos diciéndonos que no estamos haciéndolo, lo que acontece mientras nos persuadimos de que no está aconteciendo, no es tan raro como suena o parece, es más, eso pasa todo el tiempo y apenas si nos causa alarma ni nos hace dudar de nuestro juicio. Nos convencemos de no haber tenido tal pensamiento indigno ni tal otro maligno, de no haber deseado a esa mujer o esa muerte -la muerte de ningún enemigo ni de ningún marido ni de ningún amigo-, de no haber sentido momentáneo desprecio o animadversión hacia quien más reverenciábamos o mayor gratitud debíamos, ni envidia de nuestros fastidiosos hijos que van a seguir viviendo cuando ya no estemos y se apropiarán de todo y ocuparán con prisa nuestro puesto; de no haber intrigado ni traicionado ni urdido, ni haber procurado la perdición de nadie cuando sí buscamos la de varios con verdadero ahínco, ni habernos visto tentados a nada que nos avergüence; de no haber obrado de mala fe al contarle algo dañino a alguien para que se defendiese -nos argüimos eso y ya somos virtuosos, caritativos-, y para que saliera así de su inocencia y supiera con quién estaba gastándoselas; pero también, y aún es más extraordinario porque afecta a los hechos y no sólo a la engañadiza mente, de no haber huido cuando sí salimos corriendo y dejamos atrás todo lamento, de no haber empujado o aplastado a un niño para hacernos hueco en el bote cuando el barco se estaba hundiendo, de no habernos parapetado detrás de otro en el peor instante, para que los golpes o las cuchilladas o las balas cayeran sobre ese otro de al lado que esperaba nuestra protección acaso: quién sabe si nuestro ser más querido, aquel por quien declamamos mil veces que daríamos sin vacilar la vida, y resulta que si vacilamos y no la damos ni la hemos dado, ni la daríamos tampoco si una segunda oportunidad se nos ofreciese; de no haber echado nuestra culpa a nadie ni haber acusado en falso para salvarnos, ni haber actuado nunca con egoísmo y por miedo horrendos. Nos creemos que no hemos nacido cuando y donde vinimos al mundo, que somos más jóvenes y de otro sitio más noble o menos oscuro, que nuestros padres no son los que fueron ni tenían tan vulgar apellido; que conseguimos por méritos propios lo que hurtamos o nos regalaron, que heredamos en justicia cualquier cetro o trono o mera vara o mera silla sin utilizar malas artes y sin usurparlos, que alumbramos ocurrencias e ideas leídas o escuchadas a otros más sabios o más pensativos, cuyo temido nombre silenciamos siempre y a los que detestamos por habérsenos adelantado, aunque en el fondo sepamos, en algún recodo raro de la conciencia a salvo, que no hay tal adelantamiento y que sin su precedencia esas ideas tan suyas serían aún menos nuestras o ni siquiera podrían serlo, en absoluto; creemos ser quien más admiramos, y tratamos de aniquilarlo para que así eso se cumpla, creemos poder suplantarlo del todo y hacerlo olvidar con nuestros logros que le debemos enteros y expulsarlo del inestable recuerdo del mundo, y nos tranquilizamos diciéndonos que fue sólo un pionero al que ya hemos superado y al que abarcamos, y así lo hacemos prescindible; nos persuadimos de que no nos pesa el pasado porque jamás lo atravesamos (cNo fui yo, no me pasó, no lo viví, nada he visto, yo no he sido, es una figuración, un recuerdo ajeno que extrañamente se me ha trasplantado o contagiado'), y de que nunca dijimos lo que sí dijimos ni robamos lo que sí robamos, de que nunca vitoreamos al dictador ni delatamos a nuestro mejor amigo que tan intolerablemente fue mejor desde el primer hasta el último día ('Fue él quien se lo buscó, yo no tuve que ver, yo callé, fue un imprudente, él se forjó su ventura, destacó en lo que no convenía y no cambió a tiempo de bando, ni siquiera quiso pasarse'); y hasta de no llamarnos por nuestro verdadero nombre, sino solamente por el falso o por los que se van sucediendo o añadiendo y van variando, sean Rylands o Wheeler, o Ure o Reresby o Tupra o Dundas, o Jacques el fatalista o Jacobo o Jaime.
La gente cree lo que quiere creer, y por eso es tan lógico y fácil que todo tenga su tiempo para ser creído. A pie juntillas: hasta lo manifiestamente falso y lo contrario de lo que estamos viendo, también eso es creído en su tiempo de credulidad, cada suceso en el suyo y todos en el tiempo ido. Todo el mundo está dispuesto a volver la vista y a distraerse, a negar lo que está delante y a no oír nada de lo que se grita, y a sostener que no hay alaridos sino un inmenso y apacible silencio; a modificar cuanto haga falta, de los hechos y de lo acontecido -el cojo a sentir su pierna y el manco a sentir su brazo y el decapitado a dar tres pasos como sí aún no hubiera perdido la voluntad ni la conciencia-, pero sobre todo de su pensamiento, de sus sentidos, de su memoria y de su anticipación del futuro, que se toma a veces por presciencia. 'Esto no fue así. Esto que va a ocurrir no ocurrirá o no habrá ocurrido. Esto no pasa', es la constante letanía que tergiversa el pasado, el porvenir y el presente, y así nunca nada está fijo ni a salvo, ni es seguro ni tampoco es cierto. Todo lo que existe no existe o lleva en sí su no existencia, la pasada y la venidera, no perdura y no se sostiene, y hasta los acontecimientos más graves están en precario y acabarán por visitar y recorrer el tuerto olvido, que tampoco es firme ni estabiliza ni pone nada a resguardo. Por eso todas las cosas parecen decir 'Soy aún, luego es seguro que he sido', mientras todavía colean y se dilatan y no han cesado. Tal vez es su derrotada forma de agarrarse al presente, su resistencia a desaparecer que también oponen los objetos y lo inanimado, no las personas tan sólo, que se aferran y se desesperan y casi jamás se rinden ('Pero es aún no, aún no’ mascullan con pánico, con sus escasas fuerzas), tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir 'Yo he sido’ y de impedir que los demás digamos 'No, esto no ha sido, nadie lo ha visto ni lo recuerda ni jamás lo ha tocado, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'.
No fue un acontecimiento grave, sino leve para nuestro tiempo y placentero, lo que sucedió sin que sucediera entre la joven Pérez Nuix y yo aquella noche bien entrada, quizá en la hora que los romanos llamaban el conticinio y que en realidad ya no existe en nuestras ciudades, pues no hay en ellas hora alguna en que todo esté quieto en silencio. Ella respiró con satisfacción o alivio y me dio las gracias por mi promesa que no lo era, es decir, por mi anuncio de que vería de hacerlo, eso no es gran compromiso. De pronto pareció muy fatigada, pero le duró sólo un momento, en seguida se puso en pie con energía, fue hasta la ventana y miró más de cerca la lluvia que no se cansa. Se estiró con discreción -sólo los puños, no los brazos; y los muslos, sin ponerse de puntillas ni de talones-, y entonces me pidió quedarse. Le daba mucha pereza irse ahora, tan tarde, dijo, y no debía preocuparme, se levantaría muy temprano para sacar al perro, saldría con tiempo para regresar a su casa y ducharse y cambiarse ('Y calzarse medias nuevas', pensé al vuelo), y no tendríamos que ir juntos hasta el edificio sin nombre, como un extraño matrimonio que no se separara al marchar al trabajo. Nadie allí se imaginaría que nos habíamos encontrado fuera para conspirar ni que nos habíamos despedido tan poco antes. Yo accedí, cómo podía negarme a cosa tan nimia tras haber concedido la principal (bueno, su intento), aunque fueran de naturaleza distinta; la noche estaba asquerosa para echarse otra vez a la calle y quién sabía cuánto le llevaría aparecer a un taxi, y primero habría que llamarlo, si los teléfonos contestaban. También prefería, por delicadeza escénica, que no se marchara nada más obtener lo que buscaba (o su anuncio), eso habría convertido la visita en exclusivamente utilitaria. Lo era y los dos lo sabíamos, pero no podía gustarnos que se subrayara, ni tampoco era conveniente para cuanto nos quedaba aún por hacer en los siguientes días, sobre todo a mí, que debía interpretar y quizá ver a Incompara. Me ofrecí a dormir en el sofá y cederle la cama; ella no consintió, era la intrusa y la inesperada, no iba a privarme de mi colchón y mis sábanas.