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– ¿Qué es esto? ¿Porno?

Y eso fue como darle a Reresby la venia para ilustrarme hasta donde él quería -siempre poco, concisamente- acerca de aquella grabación inicial y también de las otras o de la mayoría, pues sobre dos o tres escena guardó un extraño y total silencio -o acaso era significativo-, como si no cupiera decir nada de ellas.

– No en la intención. Ni en los resultados -me respondió muy frío, mi comentario no le había hecho gracia-. Esa mujer es una alto cargo del Partido Conservador, de su ala más rancia, a día de hoy con expectativas altas de ascenso, como contrapeso tranquilizador para los votantes más rígidos; y como suele lanzar soflamas contra la degradación de la moral y las costumbres, y el sexo desenfrenado y todo eso, es interesante ver lo que hace en esta cinta, y algún día podría ser útil pasársela. Ahí no está su marido.

La escena era sin prolegómenos, quiero decir que probablemente se había montado a partir de lo fundamental tan sólo, o del grano, lo cual lamenté bastante, pues me habría gustado saber de dónde habían salido, o qué le habían propuesto, o cómo habían llegado a eso, los dos maromos que -in medias res el episodio, insisto- ya le estaban practicando un sandwich, los tres enrevesados sobre una moqueta verde un poco descolorida o quizá era problema de la filmación, de regular calidad aunque lo bastante nítida para que yo reconociera a la alto cargo, esto es, me sonara de haberla visto con anterioridad en la televisión, en el Parlamento o en las noticias. Hasta recordaba su voz de viento o más bien como de secador eléctrico, una de esas personas que, aunque lo quieran, no pueden o no saben hablar quedamente ni hacer la más mínima pausa, para sus allegados un tormento. Por suerte esa grabación carecía de sonido, o de otro modo, a la vista de sus gestos de gran embeleso doble ante las embestidas simultáneas de los maromos posterior y anterior -o eran intermitentes, una sincronización defectuosa, y a ratos un mal encaje, se soltaban-, sus aullidos nos habrían parecido un vendaval o un serrucho. Aquellos dos sujetos tenían pinta de funcionarios en la medida en que su escasa ropa permitía hacer apuestas, y ninguno era muy joven ni muy esbelto, y uno de ellos -con el pantalón sólo abierto, un rasgo de pereza más que de urgencia- llevaba unos tirantes muy tirantes sobre la desnudez de su torso, que le conferían un aire incongruente, como si fuera una mezcla imposible de oficinista y carnicero. En cuanto a la mujer, rondaría los cuarenta años y conservaba a su vez la falda, convertida en un mero cinturón arrugado, y no era muy atractiva pese a su notable busto a la vista, sin operar ningún pecho. Podían estar en una habitación de hotel o en un despacho, el estrecho campo visual no ayudaba a aclararlo, la cámara centrada sólo en los personajes fornicantes, aquellos dos mendas sí que eran 'guebrídgumas' plenos, lo estaban siendo en el acto. Desde luego parecía una película porno, de presupuesto bajo o casera y con intérpretes suplentes. Quién y cómo habría rodado la escena era por supuesto una incógnita, pero hoy cualquiera es capaz de hacerlo, hasta con un teléfono móvil e incluso sin estar presente, a distancia, y así nadie está libre de ser captado en las situaciones más íntimas, o en las más desaforadas.

Tupra aceleró al cabo de un minuto o menos y se lo agradecí, no valía la pena contemplar tanto esfuerzo para un final sin sorpresas. Llegué a distinguir una expresión, en la alto cargo, de complacido desconcierto a la conclusión de su emparedado, como si se estuviera diciendo: 'Qué bárbara, cómo he sido capaz de tanto. Tendré que volver a probarlo, a ver si me ha parecido lo que creo', Quizá era su primera duplicidad, una osadía. Mi jefe recuperó la velocidad normal entonces, para pasar en seguida al segundo episodio, este sí con sonido, que mostraba a dos conocidos actores y a un tercer individuo, para mí anónimo, soltando sandeces entre descompuestas risas y esnifando cocaína en un salón, en un sofá, las rayas listas sobre la mesa baja, gruesas si es que no bestias, las hacían disminuir como quien da sorbos a un vaso.

– No sé quién es ese -dije señalando al de la derecha y dándole a entender a Tupra que había reconocido a los dos juveniles astros.

– Un miembro de la familia real. Muy lejano en la línea de sucesión, muy secundario. Nos habría venido de maravilla que hubiese sido uno más prominente, más próximo. -Y aceleró la imagen de nuevo, era monótona, consistía todo en las carcajadas lelas y en el festín de polvo.

Aquel comentario me dio que pensar fugazmente, me pregunté por qué les habría venido de perlas (tomaba aquel 'nos' más por el MI6, o por el conjunto de los Servicios Secretos, que por nuestro grupo) que le diera a la droga nadie, o que fuera adúltero, o corrupto, o que delinquiera. Deberían haberse alegrado de que los principales parientes de la Reina no se pusieran ciegos de coca, como aquel trío.

– No entiendo -expresé mi incomprensión-. ¿Por qué os habría convenido eso? -Y así tuve a bien no incluirme.

Tupra congeló la imagen para contestarme.

– Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas más manchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de ver lo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizamos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.