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Sin solución de continuidad vi una muerte a martillazos o deduje que era una muerte, una mujer empuñaba el arma, de treinta y tantos, llevaba falda y tacones y un collar de perlas colgándole sobre un ajustado jersey de pico, entonadas las tres prendas en verde, parecía salida de los años cincuenta o de los primeros sesenta, una secretaria o una ejecutiva o una empleada de banco, en todo caso una oficinista, derribaba a un hombre bastante más alto de un salvaje martillazo en la frente, era de mi edad o de la de Tupra pero más pesado y ancho que nosotros, en una habitación de hotel seguramente, el hombre fornido caía de espaldas y ella se montaba sobre él a horcajadas y seguía dándole con el martillo, machacándole el cráneo siempre, por eso di por descontada su muerte, cuánto pánico le tenía o cómo debía de odiarlo, el collar le bailaba, se le remangaron las faldas, extrañamente no llevaba medias pese al otoñal atuendo, quizá se las había quitado antes y quizá las bragas para follar vestida o las bragas no hace falta, o él a ella para violarla y habría querido tenerla así encima o debajo con las piernas abiertas, quién sería ella entonces, quién ahora y quién la víctima, continué sin decir palabra, esta grabación terminó abruptamente, la mujer con el martillo en alto como Tupra con su espada, aún no había puesto fin a sus golpes, no pude evitar acordarme de la rara actriz Constance Towers en aquella película antigua, The Naked Kiss era su título y en España Una luz en el hampa, algo ridículo, hacía algo parecido en la primera escena pero no con martillo sino con su zapato afilado o con un teléfono, y se le caía la cabellera en mitad de su crimen, resultaba ser una peluca rubia y se quedaba calva ante los espectadores, quizá era eso lo que más impresionaba, como en el falso caso de Jayne Mansfield, y también me cruzó el pensamiento la temida imagen de Luisa con la que había fantaseado en mis peores momentos o en los más alterados, atacada por aquel que me sustituyera, el hombre torcido que no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños -mis niños- miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse, ojalá tenga un martillo a mano para que no sea ella quien muera sino que muera el hombre torcido, el despótico y posesivo que no es así en los primeros pasos y encuentros, sino deferente, respetuoso y aun precavido, el que no se queda a dormir nunca ni aunque se lo imploren, como yo mismo, y se viste de arriba abajo de nuevo pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y al salir a la calle lleva otra vez sus guantes puestos, ese hombre tan parecido a Tupra.

Es posible que yo no dijera palabra también por mi abatimiento, a medida que se sucedían las escenas me sentía más encogido, disminuido, anquilosado ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), como si la faceta del mundo que se me estaba mostrando estuviera expulsando a las otras, a las habituales, no sólo a las risueñas y alegres sino también a las anodinas y neutras, a las indiferentes, a las rutinarias, que son -sobre todo éstas- nuestra salvación y esencia. Esa es la facultad del veneno, se infiltra y lo contamina todo. El abatimiento era por acumulación, sin embargo, porque a la vez me daba cuenta de que nada de lo que allí desfilaba me producía, a pesar de todo, tanto ni tan dañino efecto como lo que había tenido lugar ante mis ojos sin la mediación de una pantalla, en el lavabo de los minusválidos. No es lo mismo la violencia que está al lado y se respira y mancha que la que uno contempla proyectada, por mucho que la sepa real, no ficticia, la televisión no salpica, solamente nos asusta. Y de vez en cuando me volvía a la cabeza la pregunta de Tupra, la que me había hecho en el coche antes de ponernos en marcha y lo había llevado a decidir que nos trasladáramos a su casa, 'Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho'. Semejante tontería, no hay nadie que no lo sepa, cualquiera puede contestarla. Pero a la luz de lo que él me enseñaba ('Pesen estas visiones sobre tu alma; caiga tu espada sin filo y ruede tu escudo; quítate el yelmo y suelta tu lanza'), yo seguía sin encontrar más respuestas que las tontas y pueriles, las heredadas y nunca alcanzadas, las consabidas y vacuas, las que ha aprendido todo el mundo y tiene listas para soltarlas sin haberles dedicado un pensamiento propio, ni el más mísero y distraído, ni habérselas cuestionado: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque hay piedad, porque es pecado, porque es malo, porque la vida es sagrada, porque resulta irremediable y no tiene vuelta de hoja y lo hecho no se deshace. Pero era seguro que Tupra me había preguntado más allá de todo eso.

Vi más ráfagas, tal vez no debo contarlas, las vi peor, más confusas, encabalgadas casi, Reresby aumentó la aceleración, también él tenía que dormir, podía estarle entrando sueño aunque sonaba muy despierto, quizá se unía por fin a mis deseos de acabar ya cuanto antes, yo quería terminar con la fiebre, mi dolor, la palabra, el baile, la imagen, el veneno, el sueño, al menos por aquel día o por aquella larguísima noche, las cosas que comprometen o inculpan al final no son variadas, sexo singular, sexo violento, sexo adúltero o meramente irrisorio, palizas, consumo de drogas, algo de tortura, crueldad y sadismo, corrupciones, sobornos, estafas y delaciones y deudas, conspiraciones fallidas y traiciones descubiertas, homicidios improvisados y asesinatos previstos, poco más queda, casi todo se reduce a eso y también están las matanzas, vi otro ametrallamiento, este masivo, de civiles de un país africano, una veintena de mujeres y hombres y niños y ancianos, cayeron a cámara rápida como si fueran fichas de dominó y así no parecía tan grave ni tan siquiera cierto, ejecutado por soldados o tiradores negros pero ordenado por un oficial blanco de uniforme, no sé si reglamentario o de semifantasía, quizá era un mercenario entonces que más tarde se habría reincorporado a su Ejército, ha habido ingleses, sudafricanos y belgas que han hecho el viaje de ida y vuelta, y creo que también franceses. De ser así, a ese militar europeo lo tendría Tupra bien cogido, lo habría dejado ascender, hacer carrera, seguro que no lo había avisado de la existencia de la grabación ni lo había denunciado, estaría a la espera de verlo encumbrado, en su nación, en la OTAN, para entonces pedirle un favor inmenso, o más bien obligarlo a hacérselo, por la fuerza de la imagen.

Y por fin paró, quiero decir que recuperó la velocidad normal para una secuencia concreta y con ella el sonido, hubo de rebobinar un poco para pillarla desde el principio.