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– Aquí está -dijo-. Esto es lo que quiero que aún veas antes de volver a casa. Fíjate bien, y cuando estés en la cama piensa en mí y piensa en ello.

Como todas las demás, fue una escena corta, en eso no había mentido aunque la visita se hubiera hecho eterna, casi todas estaban montadas en aquel DVD sin apenas preámbulos, interesaba la brutalidad, el delito o la farsa, no lo que hubiera antes ni lo que viniera luego, sino lo aprovechable tan sólo para chantajear al filmado. Había tres hombres en una especie de cobertizo, al fondo se vislumbraba alguna cola de animal fustigando, probablemente de vaca o de buey, en el suelo había paja esparcida, me imaginé el olor de allí dentro. Los dos hombres de pie tenían atado al tercero, sentado en una silla de enea, con las manos a la espalda y cada pie amarrado a una pata, naturalmente a las delanteras. Había puesta una cassette o una radio, se oía una melodía que reconocí parcialmente, mi memoria musical tan fiable: Comendador se había aficionado a las canciones locales durante su estancia en la prisión de Palermo tras ser detenido en aquella aduana por culpa de la gota de sangre que le asomó en mala hora o en buena por una de sus fosas nasales y levantó las sospechas de un carabinero con ojo crítico o deductivo, que le echó literalmente los perros que huelen la cocaína. Me había mandado un par de cedes de regalo, uno de Modugno y otro de un tal Zappulla, y estuve casi seguro de que era la voz de éste la que sonaba en la vaqueriza a volumen alto, entonando una canción que figuraba en mi disco, recordaba algunos tíulos, era ‘I puvireddi’ o 'Suspirannu’, o "Luntanu, o 'Bidduzza,, o 'Moro pe ttia’, bonitas, gratas, algo horteras en su melancolía, las había escuchado con insistencia y gusto durante un periodo mío melancólico y algo hortera, aquel cobertizo debía de estar en Sicilia, también me lo hizo pensar la lupara que uno de los centinelas llevaba colgada al hombro con una correa, la escopeta de cañones recortados con la que allí se ha cazado y quizá aún se caza, y se han ajustado cuentas y tal vez aún se ajustan, al otro individuo le asomaba un pistolón enfundado bajo la axila, la chaqueta echada sobre los hombros con garbo, las mangas vacías y las de la camisa arremangadas, en la muñeca un reloj grande cuadrado, apoyada una mano en el respaldo de la silla del prisionero, más grueso y mayor que ellos, que eran jóvenes y delgados, y los tres movían los labios siguiendo la letra del canto, se la sabían de memoria todos y la canturreaban a la vez que Zappulla, y aunque cada uno lo hacía por su cuenta, por así decir, absorto, aislado, como para dentro y no a coro, resultaba curiosa esa sintonía que les permitía compartir algo momentáneamente, como si no fueran dos guardianes y su cautivo o dos verdugos y su víctima y a ésta no la aguardara aígo malo, y las colas de los animales, al fondo, parecían moverse al mismo son, los seres vivos del lugar recóndito en extraña e incongruente armonía, el hombre de la lupara incluso se balanceaba levemente sin levantar los pies del suelo, sólo le bailaban las piernas y el torso con la escopeta de dos cañones, al cadencioso ritmo de 'I puvireddí’ o de "Moro pe ttia’, 'Los pobrecitos' o 'Muero por ti' en dialecto.

Esto duró pocos segundos, porque en seguida se abrió la puerta -se entrevió la hierba, un campo ameno- y entraron otros tres sujetos que tras de sí la cerraron, y el que iba al frente y mandaba era Arturo Manoia. Allí estaba con sus gafas de violador o de funcionario que se subía con el pulgar constantemente aunque no se le resbalasen, vi que también lo hacía estando así, de pie y activo, ocupado, con su mirada casi invisible a causa de los grandes cristales y de la excesiva movilidad de sus ojos mates de color café con leche, como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Lo reconocí al instante, acababa de verlo durante toda una velada inolvidable y ni siquiera aparentaba menos años, sería una grabación reciente o era un hombre sin edad y que a diferencia de su mujer no cambiaba, allí estaba con su mentón invasivo, con su barbilla demasiado larga que no llegaba a convertirlo en prognato pero tal vez sí en un bazzone. Con su disposición general para la represalia. Nada más conocerlo había pensado que la ejercería a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, que sería un individuo irascible aunque con fama de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca. Pero también había pensado que las pocas veces que le aflorara debían de ser temibles, 'no para presenciarlas'. Y ahora, cuando ya me había despedido de él y lo había perdido de vista en persona, al final de la noche, inesperadamente, me tocaba asistir a una, a un ataque de ira suyo en pantalla. Lo sentí como una maldición y lo supe nada más verlo aparecer en el vídeo, con su traje y su corbata, por la puerta del cobertizo. Me preparé, me hice el propósito de no apartar la vista ni tapármela, pasara lo que pasara. Quería demostrarle a Tupra que a lo largo de su sesión ya me había endurecido, o había creado ya en mi interior el antídoto contra su veneno; o la resistencia al menos.

No se interrumpió la música cuando entraron los tres nuevos, ni siquiera se bajó el volumen, así que oí poco de lo que Manoia le decía al maniatado y todavía comprendí menos, me pareció que el acento meridional lo tenía exagerado o bien que mezclaba el dialecto con el italiano. Pero le hablaba con fiereza, con indignación, con desprecio, con su voz hiriente ahora elevada, agitando las manos y soltándole alguna torta que otra de pasada, como si formaran parte de la gesticulación tan sólo, subrayados de sus increpaciones, sopapos casi involuntarios o por él inadvertidos, eso sólo puede ocurrir cuando el abofeteado ya no vale nada y se lo ha cosificado. El otro contestaba lo que podía, él sin duda en dialecto porque no le entendía palabra, eran frases entrecortadas, abortadas por la catarata incesante y veloz de Manoia, no quise fijarme en el prisionero apenas, cuanto menos lo individualizara menos me importaría lo que acabase ocurriéndole, algo horrible iba a ocurrirle, era seguro, la situación lo pedía y además la escena figuraba en aquel DVD escogido y montado, de episodios ruborizantes o atroces sin paja, me fijé pese a todo, por la costumbre, era un hombre relleno, con boca de piñón en una cabeza grande, pelo muy corto pajizo y rizado, ojos saltones, piel curtida de pequeño hacendado que aún recorre a pie los campos, bien vestido en un estilo aldeano, no más de cuarenta años. Por fin Manoia paró la cascada -pero no la ira-, o hizo una pausa breve, y a continuación le entendí una cosa: 'Tappa-tegli la bocca', les ordenó a los secuaces, aunque sonó más bien como 'Dabbadegli la bogga', con sus consonantes sonoras donde debían ser sordas, y quizá lo entendí a posteriori por las imágenes, al ver cómo el del pistolón y el de la escopeta le metían dos paños en la boca al cautivo, uno tras otro, casi a presión, cómo cupieron, y le ponían encima una buena tira de cinta adhesiva, de oreja a oreja, sin dejarle toser libremente como necesitaba, se le enrojeció e inflamó el rostro, los ojos parecieron a punto de salírsele de las órbitas durante unos instantes, los carrillos hinchados como con flemones, los paños eran a cuadros rojos y blancos, quizá servilletas de una trattoria, por encima de la cinta asomaban puntas y por debajo, qué habría hecho tan garrafal o tan grave, delatar como Del Real, traicionar, acobardarse, fallar, huir, quedarse dormido, no parecía un mero enemigo, podía serlo, tal vez alguien había muerto por culpa suya, un agente del Sismi a quien aún no tocaba, si Manoia era del Sismi. Este se sacó entonces algún objeto del bolsillo de la chaqueta, no pude verlo, era corto, una navajita, una cucharilla, una lima puntiaguda y metálica, un lápiz. 'Adesso vedrai’ le dijo, 'Ahora verás', eso sí sonó claro pese a la canción que continuaba. La cabeza del hombre sentado le quedaba a la altura del pecho, de los brazos. Se aproximó más a él, sólo precisó un par de pasos, y con lo que quisiera que llevara en la mano efectuó dos movimientos rápidos sobre su cara, el ademán era de dentista antiguo que se dispone a arrancar una muela por las bravas, uno y dos, y se los arrancó, ya lo creo, de cuajo, no las muelas, se los hizo saltar como quien saca con el cuchillo de postre los huesos de dos melocotones partidos, o pepitas de una sandía, o unas nueces de sus cáscaras por fin abiertas tras el forcejeo, y yo hube de cerrarlos pese a mi propósito, qué remedio le queda a uno, procuré no tapármelos con la mano para que a Tupra le cupiera la duda de si los aguantaba abiertos, mientras Zappulla cantaba y yo captaba tan sólo un vocablo suelto de vez en cuando, ‘sfortúnate', 'mangiare', 'cerco', soffro', 'senza capire’, ‘'malate’, 'desdichadas', 'comer', 'busco', 'sufro', 'sin entender', 'enfermas', insuficientes para adquirir sentido aunque uno siempre puede dárselo a todo, desdichadas las cuencas de mis ojos vacías, me obligan a comer servilletas o paños, busco salvarme y sufro mutilaciones, sin entender la crueldad de estas bestias enfermas… 'E quando son le feste di Natale', eso no ayudaba en modo alguno pese a ser lo más largo que captaba mi oído, porque oír seguía oyendo, y también los inhumanos bufidos de incredulidad y desesperación y dolor, que no gritos, no podía haberlos con los incrustados paños a cuadros, y en cambio ya no veía, algo era algo, aunque intentara hacerle creer lo contrario a Reresby y quizá lo lograra.