– Lo que me gustaría saber es cómo había allí una cámara, en lo que imagino una vaqueriza remota, perdida en medio del campo, ¿no es muy raro? -Intenté mantener el tono técnico, no me iba mal con él, en mi esfuerzo por sobreponerme.
Tupra volvió a mirarme desde lo alto, ahora más divertido que irritado.
– Sí, habría sido muy raro, Jack, si el tipo con la lupara, mira cómo aprendo de ti -sonó como si hubiera dicho en inglés 'looparrah', no tenía muy buen oído-, no la hubiera puesto y escondido allí previamente. Podría haber terminado como el de la silla, si lo hubieran descubierto.
Lo que pregunté a continuación me traía en realidad sin cuidado; lo hice sólo para apuntalarme, a la espera de poder irme, en el mismo tono siempre.
– ¿No me dirás que es inglés, con esa pinta? No me dirás que es un agente nuestro. -Estuve a punto de decir ‘vuestro', pero me corregí o cambié a tiempo, acaso irónicamente, acaso por vaga conveniencia mía.
La respuesta era obvia, 'Para qué está el dinero', o 'Para qué están los contactos', o 'Para qué los chantajes', pero Tupra quiso hacerse el interesante a última hora. La verdad era que se lo había hecho intermitentemente a lo largo de la noche entera.
– Eso es mucho querer saber, Jack. -Se apartó de mí, volvió al cajón del que había sacado el disco, lo guardó cuidadosamente, cerró el cajón con llave, el de sus tesoros. Y entonces volvió a preguntármelo, desde el otro lado de la mesa, en penumbra. Dijo con su boca grande, con su boca mullida y carnosa, sobrada de extensión y carente de consistencia, a la vez que echaba humo-: Te lo habrás pensado ya bien todo este rato, contéstame ahora a lo que te pregunté en el coche. Ahora has visto cosas que no habías visto ni volverás a ver, eso espero. Dime ahora: ¿por qué no se puede ir por ahí pegando, matando? Según tú. Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede.
Ninguna de las contestaciones clásicas me valía ante él, lo había sabido desde el primer momento. No había creído que Reresby volviera a ello, no sé por qué no, él nunca perdía el hilo ni olvidaba lo que estaba pendiente ni soltaba a su presa si no quería, al igual que yo, al igual que Wheeler. Miré a mi alrededor estúpidamente, como si en las paredes fuera a encontrar respuesta, la habitación medio en sombras, con las luces bajas. Me fijé unos instantes en la única imagen, quizá para descansar de las otras, de las de la televisión maldita y de la viva de Tupra: el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes curvados y con su Military Cross, la condecoración así llamada, el pelo con pico de viuda, las cejas espesas y la mira da elegiaca, como seguramente era la mía, y era esa mirada doliente en la que vi reflejado mi abatimiento lo que me delataría ante Tupra, pese a mi tono impostado. Distinguí a duras penas la firma del dibujo, 'E Kennington. 17', decía, ese nombre lo había yo oído en boca de Wheeler al hablarme de la campaña de la careless talk, 1917, en plena Primera Guerra, la que él y mi padre habían alcanzado a vivir de niños, parecía increíble que no se hubieran borrado aún del mundo, que no estuvieran ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido como sí lo estaría el oficial del retrato a menos que Tupra conociera su identidad, en aquella contienda se había matado quizá peor que en ninguna otra, quiero decir de peor manera, con técnicas perfeccionadas pero también cuerpo a cuerpo y con bayoneta, y los que habían caído en los frentes eran incontables, o no se atrevió nadie a contarlos. Intenté una maniobra mínima de diversión, intenté ganar tiempo:
– ¿Quién es ese militar de ahí? -Y señalé el dibujo.
Lo que dijo Reresby fue contradictorio, como si sólo quisiera quitarse la pregunta de encima:
– No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara. -Pero insistió en seguida-: Dime por qué no se puede.
No sabía qué contestar, aún estaba muy tocado, aún estaba consternado y conmocionado. Me salió una frase, sin embargo, casi sin querer, desde luego sin pensarla, como para no quedarme mudo:
– Porque no podría vivir nadie.
No pude comprobar su efecto ni si había alguno, me quedé sin saber si se habría o no reído, si se habría burlado, si me la habría rebatido o la habría dejado caer con desdén sin recogerla siquiera, porque entonces oí la voz de la mujer a mi espalda, nada más yo pronunciarla:
– Bertie, con quién estás, y qué haces, no me dejas dormir, sabes qué hora es, ¿no te acuestas?
Era un tono doméstico. Me volví. La mujer había encendido la luz del pasillo y su figura en sombra se recortaba a contraluz, en el umbral, había abierto la puerta y no se le veía la cara. Llevaba una bata transparente hasta los pies, de gasa o algo parecido, con cinturón o ceñida por la cintura y el resto era ligero vuelo, esa impresión daba, su silueta se aparecía nítida y como desnuda a través de la gasa, aunque posiblemente no lo estaba, si había oído mi voz, o voces; calzaba zapatillas de tacón alto y fino, como si fuera una modelo antigua de lencería o de camisones y saltos de cama, una pin-up girl de los años cincuenta o de los primeros sesenta, una mujer de mi infancia. Parecía una imagen de calendario. Olía bien, con un olor sexuado que desde la puerta penetró en el cuarto, creando la ilusión de disipar sus horrores. No tenía una figura de clepsidra ni de botella de Coca-Cola, pero casi, se le perfilaba perfecta y atractivamente contra la luz fuerte a su espalda; era alta y de piernas largas, un tobogán por el que deslizarse, luego cabía que fuera su exmujer, Beryl, que tanto había encendido y alterado a De la Garza. Me acordé de él, quizá estaba todavía tirado en el suelo del cuarto de baño de los minusválidos, ya no tan limpio, malherido y sin poder moverse. Me entró mala conciencia, pero no sería yo, aquella noche, quien fuera a buscarlo y a comprobarlo, me sentía estragado y rendido. Ya me interesaría por él otro día en la Embajada, seguro que antes o después alguien lo recogería y llamaría a una ambulancia. Los Manoia, en cambio, haría rato que dormirían en sus camas del Hotel Ritz, plácidamente y reconciliados, y Flavia estaría satisfecha y contenta de haber obtenido un triunfo nocturno y haber provocado un incidente, aunque también se habría preguntado, al cerrar los ojos: 'Esta noche todavía sí, pero, ¿y mañana? Seré una jornada más vieja'. Fuera quien fuese la mujer del umbral, su aparición me obligaba a marcharme, o por fin me lo permitía. No me pareció que Tupra estuviera por presentármela.
– Un poco de trabajo tardío con un colega. En seguida voy, querida -le dijo desde detrás de la mesa. De hecho la llamó 'my dear', 'querida mía'.
'Así que a él sí lo esperaba alguien y no vive solo, o al menos no le falta compañía querida algunas noches', pensé poniéndome en pie. 'Así que tiene un punto flaco, una persona a su lado. Y le gusta el viejo estilo, que no es precisamente lo que él llama el estilo del mundo. Quizá ese estaba en la pantalla, y en el lavabo de los tullidos, y con él acaba de envenenarme.'
VI Sombra
No me di prisa, I did linger and delay o sí esperé y me entretuve, y dejé transcurrir unos dos meses hasta que se presentó aquel 'otro día' en que me decidí a interesarme personalmente por De la Garza, en la Embajada. No es que no me preocupara su suerte, pensaba a menudo en ella con intranquilidad y pesadumbre, y en las jornadas siguientes a aquella noche desagradable y larga estuve atento a los periódicos londinenses por ver si traían alguna noticia al respecto, pero ninguno se hizo eco del incidente, sin duda Rafita ni siquiera había denunciado la agresión ante la policía. La intimidación de Tupra, o la mía al traducir sus palabras con sus instrucciones precisas, había surtido efecto a buen seguro. También compré El País y el Abc a diario (éste por estar más pendiente que otros de las vicisitudes de los diplomáticos, como de las de los obispos), pero tampoco apareció nada en ellos durante los primeros días. Sólo al cabo de unos diez, en un reportaje sobre la inseguridad comparada de las capitales europeas, el corresponsal de El País en Londres mencionaba de pasada en su informe: 'Entre la colonia española cundió cierta alarma cuando se supo, hace unas semanas, que un empleado de la Embajada había sido hospitalizado a consecuencia de la paliza que unos desconocidos le habían propinado una noche, sin aparente motivo y en plena calle, según su versión inicial. Más tarde confesó que la brutal agresión (numerosos hematomas y varias costillas rotas) había tenido lugar en una discoteca de moda y que había sido producto de una reyerta, lo cual tranquilizó los ánimos, al permitir entenderlo como un hecho meramente casual, aislado e incluso tal vez merecido, o por lo menos personalizado'.