– Yo trabajo para ti, Bertram, pero en lo que trabajo. No me pidas más. Yo estoy para interpretar y dar informes, no para reducir a gañanes borrachos. Ni siquiera para entretener a señoras declinantes, y clavármelas hasta el esternón en el pecho.
Tupra no podía evitar que le hiciera gracia lo que se la hacía. Hasta ahora no nos habíamos dado ocasión de comentar el suplicio, menos aún de reírnos, o él de mí, por mi mala suerte y mi estoicismo imperfecto.
– Picos duros, ¿eh? -Y soltó una carcajada sincera-. Ni loco habría aceptado yo su invitación al baile, con esos bastiones. -Dijo 'bulwarks’ quizá sería más ceñida su traducción por 'baluartes'.
Lo había logrado otra vez. También a mí me hace gracia lo que me la hace. No pude reprimir la risa, el enfado se deshizo momentáneamente, o se aplazó cuando ya no tocaba. Durante unos segundos reímos los dos a la vez, juntos, sin dilación ni adelanto, con la risa que une a los hombres desinteresadamente entre sí y que suspende o disuelve sus diferencias. Lo cual significaba que, pese a mi cabreo y a mi aprensión en aumento -o era ya malestar, aversión, repugnancia-, yo no le había retirado la mía del todo. Quizá llevaba camino de racionársela, pero no me había sustraído aún a ella ni se la había negado. No del todo, aún, la risa.
Tendríamos eso en común, habernos acostado con la joven Pérez Nuix ambos, estaba casi seguro aunque no se me había ocurrido preguntárselo, a él ni aún menos a ella, y eso que compartir una cama despiertos marca arbitrariamente la frontera entre la discreción y la confianza, entre el secreto y las revelaciones, entre el deferente silencio y las preguntas con sus respuestas o con sus evasivas a veces, como si entrar en el cuerpo de otro con brevedad suprimiera, además de las físicas, otras barreras de paso: biográficas, sentimentales, sin duda las del disimulo o la precaución o reserva, es algo absurdo que dos personas, tras enlazarse, se sientan más facultadas o impunes para indagar en la vida y los pensamientos del que estuvo encima o debajo, o en pie de espaldas o de frente si la cama no hizo falta, o para relatarlos prolijamente, verbosos y hasta abstraídos, hay quienes follan con alguien sólo para rajar luego a destajo, como si se hubieran ganado una patente en el entrecruzamiento. Eso me ha molestado a menudo en mis aventuras ocasionales, de una sola noche o mañana o tarde, y todas son así en primera instancia, mientras la repetición no se aparece, todas son así cuando se inauguran y no se sabe si se clausurarán acto seguido, o lo sabe una de las partes, al instante lo sabe y se lo calla educadamente y da lugar al malentendido (la educación es un veneno, nos pierde); finge que eso no va a interrumpirse en seguida, sino que en efecto algo se ha abierto que no tiene por qué cerrarse, y entonces a lo que da pie es a un gran engorro. Y a veces lo sabe uno antes incluso de la entrada en el nuevo cuerpo, sabe que quiere probar sólo esa vez, cerciorarse, quizá jactarse para sus adentros o escandalizarse de sí mismo, y hasta puede que anotar el dato con vistas a rememorarlo o es más bien a recordarlo; o aún más tenue, a tener constancia: 'Esto ha ocurrido en mi vida', podrá decirse uno ya siempre, sobre todo en la vejez o en la edad madura, cuando el pasado invade mucho el presente y éste, desinteresado o escéptico, mira rara vez ya hacia adelante.
Sí, me ha fastidiado a menudo que luego me hayan expuesto sus características e interioridades, que me hayan dibujado un retrato de sus personalidades, desviado inevitablemente, o que hayan intentado singularizarme ('Nunca me había pasado esto con ningún hombre'), en parte para halagarme y en parte para salvar su reputación que nadie había puesto en entredicho. Me ha irritado que a partir de ese momento se hayan movido por mi casa, si en ella estábamos, con excesiva familiaridad o soltura y actitud apropiativa ('¿Dónde tienes el café?', por ejemplo, dando por sentado que yo guardaba café y que podían hacérselo ellas directamente; o bien 'Voy al cuarto de baño', en vez de preguntar si pueden ir a él, como habrían hecho un rato antes, aún vestidas o sin todavía ensartarse; una exageración, este verbo). Me ha sublevado que se hayan dispuesto a dormir una noche entera en mi cama sin ni siquiera consultármelo, dando por descontado que quedaban invitadas a demorarse en sus sábanas por haber yacido sobre su colcha un rato o haber apoyado las manos en ella para procurarse equilibrio mientras permanecían de pie, inclinadas, de espaldas a mí, more ferarum, subida la falda, los tacones firmes de los zapatos puestos. Me ha airado que uno o dos días después se presentaran sin avisar en mi casa, para saludar cariñosa y espontáneamente, pero en realidad para repetir con premeditación y asentarse, con la seguridad infundada de que les franquearía el paso y les dedicaría tiempo a cualquier hora y en cualquier circunstancia, estuviese o no atareado, acompañado o no de otras visitas, contento o arrepentido (pero más probablemente olvidado) de haberles permitido poner pie ayer en mi territorio. Deseoso de estar solo o echando de menos a Luisa. Y me ha reventado que me llamaran por teléfono más tarde diciendo 'Hola, soy yo', como si el trato carnal ya pretérito confiriera exclusividad o unicidad, o acentuara la identidad, o garantizara un alto grado de ocupación de mis pensamientos, o me obligara a reconocer una voz de la que acaso -eso con suerte- brotó sólo un gemido, o unos cuantos educadamente.
Pero lo que más me ha enfurecido, a veces, ha sido sentirme en deuda (absurdamente, en estos tiempos) por haberme acostado con ellas. Sin duda un vestigio de mi época de infancia, cuando aún se consideraba que el interés y la insistencia venían del varón siempre y que la mujer cedía, o aún es más, concedía u otorgaba, y era ella la que hacía un regalo valioso o un favor grande. No siempre, pero con demasiada frecuencia, me he juzgado artífice o responsable último de lo habido entre ellas y yo, aunque yo no lo hubiera buscado ni anticipado -si es que no lo he visto venir en la mayoría de las ocasiones, no me lo he maliciado-, y he supuesto que lo lamentarían nada más concluirlo y yo retirarme o hacerme a un lado, o mientras se volvían a vestir o se alisaban la ropa y se la enderezaban (hubo una casada que me solicitó una plancha: hecha un acordeón su ceñida falda, marchaba directamente a una cena de matrimonios muy finos sin poder pasar antes por casa; le presté mi buena plancha y salió muy ufana, su prenda silenciosa y sin huella de sus avatares), o si no más adelante, cuando se quedaran a solas y meditabundas, o rememorativas, mirando la misma luna a la que yo no haría caso, desde sus ventanas sentidas como nupciales de pronto, en la duermevela de la madrugada.
Y así he tenido a menudo el impulso de compensarlas en el instante, mostrándome delicado, paciente o propenso a escucharlas; atendiendo suavemente a sus cuitas o sosteniéndoles su cháchara; velando su desconocido sueño o haciéndoles caricias que no venían a cuento y que a mí no me salían, pero que me sacaba; fraguando enrevesadas excusas para irme de sus casas antes del amanecer, como un vampiro, o para salir de la mía en plena noche y darles así a entender que no podían pernoctar en ella y que debían vestirse y acompañarme abajo y conducir sus coches o coger un taxi (y he pagado de antemano al chófer), en lugar de confesarles que ahora ya no quería seguir viéndolas más, ni oyéndolas, ni respirar adormecido a su lado. Y alguna vez el impulso ha sido de recompensarlas, simbólica y ridículamente, y entonces les he improvisado un regalo o les he preparado un buen desayuno si la hora llegaba y nos encontraba aún juntos, o he accedido a un deseo que estuviera a mi alcance cumplirles y que hubieran expresado no a mí sino al aire, o a una petición sí a mí, pero implícita o no formulada, o lo bastante distanciada en el tiempo para no resultar asociable, o sólo si uno se empeñaba en vincular verbo con carne. No, en cambio, si la petición era explícita y cercana, porque en esos casos no he logrado sustraerme a una desagradable sensación de transacción o de cambalache, que falsificaba el conjunto y lo tornaba sórdido, o de hecho lo suprimía, como si no hubiera sucedido.