Alberto Vázquez-Figueroa
Tuareg
A mi padre
«Alá es Grande. Alabado sea».
— Hace ya muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado mi hermano menor, y aunque tres días de camino separaban mi «jaima» de la suya, pudo más el amor que por él sentía, que la pereza, y emprendí la marcha sin temor, pues como he dicho, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.
— Había llegado el anochecer del segundo día cuando encontré un campo de muy elevadas dunas, a media jornada de marcha de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y subí a una de ellas intentando avistar un lugar habitado en el que pedir hospitalidad, pero sucedió que no distinguí ninguno, y decidí por tanto detenerme allí y pasar la noche guardado del viento.
— Muy alta debiera haber estado la luna — si para mi desgracia no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella—, cuando me despertó un grito tan inhumano que me dejó sin ánimo, e hizo que me acurrucase presa del pánico.
— Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a éste siguieron quejas y lamentaciones en tal número, que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus aullidos.
— Pero he aquí que de improviso sentí que escarbaban en la arena y al poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo advertí sucesivamente en cinco o seis lugares diversos, mientras los desgarradores lamentos continuaban, y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.
— No acabaron aquí mis tribulaciones porque al instante escuché una respiración fatigosa, me tiraron puñados de arena a la cara, y que mis antepasados me perdonen si confieso que experimenté un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismísimo «Saitan», el demonio apedreado, me persiguiese. Y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que el sol me alumbró, y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.
— Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi noche de terror, y al contarla al amor de la lumbre, tal como ahora os la estoy contando, un vecino me dio la explicación a lo que me había ocurrido, y me contó lo que su padre le había contado:
— Y dijo así:
— Alá es grande. Alabado sea.
— Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos poderosas familias, los Zayed y los Atman, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y de otros había sido vertida en tantas ocasiones que sus vestiduras e incluso su ganado, podrían haberse teñido de rojo de por vida. Y sucedió que habiendo sido un joven Atman el último caído, estaban éstos ansiosos de venganza.
— Ocurría también que entre las dunas donde tú dormiste, no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, acampaba una «jaima» de los Zayed, pero en ella habían muerto ya todos los hombres y tan sólo se encontraba habitada por una madre y su hijo, que vivían tranquilos, ya que incluso para aquellas familias que tanto se odiaban, atacar a una mujer seguía siendo algo indigno.
— Pero ocurrió que una noche aparecieron sus enemigos, y tras maniatar a la pobre madre que gemía y lloraba, se llevaron al pequeño con el propósito de enterrarlo vivo en una de las dunas.
— Fuertes eran las ligaduras, pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de madre, y la mujer logró romperlas, pero cuando salió al exterior ya todos se habían ido, y no distinguió más que un infinito número de altas dunas, por lo que se lanzó de una a otra escarbando aquí y allá, gimiendo y llamando, sabiendo que su hijo se asfixiaba por momentos y ella era la única que podía salvarlo. — Y así le sorprendió el alba.
— Y así siguió un día, y otro, y otro, porque la Misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura para que de este modo sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres.
— Y nunca más volvió a saberse de aquella infortunada mujer, y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y aún continúa con su búsqueda y sus lamentaciones, y cierto debe ser, ya que tu, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.
— Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu viaje, y que ahora te reúnas aquí, con nosotros, al amor del fuego. — Alabado sea.
Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente volviéndose a los más jóvenes, aquellos que escuchaban por primera vez la antigua historia dijo:
— Ved cómo el odio y las luchas entre familias a nada conducen más que al miedo, la locura y la muerte y cierto es que en los muchos años que combatí junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del Norte, los Ibn-Azíz, jamás vi nada bueno que lo justificase, porque las rapiñas de unos con las rapiñas de otros se pagan y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que como una van arrastrando nuevos muertos, y las «jaimas» se quedan vacías de brazos fuertes y los hijos crecen sin la voz del padre.
Durante unos minutos nadie habló pues se hacía necesario meditar sobre las enseñanzas que contenía la historia que el anciano Suílem acababa de contar, y no hubiera resultado correcto olvidarlas al instante pues para eso no valía la pena molestar a un hombre tan venerable, que perdía horas de sueño y se fatigaba por ellos.
Al fin, Gacel, que había escuchado ya docenas de veces aquel viejo relato, indicó con un gesto de las manos que era hora de que todos se retiraran a dormir, y se alejó solo, como cada noche, a comprobar que el ganado había sido recogido, los esclavos habían cumplido sus instrucciones, su familia descansaba en paz, y reinaba el orden en su pequeño imperio constituido por cuatro tiendas de pelo de camello, media docena de «sheribas» de cañas entretejidas, un pozo, nueve palmeras y un puñado de cabras y camellos.
Luego, también como cada noche, ascendió despacio hasta la alta y dura duna que protegía su campamento de los vientos del Este, y contempló a la luz de la Luna los restos de ese imperio: una infinita extensión de desierto, días y días de marcha a través de arenas, rocas, montañas y pedregales en los que él, Gacel Sayah, reinaba con dominio absoluto, pues era el único «inmouchar» allí establecido, y era, también, dueño del único pozo conocido.
Le gustaba sentarse sobre aquella cima, a dar gracias a Alá por las mil bendiciones que a menudo arrojaba sobre su cabeza: la hermosa familia que le había proporcionado, la salud de sus esclavos, el buen estado de los animales, los frutos de sus palmeras, y el supremo bien de haberlo hecho nacer noble dentro de los nobles del poderoso pueblo del Kel-Talgimus, el «Pueblo del Velo», los indomables «imohag», a los que el resto de los mortales conocían por el apelativo de tuareg.
Nada había al Sur, al Este, al Norte, o al Oeste: nada que marcase límite a la influencia de Gacel «el Cazador», que había ido alejándose poco a poco de los centros habitados, para establecerse en el más lejano confín de los desiertos, allí donde podía sentirse por completo a solas con sus animales salvajes, addax fugitivos que acechaban durante días en la llanura; muflones de las altas montañas aisladas entre grandes mares de arena; asnos salvajes, jabalíes, gacelas, e infinitas bandadas de aves migradoras.
Había huido Gacel del avance de la civilización, de la influencia de los invasores y del exterminio indiscriminado a las bestias de las arenas, y sabida era, en toda la extensión del Sáhara, que la hospitalidad de Gacel Sayah no tenía igual de Tombuctú a las orillas del Nilo, aunque su furia solía abatirse sobre las caravanas de esclavos, y los «cazadores locos» que osaban adentrarse en su territorio.