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Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal, y reinició, sin prisas, su marcha hacia el Oeste.

El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo — poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos—, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.

Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.

Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el Ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno.

Cuando un Tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle.

Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la Guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia, pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del Regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la Independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias.

Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su Regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que, para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano a toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía, tan sólo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente, que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo.

Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo.

Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el Este, una vieja «ghourds» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo y endurecida en su corazón, hasta convertir la arena casi en piedra, el sargento Malik observaba sin interés cómo sus hombres paleaban arena de las jóvenes dunas que amenazaban con anegar el más apartado de los pozos, hasta que enfocó los prismáticos hacia el solitario jinete, que había hecho su aparición montando un blanco mehari, y que avanzaba sin prisas abriéndose camino en dirección al puesto. Se preguntó qué buscaría un targuí por aquellos andurriales, cuando hacía seis años que habían dejado de frecuentar los pozos de Adoras, evitando todo contacto con sus ocupantes. Las caravanas beduinas llegaban cada vez más espaciadamente, hacían aguada, descansaban un par de días en el extremo más apartado del oasis procurando ocultar a sus mujeres y no rozarse en absoluto con los soldados, y reemprendían la marcha suspirando aliviados si no habían surgido incidentes. Pero los tuareg no. Los tuareg, cuando frecuentaban los pozos, plantaban cara, altivos y desafiantes, y permitían que sus mujeres anduvieran de un lado a otro con el rostro descubierto y los brazos y las piernas al aire, indiferentes al hecho de que aquellos hombres no hubieran disfrutado de una mujer en años, y echando mano de sus fusiles y sus afiladas gumías cuando alguno trataba de sobrepasarse.

Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones.

Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada.

— ¡«Aselam, aleikum»! — «Metulem, metulem» — replicó Gacel.

— Buena bestia traes. Y muy sedienta.

— Venimos de lejos.

— ¿De dónde?

— Del Norte.

El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuareg esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del Norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se hubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía.

— ¿Hacia dónde te diriges?

— Al Sur.

Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera.

— Puedes comer con los soldados — le hizo notar.

Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca.

— Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua.

El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores, y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes.

— El agua es de todos — replicó—.

Pero acepto con gusto tu invitación.

¿Dónde lo cazaste?

Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa.

— Al Norte — replicó.

Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas: