Ramsey Campbell
Turno de noche
Título originaclass="underline" The Overnight
© 2005 by Ramsey Campbell
Ilustración de cubierta: Christopher Gibbs
© 2008, La Factoría de Ideas.
Para Tam y Sam, con amor y verduras
Agradecimientos
En marzo de 2001 trabajé a tiempo completo en la librería Borders de Cheshire Oaks. La mayoría de mis amigos se sorprendieron de que tuviera que trabajar en otra cosa aparte de la literatura, aunque Poppy Z. Brite me envió varios correos electrónicos entusiásticos. Mi mujer, Jenny, me apoyó como siempre. En los meses que trabajé en la librería hice unos cuantos amigos y concebí la idea de este libro. ¿Qué más se puede pedir? Permítanme agradecerle a todos mis colegas el haberme hecho mi etapa allí tan agradable: Mary, Mark, Ritchie, Janet, Emma, Derek, Paul, Lisa, Melanie M., Mel R., Mel de la cafetería, Craig, Will, Annabell, Angie, Richard, Sarah H., Sarah W., Judy, Lindsay, Fiona, Barry, Laura, Colin, Vera, Millie, Joy, John y Dave. Ninguno de ellos se parece a ningún personaje de este libro, pero el montacargas es otro cantar. Mi editora, Melissa Singer, fue de nuevo una fuente inagotable de útiles sugerencias.
Woody
¿Qué hora se supone que es? Le da la sensación de que apenas ha dormido, y sin embargo ahí está ya la alarma del despertador. No, se trata del teléfono inalámbrico que venía con la casa y que siempre está de un lado para otro. El amortiguado y estridente sonido le restituye los efectos del jetlag, aunque hace meses que se mudó al Reino Unido. Sale de debajo de la manta destinada a protegerlo del frío del norte, para darse cuenta de que se ha dejado el inalámbrico abajo. Apreciaría llevar una bata, pero la suya está colgada por la etiqueta a un gancho de la puerta, y el teléfono no espera. Quizá es Gina, creyendo que es de día a este lado del océano. Quizá se ha decidido a darle una oportunidad a su librería después de todo.
Enciende el interruptor para arrojar algo de luz sobre la total oscuridad, sale a grandes zancadas de la habitación y baja las escaleras, que no son más anchas que una cabina telefónica. La barandilla barnizada de un amarillo chillón, similar al de los dientes de un viejo, cruje para avisarle de que no debe apoyarse demasiado en ella. La bombilla sobre las escaleras gasta la mayor parte de su energía en ser simplemente amarilla. Hasta el momento antes de posar los pies en ella, nunca había pensado que una alfombra pudiera estar tan fría, sin embargo, ni de lejos puede competir con el linóleo de la cocina. El teléfono tampoco está allí. Al menos no hay muchos lugares donde buscarlo en una casa tan pequeña que solo un británico la alquilaría.
Está en la habitación frontal, junto al sillón, frente a un televisor que tiene tan pocos canales que ni siquiera necesita un teleprograma. Las descoloridas cortinas color chocolate están abiertas y, de camino al sillón, la luz rosácea le resulta molesta. El teléfono no está donde esperaba, sino en el hueco del asiento, ¿y qué más encontramos por aquí? El envoltorio de un caramelo decorado con pelos y pelusas y una moneda verdosa tan vieja que su legalidad es dudosa. Aprieta el botón del teléfono con la otra mano para acallarlo.
– Woody Blake.
– ¿Es usted el señor Blake?
¿Lo ha soñado o acaba de decirle su nombre?
– Aquí me tiene, sí.
– ¿El señor Blake, encargado de Textos?
Para entonces Woody ya se ha deshecho del pegajoso papel de entre sus dedos tirándolo a una abollada papelera adornada con el mismo papel florido de las paredes. Arriesga su desprotegido trasero sentándose en el rasposo brazo del sillón.
– Eso es lo que soy.
– Soy Ronnie, de guardia en el complejo comercial de Fenny Meadows. Tenemos un aviso de alarma en su tienda.
Woody se pone en pie.
– ¿De qué tipo?
– Podría ser falsa. Necesitamos a alguien para comprobarlo.
– Voy de camino.
Ha dejado atrás la sombra proyectada por el vuelo de los pájaros de yeso a la izquierda del pasillo. Medio minuto en el baño le rebaja algo de su tensión, y al momento está vestido con unas ropas que han tomado prestado parte del frío del edificio. Añade al conjunto el chaquetón, que era ya lo bastante grueso para el invierno de Minnesota, y cierra de golpe tras de sí la pesada puerta de madera de la entrada, saliendo a la acera. Dos zancadas le llevan al coche alquilado, un Honda naranja, que sería blanco si no fuera por las luces de Halloween de la semana pasada, que parecen inundar todo de tonos color zumo de calabaza. La calle (lo que los británicos llaman terrace, casas adosadas las unas a las otras como un acordeón de ladrillos rojos, con las ventanas delanteras sobresaliendo) está silenciosa salvo por Woody y su aliento teñido de naranja. El coche marca su territorio expulsando una nube de humo ocre, girando ciento ochenta grados, y pasando el pub Flibberty Gibbet, que al parecer antes se llamaba El Ahorcado, y es el lugar donde la mitad de los hombres de la zona se pasa el día apostando en las carreras de caballos. Más de medio kilómetro de terraces y semáforos en rojo sin nadie a quien esperar le transporta más allá de las casas y las aceras, de los frondosos vergeles donde los tardíos dientes de león florecen y las farolas alumbran los otoñales árboles perennes. Tres kilómetros de autovía le llevan a la autopista entre Liverpool y Manchester. Apenas ha alcanzado la velocidad máxima permitida cuando tiene que frenar para coger el desvío del complejo comercial.
Está seguro de que la librería se encuentra mejor situada que cualquier otro local de la ronda de medio kilómetro donde se encuentra el complejo. Nada más llegar a la rampa de salida, divisa las gigantescas letras alargadas en la pared de cemento del edificio de dos plantas formando la palabra «Textos»; la niebla rodea la tienda con su aura blanquecina. Conduce por los alrededores del complejo, pasando varios edificios a medio construir, y junto a la entrada del restaurante Stack o' Steak y el supermercado Frugo. Tríos de arbolillos jóvenes, plantados en fragmentos de hierba, decoran el asfalto del aparcamiento. Acechan al coche de Woody, proyectando sombras de los focos que montan guardia encima de los edificios; la tienda de móviles Stay in Touch, la Baby Bunting cerca de Teenstuff, la TVid con su escaparate lleno de televisores, y la agencia de viajes Happy Holidays, que comparte una calle con la librería. Un incesante trino, como el grito de un enloquecido y enorme pájaro, invade sus oídos mientras aparca frente a la entrada de Textos ocupando tres espacios.
Un hombre corpulento y de uniforme, con una carpeta bajo el brazo, se acerca pesadamente a su encuentro.
– ¿Señor Blake? -exclama con un tono de voz tan inexpresivo como su corte de pelo al cero y un acento tan abierto como su rostro honesto y carente de emoción.
– Y usted debe de ser Ronnie, ¿no he tardado mucho, verdad?
Necesita consultar su grueso reloj de pulsera negro y rascarse a conciencia la cabeza para poder decir:
– Casi diecisiete minutos.
Grita mucho, lo que unido al quejido de la alarma es suficiente para bloquear las entendederas de Woody.
– Déjeme solo… -exclama Woody para indicarle que va a desactivar la alarma de la tienda. A continuación, teclea en el panel situado entre los pomos de las puertas de cristal. Los números dos, doce, uno y once le dan acceso al felpudo que pone «¡A leer!», entre los dos arcos de seguridad. Mete otro código en el panel de la alarma, que muestra una luz roja correspondiente a la sala de ventas, y entonces se hace un silencio tenso, roto por un pequeño zumbido agudo del que culparía a un mosquito si estuviera trabajando aún en la sucursal de Nueva Orleans.
No ha identificado todavía el origen del sonido cuando Ronnie le dice: