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Teclea la primera letra y un extraño brillo aparece desde el fondo de la pantalla. Debe de venir de los focos, porque proyecta la silueta de alguien asomado en el escaparate. El borroso cuerpo grisáceo desaparece cuando la cabeza asoma por la parte baja de la pantalla. La forma no tiene rostro reconocible y Wilf tiene la desagradable sensación de que los rasgos han sido aplastados y borrados contra el cristal. Se gira pero no ve a nadie tras el sucio ventanal; solo un coche que se aleja, dejando un rastro rojo sangre de la luz de frenos mientras avanza por el húmedo asfalto. Quizá uno de los tres arbolillos frente a la cortina de niebla que cubre la mitad del asfalto se las arregla para proyectar su leve sombra cien metros hasta la pantalla. Esta aparece ahora vacía, excepto por la solitaria O escrita poco antes por Wilf.

Vale, intentemos, escribir, juntos, otros, sonidos… No importa que la sentencia sea ridícula; nadie le oye murmurando para sí. Lo único que le importa son las letras en la pantalla, las cuales están en el orden correcto. ¿Puede teclearla sin asignarles palabras a las letras? Puede, y de nuevo lo hace. Deja caer la cabeza hacia atrás, aliviado. Greg se acerca briosamente a él, colocándose a su lado.

Greg mira la pantalla y se atusa la barba rojiza.

– ¿Has terminado? -parece sentirse con derecho a cotillear.

– Solo probaba una cosa, es todo tuyo.

– No es para un cliente.

– No concretamente.

– Se puede hacer -dice la voz de Greg, pero antes de borrar la frase de la caja de búsqueda sus ojos indican levemente que, a pesar de la entonación, era una pregunta-. Te vas ya entonces, ¿verdad? -dice incluso con menos convencimiento-. No queremos que la siguiente persona se pierda parte de su descanso.

Lo que sí debe de querer es ser encargado, pues suena igual que uno con demasiada frecuencia.

– Voy a Frugo, por si alguien me busca -dice Wilf.

Estaba tan ansioso por terminarse la segunda novela de esta semana antes de salir de casa que olvidó coger la comida del frigorífico. Sale de Textos a paso rápido, descubriendo que la niebla se ha acercado más. Coger su abrigo solo le robaría tiempo. Se rodea el pecho con los brazos con fuerza, y camina a largas zancadas; pasa junto a Happy Holidays surcando la niebla del mediodía y dejando un rastro similar al de un caracol por la acera. Luces difuminadas se pasean por la oscuridad, las de los focos, por supuesto, pues los coches están parados. Por encima de su cabeza, los focos parecen setas alargadas deformadas por la niebla. Está vaga por el brillo de los edificios que ocupan las tiendas, y empaña los escaparates, acumulándose sobre los coches aparcados como si fuera un gigantesco suspiro. Figuras compuestas de huesos pintados destacan en la parte frontal de los bloques desocupados; grafitis rodeados de garabatos que apenas son palabras. Ese es el paisaje que rodea a Wilf justo antes de entrar en Frugo.

Los muros y el techo del supermercado están tan exentos de colorido como los focos cubiertos de niebla. Una música amortiguada vaga por el aire mientras los silenciosos empleados reponen el género en los blancos pasillos. Wilf coge un cesto verde y se dirige con él a la rudimentaria sección de delicatesen, coge un paquete de sushi y lo lleva a la caja más próxima. La cajera, que lleva una bata similar a la de un dentista y tiene los ojos caídos por el peso del maquillaje, apenas le mira cuando le entrega el sushi, metido en una bolsa tan fina como un silbido. El contenido se le clava en las costillas cuando cruza los brazos y se dirige a la puerta de cristal, que por un momento parece que no se va a abrir a tiempo.

El camino de regreso más rápido es a través del aparcamiento. La niebla retrocede a su paso mientras marcha por el asfalto. Afuera, la oscuridad parece más sólida; le recuerda a unas tripas, una espesa masa de carne blanquecina que se aparta poco a poco para exponer los huesos en su plenitud. Son solo arbolillos haciéndose compañía mutua sobre unos segmentos de césped que alivian la negrura del pavimento. Al poco, son sus únicos acompañantes, pues la niebla ha borrado las tiendas de la vista. Siente como le acaricia el rostro, simulando una tela de araña extendida desde las ramas sin hojas de los arbolillos por los que está a punto de pasar. Mientras se frota la cara con su mano libre, la bolsa se le escurre del pecho. Un pie se le resbala en el césped plagado de hojas caídas, y el otro lo sigue. En el momento que todo su peso cae fuera del asfalto, una boca se cierne sobre él.

Es como si el paisaje se hubiera plegado sobre sí mismo para atraparle. Los fríos y pegajosos labios hinchados atenazan sus tobillos y se lo van tragando lentamente. La niebla le envuelve, y amortigua sus gritos de auxilio antes incluso de que pueda proferirlos. Es entonces cuando consigue escapar de la zona embarrada, y es capaz de oír los labios relamerse mientras se tambalea por el asfalto. Era solo barro, casi se grita a sí mismo por su estupidez pero ¿por qué era tan profundo? Aparte de sus zapatos, un palmo de sus calcetines y del dobladillo del pantalón se han ennegrecido. Avanza por la niebla hasta que esta se aleja de la librería.

Cuando pisa el letrero de «¡A leer!», Greg se acerca a él desde el otro lado del mostrador.

– Por Dios santo, ¿qué demonios has estado haciendo?

– Dando un paseo por ahí detrás -responde Wilf sintiéndose atrapado por su propia estupidez antes de dar con la frase-. Buscaba comida.

– Cualquiera pensaría que has estado en el bosque. No creo que debas dar vueltas por aquí de esa guisa, ¿no crees?

La boca de Wilf se abre antes de pensar en una respuesta educada o simplemente calmada.

– No pensaba hacerlo -es lo único que se le ocurre decir.

Se limpia gran parte de la tierra de los zapatos con la bolsa del supermercado y se la da a Greg.

– ¿Puedes tirar esto a la papelera mientras intento llegar arriba sin que me despidan?

En su dificultoso caminar por la tienda, su zapato izquierdo no cesa de repetir un sonido demasiado reminiscente de la fanfarria infernal que es incapaz de contener cada vez que va a un baño público. Tiene que andar con los dedos de los pies del pie derecho hacia arriba mientras se levanta la rodilla derecha del pantalón para que el sucio dobladillo no le toque los tobillos; no es de extrañar la mirada suspicaz de Greg y la risita de dos niños pequeños a su paso. El dobladillo se le queda pegado a la pierna mientras pasa su tarjeta por el lector de la sala de empleados. Incluso después de encerrarse en el silencio de la habitación se siente observado y estúpido. Se remanga la pernera del pantalón y deja el sushi en la mesa para dirigirse entonces a lo que algunos de los empleados, incluido Woody, han empezado a llamar la sala de los hombres.

La luz se enciende con un zumbido parpadeante. ¿Quién tiene la culpa del estado de este lugar? Pedazos de papel manchados de suciedad están esparcidos por el suelo y atascan el fregadero. Tiene que usar un montón de toallas de papel para que se vayan por el retrete, luego coge un rollo de papel casi entero para frotarse el barro de la ropa. No deja de distraerle la absurda idea de que si levantara la vista y mirara al espejo comprobaría que no está solo. Por supuesto, a su espalda solo está la pared verdosa. Una vez se ha deshecho de gran parte del barro, se sienta en la sala de empleados con un viejo amigo, Guerra y paz.

Está alimentándose con el sushi y saboreando la primera frase del libro cuando oye voces en la oficina.

– Olvidé decirte algo, está dándome vueltas en la cabeza, Jill -dice Connie.