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– ¿Está muy mareado?

– Eso hubiera sido más gracioso si no hubieras dicho el muy.

– Lo siento. Torpe de mí. ¿Está mareado?

– Es menos gracioso la segunda vez. Tengo las fotos del autor, si puedes colocar hoy las promociones sería genial. Pon tu imaginación a trabajar.

– Lo ha estado haciendo mucho últimamente.

– ¿Tienes algo que decirme?

– No sé qué quiero. Mejor dejémoslo.

– No, no lo dejemos. Mira, Jill, si hubiera sabido que estabas casada con Geoff…

– No tiene nada que ver conmigo, así que no te preocupes por mis pensamientos.

– Eso es muy… disculpa, ¿qué?

– Iba a decir que los sentimientos de mi hija son otro tema.

– ¿Es probable que venga mucho por la tienda?

– No mucho, no lo creo. Menos aún si la tienen vetada.

– Seguro que eso no pasará. ¿Intentamos dejar los asuntos del hogar en el hogar? Eso es lo profesional. ¿Por qué me miras así?

– Por un momento no estaba segura de a qué te referías.

– ¿Ya sí? Perfecto. Aquí tienes a Brodie Oates. Te voy a dar un escaparate. Consígueme toda la clientela que puedas.

– No sé si seré tan buena en eso como tú, Connie.

En el silencio que sigue a esa frase, Wilf se imagina a ambas mujeres haciendo como que no tienen ni idea de a qué se refiere Jill. Está a punto de hacer notar su presencia con algún ruido cuando Jill abre la puerta. Las dos lo miran como si hubiera estado escuchando a escondidas, lo cual es cierto. Se llena la boca de sushi y se refugia en el libro.

«Eh bien, mon prince.…» No puede pasar de ahí con la mirada de las mujeres clavada en él, e incluso cuando la puerta se cierra y se oye el ruido de Jill descendiendo por las escaleras, su mente sigue enganchada a esas palabras. Sabe que Tolstoi está demostrando que el francés era la segunda lengua de la aristocracia de la época napoleónica, pero ese pensamiento no le ayuda. Se recuerda el gozo que fue poder leer un libro, uno al día a veces, pero el recuerdo no llega a la altura de sus sentimientos; es como si la grisura, una combinación de telarañas y niebla, se hubiera asentado en su cerebro. Abian, mon prans… A Bi An… A Babor… A Nadar… ¿es esto culpa de Slater? Culpar al viejo enemigo solo le priva del tiempo necesario para recuperar el control sobre sí mismo. Se mete un poco de sushi en la boca seca y traga con dificultad al notar por su reloj que lleva varios minutos leyendo la misma línea. ¿Puede dejarse seducir por la historia recordando lo que pasa? ¿Los romances, el duelo, las reuniones de sociedad, la caza y las batallas, antes que a las personas? Cuando vuelve a la lista de personajes al principio del libro, los nombres no significan para él más que unas manchas de barro.

Bezuhov, Rostov, Bolkonsky, Kuragin… Suenan a consonantes raspándose las unas contra las otras, a lenguaje intentando sostenerse pero fallando en el agarre. Sabe que es su mente la que está haciendo eso mismo, y eso es aún peor. Cuando vuelve a leer el primer párrafo, los nombres comienzan a perder su forma, llenando su cabeza de pedazos de una sustancia demasiado primitiva para tener un significado. ¿Son estos la causa de que no pueda leer más de una frase a la vez y le lleve tanto tiempo entender cada una que ya se le ha olvidado el sentido cuando ha llegado al final? El párrafo tiene menos de ocho líneas, y sin embargo no lo ha podido terminar para cuando pincha el último pedazo de sushi del envase de plástico. Sus ojos se esfuerzan de nuevo con las primeras palabras y la voz de Greg aparece sobre él, queda pero aumentada.

– Wilf llama al doce, por favor. Wilf llama al doce.

No hay teléfono en la sala de empleados. Connie le hace un guiño que contiene un rastro de la mirada que le dedicó anteriormente junto a Jill. Mientras trastea torpemente el teléfono de Ray, casi despega el banderín del Manchester United del monitor del ordenador.

– ¿Qué quieres, Greg?

– ¿Estás a punto de bajar? A Angus le toca su descanso, pero ya le conoces, no quiere decírtelo él mismo.

– Mi tiempo no ha terminado aún, ¿verdad? -le pregunta a Connie.

– No puedo decírtelo sin mirar la parrilla. Es cosa tuya controlar el tiempo.

Solo estaba intentando hacer las paces con ella. Mira su reloj con la intención de decirle a Greg que está equivocado y de paso que ella lo oiga, pero resulta no ser así. Wilf se ha pasado casi una hora intentando leer un párrafo. Siente como si su cerebro se hubiera encogido hasta tener el tamaño del de un niño dentro de su inútil y enorme cráneo, y se encontrara allí desesperado, intentando esconderse para no arriesgarse a decir ni una sola palabra más.

– ¿Entonces, qué le digo a Angus? -insiste Greg.

Puedes decirle que en el futuro llame él mismo, y esto es lo que pienso de ti… es lo que no dice Wilf; en su lugar murmura:

– Bajaré enseguida.

– ¿Has tenido ocasión de ordenar tu sección, Wilf? -pregunta Connie cuando ya casi está fuera de la oficina.

– ¿Qué ordenar? Quiero decir, ¿ordenar qué?

– Estaba algo descuidada la última vez que le busqué un libro a un cliente.

No está descuidada en absoluto. La ordenó anoche y todavía tuvo tiempo para ayudar a Mad con Primera Infancia. Arroja el envase del sushi a la basura y el tenedor al fregadero y corre escaleras abajo.

– Solo un segundo -le dice a Angus desviándose para echar un vistazo a sus libros.

Si están desordenados, no ve de qué forma. Las biblias están todas juntas, y los libros sobre ella a su lado. Cualquier cosa de ocultismo está en Ocultismo, las filosofías en Filosofía, incluso aunque no pueda centrar su mente en los títulos más extensos y abstrusos. ¿Están ordenados los libros por autor dentro de sus categorías? Cuando se da cuenta de que no puede contestarse a esa pregunta, se siente abrumado por un escalofrío tan intenso que le deja helado en el sitio. Mira impotente al montón de libros, al tiempo que Greg sale de detrás del mostrador. Se dobla junto a Wilf como un atleta esperando el pistoletazo de salida mientras el odio en la mirada de Angus deja patente sus pensamientos.

– Wilf… -le urge Greg.

– Lo siento, Angus. Estaba distraído.

Aún lo está, más todavía cuando descubre que no puede leer los lomos de sus libros desde detrás del mostrador. Es por culpa de la distancia. No significa que no sea capaz de leer. No tiene problemas para atender a los clientes, usar la caja es ya tan instintivo como conducir, lo que le devuelve parte de la confianza hasta que se pregunta si eso le convierte en poco más que una extensión de la máquina, que actúa sin necesidad alguna de usar su cerebro. Ahora mismo no está ansioso por probarse a sí mismo en la terminal de información, y se alegra de que nadie le pida que la utilice. Para cuando Jill le releva en el mostrador, se siente con ganas de volver a casa con sus propios libros pero ¿le seguirán sus dudas?

Andar arriba y abajo por los pasillos no le aporta nada nuevo. El húmedo dobladillo del pantalón le planta un frío beso en el tobillo, un paso sí y otro no. ¿Se está simplemente convenciendo a sí mismo de que los libros están desordenados porque se fija en ellos con demasiada intensidad, igual que hace cuando no puede descifrar una frase al leerla? Se está empezando a sentir observado, aun sin ver al dueño de la mirada. ¿Corre peligro de traicionar su secreto a los monitores de seguridad del despacho de Woody? Puede superar de nuevo su dificultad si así debe hacerlo, ahora es mayor y más sabio. Se obliga a darle la espalda a su sección. Su turno acabó hace quince minutos, y le esperan los libros de los que está invadido su piso en Salford. Una vez allí podrá relajarse, y será capaz de leer. Será capaz de leer.

Jake

Sean detiene lentamente el Passat sobre tres plazas del aparcamiento exterior de Textos y posa su cálida, firme y levemente rechoncha mano en la rodilla de Jake.