– ¿Por qué no? -quiere saber Lorraine.
– Se supone que debí llamar a Jake a través de los altavoces, ya que el mensaje no iba dirigido a la clientela. Yo solo pensaba en ahorrar tiempo.
– Si quieres mi opinión está claro que los jefes no iban a dejarte ganar. Apuesto a que Woody se hubiera mosqueado mucho si hubieras sacado a alguien de esa reunión suya para quitarnos horas de sueño.
Lorraine y Mad se miran la una a la otra como si estuvieran compitiendo por ver quién es más dulce, sin embargo, Ross siente que están más pendientes de él que de otra cosa; se siente como un artilugio a través del cual se comunican.
– No me importa trabajar la noche entera -dice-. Será una experiencia.
– ¿Por qué los hombres se creen obligados a probar que pueden hacer cosas innecesarias?
– No creo que sea así -dice Mad-. Yo también me he apuntado.
– ¿Ah, sí? -dice Lorraine como si no tuviera el más mínimo interés-. Bueno, si queréis algo, andaré por aquí.
– No se me ocurre nada que pueda querer de ti, Lorraine -dice Mad.
– Los que lo practicamos lo llamamos mantenerse unidos. Necesitamos hacerlo ya que la tienda no se lleva bien con los sindicatos. Si nos dejamos pisotear, incluso en estas pequeñas cosas, nos pasarán por encima.
– Esta no era pequeña, sino microscópica. Ya la habría olvidado si tú no te hubieras acercado. Mantenerse unidos debe de ser bueno, de todas maneras. Cuando estés en mi sección sería genial que ordenaras un poco si ves algo fuera de su sitio.
– Hay muchas cosas fuera de su sitio en la tienda -dice Lorraine con más intención de la que transmiten las palabras, y de la que Mad se molesta en reconocer. Mad la deja allí plantada, no sin antes dedicarle una sonrisa tan vaga que se contradice a sí misma, y regresa a su labor de extraer los libros de Adolescentes con los lomos pegados a la pared, imitando a sus potenciales lectores. Al tiempo que Lorraine vuelve, a su ritmo, a la terminal de información, las palabras que se ha callado levitan por encima de Ross como una sombra amenazadora. No es de extrañar que se sienta más seguro mientras está colocando los libros de informática.
Una cantidad considerable de ellos tienen al menos el doble del tamaño del resto de las existencias, pero aunque eso implica que transporta menos artículos en cada viaje con el carro, también necesita crear más espacio para cada uno. Tiene que mover el contenido de tres estantes para colocar una guía de Linux, y una vez que termina de encajar los libros donde puede, tiene que reajustar las etiquetas temáticas. Sin las docenas de etiquetas de plástico indicando los nombres de los sistemas, lenguajes de programación, aplicaciones y todos los aspectos de internet, no tendría ni idea de dónde va cada cosa. Está intentando memorizar al menos una parte del orden cuando el teléfono comienza a sonar.
La regla de los diez segundos indica que todas las llamadas deben ser respondidas en ese lapso. Lorraine está metiéndole sus libros en una bolsa a un hombre con un grueso anorak, así que Ross corre para descolgar el auricular de la terminal de información.
– Textos de Fenny Meadows, Ross al habla, ¿en qué puedo ayudarle?
– ¿Está ahí el jefe?
A Ross le parece haber escuchado antes la voz de esa mujer.
– ¿Puedo saber quién llama?
– Él lo sabe, me verá pronto.
No está seguro de si tomarse su laconismo como una falta de educación; la voz es extrañamente seca.
– Hay luz todavía, ¿verdad? -añade, dando la impresión de que le cuesta hablar-. Ya está oscuro por aquí.
Quizá está cansada.
– La pondré en espera -le responde antes de darle al botón del altavoz-. Woody, llama al diez por favor. Woody, llama al diez.
Apenas ha colgado el auricular, el teléfono vuelve a sonar.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Ross?
– Alguien llama preguntando por ti.
– ¿Tiene nombre quizá?
– No lo ha dicho.
– Siempre pregunta el nombre y di el tuyo.
– Le dije el mío. Dijo que la conocerías, creo que llama desde el extranjero.
– Creo que tienes razón. Gracias, Ross.
Ross vuelve a sus estanterías para hacer hueco a otro enorme libro. A mitad de su labor recolocando volúmenes, escucha un amortiguado y entrecortado jadeo, lo bastante fuerte para resultar audible desde el pasillo de Pedidos. Entonces, un gigante, o alguien con ambiciones de serlo, comienza a aporrear la puerta de salida. Ross se pone en movimiento para ver quién es, pero el chasquido de la puerta abriéndose lo detiene. Ha hecho hueco para un nuevo manual cuando Woody aparece por el pasillo, en el exterior del cual Ray está cargando cajas en un palé desde un camión que está expulsando nubes de humo que se funden con la niebla. A Ross le da la impresión de que el humo apenas se mueve, y en lugar de eso parece que la oscuridad se hace más densa por momentos. La puerta interior se cierra y Woody se le acerca a grandes zancadas.
– ¿Qué hiciste con mi llamada?
– Nada. Pasártela.
– No es cierto. No había nadie.
– Le dije que iba a ponerla en espera. Entendería eso, ¿verdad?
– Tendría que ser bastante estúpida para no entenderlo -responde Woody, mirando a Ross como si fuera eso mismo lo que estuviera implicando.
– Me refiero a si era americana -Ross ve a Lorraine intentando escuchar la conversación y se da la vuelta por miedo a que intervenga-. Quizá se cortó la llamada -aventura.
– Supongo que si es así volverá a llamar. ¿Qué te dijo exactamente?
Ross no piensa dar demasiados detalles.
– Va a verte, creo que quería decir pronto.
– ¿De verdad? Eso son buenas noticias -Woody mira su reloj y luego el teléfono, y Ross deduce que se está recordando a sí mismo que no se deben realizar llamadas personales desde la tienda-. Bueno, a trabajar -dice Woody-. Necesito ayuda para descargar el nuevo stock. Intentaré buscarte una hora extra para terminar de colocar.
Terminar con el carro le llevará más de una hora, pero Woody ya está en camino.
– Tráete el carro -dice por encima de su hombro y entra en el pasillo. Ray cierra la puerta exterior con un chasquido-. Ahora nos encargaremos nosotros, Ray -dice Woody-. Ya estás lo bastante ocupado.
Aprieta el botón junto al montacargas.
– Puedes dejar el carro aquí -le dice a Ross mientras Ray sube y el montacargas habla-. Si alguien lo necesita te lo hará saber. -Ross está intentando decidir cuándo ha oído antes esa voz. Está a punto de arriesgarse a hacer una pregunta, cuando Woody añade-: ¿Puedes coger eso?
Se agacha junto a la palanca que libera el freno y empuja el palé dentro del montacargas, que es solo unos centímetros más ancho, pero una de las cajas superiores está empezando a resbalarse. Ross se apretuja entre la entrada al montacargas y las cajas para poder sostener las de las cuatro filas superiores con sus manos. Aprieta la frente contra la insegura caja, que es tan fría como la niebla a la que huele.
– Intenta aguantar hasta que lleguemos arriba -dice Woody. Ross va arrastrando los pies hacia atrás por el avance del palé, hasta topar con su espalda en la pared trasera-. ¿Estás bien? -se interesa Woody pulsando el botón de subir. La voz todavía suena amortiguada, como una risa escondida tras una mano; debe de estar bloqueada por las cajas, que son todo lo que Ross puede ver, sentir y oler. Cuando abre la boca prueba el cartón y la niebla.
– ¿Eso fue…?
El montacargas tiembla al ponerse en movimiento hacia arriba. El palé avanza no más de un centímetro hacia él, lo bastante para aplastarlo contra la pared.
– ¿Estás bien? -repite Woody.
– Pronto lo estaré. -Una caja ha atrapado la parte izquierda de su rostro contra la gélida pared de metal, pero al menos eso le deja libre gran parte de la boca para permitirle gritar-. ¿A quién acabamos de oír?