– Solo te he oído a ti y al montacargas. ¿Qué quieres decir?
– El ascensor -grita Ross, aunque su aplastada nariz lucha por respirar-. ¿De quién es la voz?
– Ni pajolera idea. Venía con la máquina.
El montacargas vuelve a temblar, y la caja aplasta más aún la cara de Ross contra el metal.
– ¿Puedes tirar un poco? -Apenas es capaz de gritar.
– No hay espacio para soltar el freno. No te preocupes, no puede moverse nada.
Las cajas están ahora hundiendo el pecho de Ross. Le están robando su último aliento y cualquier posibilidad de respirar.
– Por favor -resuella, pero el sonido no va más lejos de la oscuridad de la caja que oprime su cara. El anuncio de que el montacargas se está abriendo suena tan lejano que podría provenir de un túnel bajo tierra, y ya no le importa lo que se parece la voz del montacargas a la que antes preguntaba por Woody en el teléfono; no podrían ser más idénticas. En unos pocos segundos, el aparato cumple su promesa, y en unos pocos más, Woody es capaz de soltar el freno. Ross avanza con dificultad, agarrándose a los montones de cajas.
– Suéltalo -dice Woody, deteniendo el palé en la zona de descarga y mirando después a Ross-. ¿Todo bien?
– Pronto estará bien.
Después de haberse llenado los pulmones de tanto aire que incluso siente dolor, Ross suelta la caja en el contenedor de descarga, el cual tiene el tamaño de una mesa para cuatro y está coronado por una gruesa malla. Woody corta la cinta adhesiva del paquete con una navaja y le da la vuelta a la caja. Cuando la levanta, varios libros quedan sobre la malla mientras el relleno cae en los contenedores causando un tintineo del poliestireno. Antes de que Ross haya cogido un solo libro, Woody lleva una docena a las estanterías del almacén. Para cuando Ross comienza a colocar unos pocos, Woody ha cogido otro montón y deja caer su mirada sobre la exigua carga de su ayudante. Ross intenta alcanzarlo, amontonando libros sobre su dolorido pecho, que le escuece mientras va de estante en estante, apenas mirando los títulos al deshacerse de ellos: Los insectos también tienen derechos; El anuario de los corgi; Regalos de hotel coleccionables; Jesús era un bromista: juegos de palabras y chistes de Jesús; Tertulias que cambiaron el mundo; Cómo romper por completo; Inglés tal como se habla… Ross ha ayudado a ordenar el equivalente a tres cajas, aunque Woody está sacándole todavía más ventaja, cuando Connie entra en el almacén.
– Ayuda -requiere-. Más libros.
– Esto es lo que trae la Navidad. -Woody abre una caja y la pone boca abajo-. ¿Has dicho que vienes a ayudar, he oído bien?
– Todavía estamos trabajando el asunto de los eventos. Me temo que Adrian Bottomley no será uno, le pregunté si le gustaría hacer una sesión de firmas y parecía de acuerdo hasta que le mencioné dónde estamos.
– No pares -le dice Woody a Ross, que se ha detenido a escuchar-. ¿Qué tiene eso de malo? -dice igual de intensamente a Connie.
– Me dio la impresión de que no cree que venga la bastante gente para que le merezca la pena.
– Que le den a él y a cualquiera que no quiera formar parte del equipo. Bien, mira a ver qué más puedes meter en nuestros folletos -espeta, y cuando ella duda, Woody añade-: Puedes dejarnos solos. Supongo que estamos a salvo.
Connie sonríe, por si acaso se esperaba eso de ella, pero pone cara de extrañeza antes de salir. Woody está recordando cómo le divirtió pillar a Ross y Jake juntos, por supuesto. Ross no sabe cómo tomárselo; su mente está demasiado ocupada por el proceso de ordenado de libros. De hecho, no se le ocurre mirar la hora hasta que Woody abre la penúltima caja.
– ¿Te estás cansando? -le pregunta Woody al verle consultar su reloj.
– Se supone que es la hora de mi descanso.
– ¿Quieres terminar esto primero? No debería de llevarnos más de un par de minutos.
Ross imagina la reacción de Lorraine si solo sospechara su intención de aceptar esa propuesta. Lo hace en silencio, y la tarea termina no demasiado después de lo que Woody predijo.
– Imagino que esto ayudará a que se te abra el apetito -bromea Woody.
¿Come él en su despacho? Ross nunca le ha visto hacerlo en la sala de empleados, ni siquiera usar la cafetera, que provee a Ross con un chorro de café tan oscuro que unos centímetros de leche no le roban su aspecto pastoso. Al tiempo que Woody regresa a su despacho, Ross coge de su taquilla los sándwiches de jamón que se hizo la noche anterior, mientras su padre vagaba por la cocina como si estuviera a punto de encontrar una manera de ser útil. Los suelta en la mesa y desenvuelve el arrugado papel de plata en el que están envueltos antes de abrir una revista de videojuegos a su lado. Si Mad lo viera ahora, chasquearía la lengua y pondría un plato bajo los sándwiches. Lorraine menearía la cabeza y su cola de caballo al ver una revista que ella considera que solo leen los hombres. Desea que las dos se queden abajo. Debió darse cuenta antes de que pedirle salir a Lorraine acarrearía problemas.
«Disfruta de tus aventuras», dice su padre. «De ellas está hecha la vida. No esperes pasarla entera con una persona; eso no es natural». Ross lo ve como el método de su padre para superar que su mujer le dejara con un niño de tres años y nunca regresara de unas vacaciones con sus amigas que debían ser solo eso, unas vacaciones. Justifica por qué desde entonces su padre nunca ha vivido con nadie, exceptuando a Ross, más de unos meses; por lo que a él respecta, está bien. Por eso se dio la oportunidad con Lorraine cuando ella le sorprendió brindándole su amistad, ¿pero no debió haberse mantenido solamente en algo amistoso? ¿Está destinado a ser el antagonista de ella o de Mad? Esforzarse por pensar en ellas le lleva a querer centrarse en las fotos de luchas virtuales en la revista, mientras se mete comida en la boca. Cuando oye a Woody emitir un sonido demasiado salvaje para ser una palabra, por un momento cree estar oyendo por boca de su jefe su propia frustración.
– ¿Qué pasa? -grita Connie.
– ¡Pequeños…! -Lo que sea que Woody dice después de eso queda en el aire mientras se lanza hacia la puerta que conduce a las escaleras y comienza a bajar los escalones de dos en dos. La sobrecogida mirada de Connie contempla a Ross apartando su silla y entrando en el despacho de Woody.
– Hemos sido invadidos -dice como si no entendiera lo que está viendo.
Está mirando el monitor de seguridad. Ross se une a ella a tiempo para observar a Woody corriendo por el cuadrante superior izquierdo, mientras Frank el guardia lo hace por el sector diagonalmente opuesto. El resto de la pantalla muestra un par de pasillos desiertos, hasta que dos figuras aparecen a toda velocidad en la sección inferior izquierda, tirando libros de los estantes durante su carrera. Tiene que haber un fallo en el monitor, pues las figuras están soltando a su paso unos rastros grises provenientes de sus cuerpos; pero un fallo no puede explicar por qué sus caras parecen no poseer piel ni carne.
No es un consuelo creer que están maquillados o llevan máscaras. Ross cree estar soñando al ver a las dos figuras diminutas con unos rostros tan básicos como imágenes primitivas. Tiene que ver cuál es su aspecto real. Corre hacia abajo casi tan rápido como Woody y abre la puerta, para encontrarse con dos cráneos cubiertos de pelo.
Comprueba que los chicos llevan mascaras de Halloween antes de perderlos de vista, las máscaras son tan baratas que no podrían ser más rudimentarias. Cuando va a empezar a correr tras los chicos, estos esprintan, pasando el mostrador y saliendo de la tienda.
– Déjalos, Frank -dice Woody cuando se funden con la niebla-. Mientras no vuelvan a entrar.
– Creo que no es la primera vez que los perseguimos -dice Agnes desde el mostrador.
– Nadie me lo dijo. ¿Cuándo?
– El día del concurso. Creo que son los que armaron aquel alboroto.
– Eso explica las máscaras. Si alguno más de estos aparece, mejor que les veamos las caras.