Woody se adentra en Hogar, donde su furiosa cabeza se agacha y reaparece como la de un pájaro, picoteando libros de cocina. Cuando Ross comienza a recolocar libros de medicina en el pasillo de al lado, su rabia parece agravarse.
– Vete a terminar tu descanso -murmura-. No quiero a nadie diciendo que te obligué a interrumpirlo.
Sin duda se refiere a Lorraine. Ross cree que el motivo de que esta se haya acercado es comprobar si se ha cometido alguna injusticia, hasta que habla:
– No me he tomado aún mi pausa para el café, ¿puedo ahora?
– Claro, por qué no. Déjame a mí con esto.
Ross recoloca los libros que ha recogido del suelo y va de camino a la sala de empleados cuando Lorraine lo agarra del brazo.
– Hablemos fuera.
Lo suelta cuando está segura de que la está siguiendo, y cruza los brazos para espantar el frío del exterior. La niebla que llega hasta los tres escuálidos arbolillos ha absorbido todo el calor y la luz del sol. La tiniebla retrocede un paso, como saludando o burlándose de Lorraine y Ross; luego vuelve a su lugar, privando de color a varios coches del aparcamiento. Ross se pregunta si los chicos se han escondido por allí cerca mientras camina por la entrada de la tienda para llegar hasta Lorraine, que le espera.
– ¿Te ha hecho bajar con él? -pregunta.
– Por supuesto que no, Lorraine.
– ¿Entonces por qué bajaste a defenderlo?
– No creo haber hecho eso, no sabía que necesitara ayuda.
– Te refieres a los hombres en general.
Aunque Ross mantiene la respiración tranquila, ve cómo fluye frente a su cara, como un bocadillo de cómic.
– Yo no, no. Quiero decir, no quiero decir que… ¿Por qué no…?
– Venga, di que en parte es mi culpa.
– No estoy diciendo que sea culpa de nadie. Pero a veces parece que no te gusta trabajar aquí en absoluto.
– Creo que me gustará llevar el grupo de lectura. Me gusta hablar con gente sobre libros. Por eso pensé que me gustaría un trabajo relacionado con ellos, pero no es así, ¿verdad? ¿Sabes lo que me encantaría hacer?
– ¿Fastidiar a Connie?
– Por el amor de Dios, Ross, mi vida es algo más que esto -Lorraine mira hacia la niebla como si esta se hubiera atrevido a llevarle la contraria-. Me gustaría impartir clases de equitación.
– ¿Sabes hacer eso?
– Enseñé a mi prima pequeña Georgie a montar en su poni. Deberías haberla visto, botando arriba y abajo sobre el animal, toda orgullosa de sí misma. Había un trabajo en la escuela de equitación, pero entonces no sabía que era tan buena, así que eché la solicitud para esto.
– Habrá más trabajos de equitación donde tú vives, ¿no?
– No surgen muy a menudo. Sin embargo, creo que la chica contratada por la escuela no ha encajado demasiado bien.
– Quizá puedas sustituirla, y te tienes que esforzar en que te guste algo más de esto aparte de tu grupo de lectura mientras sigas aquí, ¿no crees? -le aconseja, y en el momento en que sus cejas se levantan medio centímetro, quizá para aceptar esa posibilidad, Ross añade-: Al menos eso es algo que se le debe agradecer a Woody.
– Yo me ofrecí. Él no me eligió -objeta Lorraine girándose como para enfrentarse a Woody a través de la ventana. Este se yergue, alisando con cuidado las esquinas de un libro de bolsillo, su mirada va a parar a Ross y sus labios se mueven-. ¿Qué quiere decir con eso de que si estás ocupado? -exige saber Lorraine.
– Quizá deberías preguntárselo.
– Es lo justo. Lo haré.
La niebla parece saludar sus intenciones con un baile, surcando el cemento apenas sin rozarlo.
– Espera -Ross dice de repente-. Se estará refiriendo a mí y Jake.
– Vaya, eso no lo esperaba. ¿Por qué iba a decir eso?
– Creo que antes pensó que le estaba echando una mano a Jake en el almacén, literalmente. Espero que no necesites que te lo desmienta.
– No hay razón para ponerse a la defensiva si lo estabas haciendo. Por eso vienen la mitad de los problemas del mundo; los hombres no aceptan su lado femenino.
– Quieres decir entonces que la otra mitad es culpa de las mujeres que no aceptan su lado masculino.
Advierte rápido que no es eso lo que ella quería decir. Su intento de ser ingenioso parece haber sido automático; se siente como si hubiera sido forzado a representar un guión enfrente de un público invisible; ¿los chicos de las máscaras quizá? Cuando Lorraine se vuelve hacia la niebla, Ross piensa que ella también ha tenido la misma impresión.
– Me voy de paseo -dice en cambio.
– ¿Quieres que vaya contigo? -propone, pues no pretende de él que diga ningún comentario ingenioso.
– No hace ninguna falta -le responde con nulo entusiasmo.
– Pensé que no querrías estar sola en este lugar.
– No iré muy lejos -dice, y decidiendo rápidamente que ha hecho una concesión, añade-: A menos que quiera hacerlo.
Marcha a lo largo del lateral de Textos en dirección al aparcamiento de empleados, y desaparece entre la niebla sin mirar atrás. El sonido de sus rápidos pasos se amortigua a medida que se adentra en el barro. Ross no oye nada más aparte de la cacofonía procedente de la autopista, pero ¿y si los chicos están agazapados en la niebla para darle un susto a Lorraine? Cuando el sonido de sus pasos no es más sonoro que el de un alfiler cayendo sobre una mesa, justo antes de convertirse en un silencio total, Ross emprende el camino de vuelta, pasando por el empañado escaparate y frotándose los brazos con fuerza. Apenas ha pisado el felpudo de «¡A leer!», la alarma comienza a chillar como un pájaro ciego y loco.
Woody es el primero en llegar a él, intentando mientras corre quitarle las marcas de dobleces a un libro sobre pudines.
– ¿Quién ha salido? -pregunta, ansioso por saber la respuesta.
– Creo que he sido yo al entrar. No sé por qué. No he tocado nada.
Woody teclea el código, conocido solo por los encargados, para sofocar el sonido de la alarma. Mientras la reinicia, Ross saca un cepillo de pelo del bolsillo de su camisa, y luego se vacía los de los pantalones, extrayendo un pañuelo y unas monedas, sin olvidarse de la piedra que le recuerda a un ojo durmiente que Mad recogió el otro día del aparcamiento. Frank el guardia observa la tela interior de los bolsillos de Ross, asomando como dos lenguas, y no deja de mirarlo con suspicacia incluso cuando habla Woody:
– Bien, Ross, confiamos en ti. Coge tus cosas y vuelve a entrar.
Ross se guarda la piedra, que parece envuelta de niebla, mientras se aventura a pasar entre los arcos de seguridad. Cuando la alarma vuelve a sonar levanta una mano. Una mujer vestida con un abrigo beis y pañuelo y sombrero a juego, y que lleva en un carrito a un crío ataviado con un conjunto y una capucha del mismo color que el de su madre, tira hacia atrás del vehículo y no entra en la tienda.
– Por favor, señora, entre -le urge Woody-. Un duende se ha puesto a jugar con los mecanismos -le informa al crío.
Este empieza a berrear, bien a causa del ruido agudo de la alarma o por culpa de la explicación de Woody. La alarma parece permanecer en el aire, persistiendo incluso después de que Woody vuelva a teclear el código.
– Ya se ha callado -murmura la mujer desde debajo de su pañuelo, pero el montón de ropa que lleva dentro a un niño o niña arquea la espalda intentando escapar de sus ataduras cuando el carro pasa entre los arcos de seguridad-. Lo siento -se disculpa la madre, murmurando incluso a menor volumen.
– No pasa absolutamente nada, señora -dice Woody-. Cuando quieras, Ross.
En algún lugar de la niebla, una mujer tose y corre a la vez, y alguien está conduciendo un coche. No hay ninguna razón por la que esos dos sonidos tengan que poner nervioso a Ross, aunque las trastadas de la alarma sí lo consiguen. Justo en el momento en el que se adentra entre los arcos, vuelve a sonar. El crío entra en la competición sonora, y Mad, que pasaba por allí, le brinda una sonrisa tranquilizadora y divertida.