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– ¿Tienes tiempo para pasarte por Frugo?

– En este momento no mucho. ¿Qué necesitas?

– Más medias elásticas. He metido el dedo gordo en las que compre el fin de semana. Si mi aspecto no te importa, no te molestes. No quiero que mis piernas acaben como las de mi madre cuando me tuvo a mí, eso es todo.

– Sabes que me importa, y nunca has tenido mejor aspecto.

– Me encantaría haber visto tu cara mientras decías eso, Ray.

¿Qué tiene de malo un poco más de la mujer de la que se enamoró? Ha perdido la cuenta de las veces que se ha callado ese comentario por miedo a que ella pensara que era un sustitutivo de un cumplido. Lo único importante es que sigue siendo Sandra, bajo el relleno del que ella misma se ha servido y bajo todos esos cambios de humor que seguro no son más que una fase tras el nacimiento de Sheryl.

– La verás la próxima vez -dice-. Iré en mi descanso para el almuerzo. Ya casi es hora de trabajar.

– No me gusta pensar que comes a toda prisa solo por eso.

– No me has encargado nada que lleve más de una hora, ni mucho menos. -Cuando se da cuenta de que eso puede ser tomado como una queja, aunque inapropiada, oye a Sheryl comenzando a berrear-. Escucha, de verdad, debo irme, y parece que tú también -dice-. Dale un beso de mi parte, y otro para ti.

¿Cómo va a darse un beso a sí misma? Su última frase le hace sentir estúpido. Se mete el teléfono en el bolsillo y recoge la bolsa del almuerzo, que está más fría y húmeda de lo que le ha dado tiempo a ponerse. En su rápido caminar dando la vuelta a la tienda, el incansable aletear de un insecto le acompaña por el callejón; las paredes vacías han atrapado el chirrido de la bolsa con su almuerzo, repartiendo el sonido por todo el aparcamiento. Woody le está esperando en la entrada de la tienda, y levanta un pulgar a modo de saludo. Cuando Ray consulta su reloj se da cuenta de que llega unos minutos más tarde de lo que pensaba, aunque al menos no llega oficialmente tarde.

– Llamó mi mujer -se siente obligado a explicar.

– Bien, bueno, vale -dice Woody, y añade-: ¿Seguro que era tu mujer?

– Tan seguro como que el sol está ahí arriba, en alguna parte.

– Sí, en alguna parte. Bueno, supongo que conoces a tu propia esposa.

Ray está a punto de preguntar, posiblemente con amabilidad, qué quiere decir con eso, pero Woody se adelanta:

– Yo recibo llamadas de personas que ni siquiera están al teléfono.

– Supongo que todo el mundo está algo tocado.

– Eso fue ayer, antes de la tragedia -dice Woody, y mira fijamente al interior de la niebla, como si viera allí a Lorraine, y añade-: Ross me convenció de que una mujer que conozco me estaba llamando.

– Apuesto a que no te llamó.

– Se empeñó ferozmente en dejarme eso claro cuando se lo pregunté anoche. No volveremos a hablarnos después de alguna de las cosas que ambos dijimos. No puedo evitar sentirme engañado en todo esto.

– No crees que Ross lo hiciera, ¿verdad?

– Dice que no, y debo creerle. Tampoco llamaron desde Nueva York, y no nos hice ningún favor telefoneando para averiguar si habían sido ellos. Supongo que ahora piensan que estoy preocupado por su visita.

Mientras Ray entra en el edificio, su estomago se tensa ante la amenaza de la alarma. Cuando no suena, mira por encima de su hombro y descubre que Woody no lo está siguiendo.

– ¿Buscas a alguien? -pregunta Ray.

– Mejor me aseguro de que la gente llega a tiempo, ya que no estoy en mi despacho para controlar el monitor.

– Los jefes nunca han hecho eso, ¿no? -dice Ray, recuperando el tema de la visita.

– Correcto, no lo han hecho -dice Woody, dándole la espalda a la niebla-. ¿Estás pensando que deberían hacerlo porque no hago lo suficiente?

– Ni por asomo. Si algo creo es que lo intentas, y haces demasiado.

– ¿Cómo qué, Ray?

– Trato de decir que espero que sepas que yo, Connie y Nigel no te decepcionaremos. Estamos a tope con nuestro trabajo.

– Estás diciéndome que todos tenéis vuestros territorios marcados y no os gusta que los invada -opina Woody; sus ojos parecen pedir a gritos un poco de sueño, y están posados sobre Ray-. Algo sobre lo que se asientan los trabajos es el ahorro de tiempo.

– Eso lo entiendo. Lo practiqué bastante cuando trabajaba en la imprenta, antes de venir a Textos.

– Vale, bien. Entonces comprenderás por qué lo necesitamos, tal como están saliendo las cosas. Dos de nosotros dirigiendo la reunión nos hubiera llevado el doble de tiempo -dice Woody levantando la voz-. Wilf.

A Ray le alegra la interrupción. No estaba cómodo discutiendo tan cerca del lugar donde le ocurrió aquello a Lorraine. Cuando Wilf se vuelve, después de entrar a todo correr en la tienda, Woody dice:

– ¿Puedo pedirte que te encargues de algo, Wilf?

– Eso creo.

– Sé que eres el hombre adecuado. Quizá ya te has dado cuenta de que necesitamos a alguien para llevar el grupo de lectura de Lorraine.

Wilf se aprieta un dedo contra sus labios con tal fuerza que se le quedan pálidos cuando lo aparta.

– ¿No se suponía que eso era mañana?

– Lo es. Demasiado tarde para decirle a las personas que fueran a venir que se ha cancelado, incluso si supiéramos quiénes eran. Trabajas hasta tarde de todas formas, y recuerdo que en tu entrevista mencionaste cuánto amabas la lectura.

– No sé qué libro eligió. Puede que no lo haya leído.

– ¿Tienes algún plan para esta noche? -pregunta Woody, y Wilf solo levanta una mano ahuecada, como si estuviera intentando atrapar las palabras y metérselas en la boca-. Mira, sé que he escogido al tío correcto. Recuerdo que me dijiste que podías leerte un libro en una noche. Lorraine eligió la novela de Brodie Oates. Es una muestra de que hacía todo lo posible por formar parte del equipo. No deberías de tener problemas con un libro de ese tamaño.

Ray ve como Wilf decide no responder, y Woody se lo toma como una señal de beneplácito.

– Gracias, Wilf -dice, y añade incluso con más vigor-: ¿Algo más que añadir, Ray?

Es más una despedida que una pregunta.

– ¿Nos dejas entrar, Wilf? -dice Ray, pare sentirse con un poco de poder y destacar que Wilf está mostrando al lector el lado equivocado de su tarjeta. Al llegar a la sala de empleados, Nigel levanta la vista de la última hoja de «artimañas» de Woody. Parece no poder decidir cuánto brillo dejar transmitir a sus ojos.

– Ray -dice, más una expresión de simpatía que un saludo-. Wilf -añade en el mismo tono.

– Nigel -se siente Ray obligado a responder, de una manera tan similar como es capaz de lograr, aunque cree que Nigel puede estar fingiendo un poco. Pasa su tarjeta por debajo del reloj y mete el ruidoso paquete en su taquilla antes de dirigirse a su mesa. No ha encendido su ordenador aún cuando Mad emerge de la oficina de Woody, seguida de dos policías, un hombre y una mujer, que portan unas expresiones tan sombrías como sus uniformes.

– Gracias -dice la mujer sin darse cuenta de que Mad está a punto de rendirse a las lágrimas. La pareja abandona la sala de empleados.

– ¿Puedo quedarme aquí unos minutos? -murmura Mad a la espalda de Ray.

– Coge tu descanso, si quieres.

Aparentemente no es así. Se sienta tras él, en el asiento de Nigel, encarando la pared y el ordenador apagado de Nigel. Ray se siente encerrado, como si la emoción que ella trata de contener se hubiera fundido con las paredes de cemento sin ventanas.

Un ahogado suspiro escapa de Mad, y Ray asume que va dirigido a él.

– ¿Te ayudaría hablar?

– Dicen que no pude haber cerrado mi coche.

– Crees que lo hiciste.

– No solo lo creo. -Se gira, pero no especialmente para mirarlo, y muestra una fiereza que casi seca sus ojos-. Dicen que no había señales de que hubiera sido forzado, pero eso significa que quien lo hizo sabía hacer su trabajo, ¿no?