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– Bueno, cosas que pasan, te dejo con lo tuyo entonces.

La reunión de empleados se ha silenciado. Incluso el sonido de pasos dispersándose es apagado y sin palabras. El pálido y achatado reflejo de Woody se empequeñece en la pantalla, para ser luego tragado en sus profundidades. Su silla de oficina gime por su eje y libera un crujido, pero Ray se sigue sintiendo observado; casi se puede imaginar siendo espiado desde el escondite donde se han ocultado el desconocido icono y su versión más diminuta. Se obliga a concentrarse en su tarea, y ya va por el día doce del mes sin encontrar a ningún intruso cuando la pantalla comienza a vibrar. Solo sus tímpanos y quizá la imagen en la pantalla lo están haciendo, en el momento que alguien golpea la puerta trasera de la tienda.

– Siempre hay más stock. Para eso estamos aquí -exclama Woody, pasando como una exhalación por la oficina en dirección al almacén.

Pronto, Ray oye el familiar sonido del pestillo de la puerta de Pedidos, y piensa que el rodar del palé es también audible, un ruido similar a una inquietud subterránea. Parece descender y finalmente volver a ascender, seguido de un segundo chasquido. Quizá suena tan rotundo porque está copiando los detalles del último día de Lorraine, que parece no haber acabado nunca, pues no llegó a fichar la salida. Esa idea se le queda cruzada en la garganta, tiene que ahogar un largo y no muy tranquilizador jadeo, y luego tragar saliva.

– Encargado al mostrador, por favor. Encargado al mostrador -dice Jill por megafonía mientras Ray cierra el programa.

Su voz suena visiblemente controlada. Ray mira el monitor de seguridad y la ve entre dos cajas, con un dedo en sus labios, como evitando que salga de allí su melancolía. No lo baja hasta casi llegar al mostrador.

– ¿Qué pasa, Jill? -le queda aliento para preguntar.

– Es el padre de Lorraine. Quiere saber dónde…

– ¿Dónde está?

– Dijo que esperaría afuera. ¿Llamo a Woody?

– Está ocupado, como siempre. Yo me encargo -dice Ray, pero al descender no encuentra a nadie en el exterior de la tienda.

La niebla se está acumulando a menos de cien metros. Una única fuente de luz es visible; un sol alzado como un trofeo clavado en una pica. El sol de finales de noviembre ha sido reducido a un fulgor grisáceo sin ninguna identidad dentro de la penumbra reinante. El rumiante sonido de la autopista parece un elemento más de la niebla; el constante murmullo sofocado parece indicar un esfuerzo del oscurecido paisaje por respirar. Al poner Ray los pies en el asfalto resplandeciente, recuerda la llegada de la ambulancia, su aproximación con las luces parpadeantes a modo de heraldo de su venida; un espectáculo demasiado festivo. Cuando abre la boca, el frío de la niebla le hace temblar. No puede apenas gritar o siquiera hablar con normalidad y pronunciar el nombre del señor Carey. En su lugar, fuerza una tos.

Se está preguntando si la tiniebla se ha tragado el sonido, cuando oye unos pasos vacilantes, seguidos de otros cuantos más seguros, o al menos más rápidos, y una figura aparece torpemente frente a la agencia de viajes de al lado de Textos. Ray se traga un suspiro que le sabe a lástima, porque el rostro empequeñecido por una capucha gris, sobre los zapatos embarrados, los pantalones grises y el abrigo gris, es igual al de Lorraine. Por supuesto es solamente una versión distinta, una que luce un bigote similar a una brocha amarillenta. Su piel es tan pálida, caída y arrugada que Ray tiene la sensación de que el hombre ha perdido una gran cantidad de sus fuerzas, pero mientras avanza hacia Ray, sus ojos cansados intentan mostrar algo de brillo.

– ¿Es usted de la tienda?

– Soy uno de los encargados, Ray -se presenta, alargando una mano mientras avanza a su encuentro.

– ¿Uno de ellos? -Cuando Ray usa sus dos manos para apretar la derecha del señor Carey, la cual le ha ofrecido instintivamente, este examina el rostro de Ray antes de dedicarle la más débil de las sonrisas-. Solo uno de los encargados -repite. Ray no sabe si la sonrisa es una disculpa o una muestra de su derecho a hacer una pequeña broma. A la vez que Ray está moviendo los labios para devolverla, el señor Carey pierde la suya-. ¿Dónde sucedió?

Ray retira la gélida mano. No debe señalar; extiende la mano con los dedos ahuecados para indicar la masa de niebla más allá del arbolillo roto.

– Por allí -murmura con todo el pesar y amabilidad que las palabras permiten.

– ¿No recuerda dónde exactamente?

– Podría intentarlo. -Si Ray preferiría no hacerlo es otra historia, pero la melancolía del señor Carey parece una queda acusación. Mientras Ray mira atrás en su camino hacia la esquelética arboleda, ve cómo la niebla se espesa y se acerca con un hambre ansiosa sobre el frontal de la tienda. La librería ha desaparecido para cuando ha pasado el árbol más alejado del que el coche de Mad derribó; incluso el brillo de los escaparates es imposible de distinguir desde dentro de la niebla-. Por aquí -dice, a no mucho más volumen del preciso.

El padre de Lorraine se le une apesadumbrado. Al tiempo que Ray señala con la cabeza el negro asfalto, el señor Carey aminora el paso y se detiene a dos metros de él.

– ¿Aquí?

– Más o menos, eso creo, me temo que así es.

– Tan cerca.

La mirada del señor Carey se pierde tras Ray, que se vuelve para ver el contorno de la entrada de la tienda y los escaparates que aparecen y desaparecen de la vista según el movimiento de la niebla. ¿Podría alguna ilusión similar haberse burlado de Lorraine en sus últimos momentos? Espera que la idea no se le haya pasado por la cabeza al señor Carey.

– ¿La dejaron aquí sola en mitad de esto? -es lo único que dice.

– Pensamos que sería peor moverla.

– Peor -repite el señor Carey como si su tristeza no le permitiera a su voz hacer otra pregunta.

– La cubrimos con un abrigo y alguien estuvo con ella todo el tiempo.

– Aunque ya nos había dejado. Lo sé. Agradézcaselo de mi parte y la de su madre.

– ¿No quiere entrar?

– ¿Me sentiré más cerca de ella ahí dentro? -¿Qué puede responder a eso? Se agita intranquilo, agravando la sensación de que el asfalto es tan fino que puede sentir la fría y oscura tierra bajo él-. Debería hacerlo -decide el señor Carey-. Conoceré a sus amigos.

El sonido que sale de Ray es neutral. Quizá el señor Carey no lo oye en su camino hacia la tienda.

– Siempre tuvimos ganas de venir a la tienda a darle una sorpresa. Nos hubiera gustado observarla sin que ella lo supiera. Nunca dejes de hacer algo si puedes hacerlo, ¿no es eso lo que dicen? Nunca lo entendí hasta ahora. Su hermana está cuidando de su madre, en caso de que se lo estuviera preguntando. Estará durmiendo un rato gracias a los sedantes, por eso no está aquí conmigo.

A Ray le agrada saber que Lorraine tenía una hermana. El señor Carey alcanza la acera frente a la puerta de Textos y se detiene, dejando un pie en el asfalto.

– ¿Tiene usted críos? -pregunta, deseando una respuesta positiva.

– Una niña pequeña.

– ¿Solo una?

Parece no darse cuenta de que está repitiendo parte de su intento de broma anterior, y Ray piensa que es mejor desviar la atención hacia sus similitudes.

– De momento es nuestra única hija.

– Ahora la nuestra también lo es. Crecen antes de que te dé tiempo a respirar, debe ser consciente de ello. Eso es lo que tienen que hacer, sin duda -divaga. Su mirada se pierde de nuevo detrás de Ray, como queriendo ver más allá de la niebla, y luego la trae de vuelta.

– ¿Quiere ver algo?

– Por supuesto, si usted quiere que lo haga.

Aunque Ray no está seguro de a qué atenerse, la súplica era demasiado evidente para negarse. Comienza a andar hacia la tienda para animar al señor Carey a seguirlo, pero el padre de Lorraine se queda quieto, como si tuviera los pies pegados al asfalto, y abriendo la cremallera de un bolsillo saca la cartera. Con los dedos temblorosos, extrae una fotografía del tamaño de una tarjeta de crédito, para luego sostenerla en la palma de su mano. Muestra a una pequeña Lorraine, vestida con una blusa blanca y una corbata a rayas, y luciendo dos coletas no demasiado simétricas. Sus cejas no pueden estar más levantadas, ni su sonrisa puede ser más abierta y orgullosa.