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– Fue su primera foto del colegio -dice el señor Carey-. Tenía cinco años.

La niebla se agita a su espalda, como si hubiera sido atraída por la fotografía, o esta hubiera atraído a algo oculto en ella, respirando dentro de la niebla. Ray solo puede pensar que se está imaginando esa estupidez para evitar sentirse afectado por la visión de la fotografía.

– Todos querrán verla, supongo -dice el padre de Lorraine abruptamente antes de entrar en la tienda.

Ray teme que la alarma haga una jugarreta. Solo Frank el guardia saluda al señor Carey, sin embargo, arruga la frente al ver la fotografía que el hombre porta como una tarjeta de identificación. El señor Carey no lo nota, pues ya va recto en dirección al mostrador.

– ¿Erais amigas de mi hija? -le pregunta a Agnes y Jill.

Las mujeres se acercan cuando ven la fotografía que el señor Carey sostiene para ellas. Después de mirarla, levantan los ojos con sumo cuidado.

– Esa es… -dice Jill tras una pausa rellenada por una música ambiental repleta de violines, que parecen pájaros atrapados en el techo de la tienda.

– Mi pequeña Lorraine antes de hacerse mayor, bueno, apenas llegó a eso. Al menos ahora puedo comprobar que estuvo con personas que le gustaban. Nunca nos contó mucho de su estancia aquí, pero su madre tenía razón, no necesitas decir que eres feliz si lo eres. Nunca fuimos una familia demasiado efusiva. -Posa su mirada en la fotografía durante el tiempo suficiente para pedir un deseo tácito antes de preguntar-: ¿Estaban orgullosos de ella?

Los violines han pasado a tocar una melodía alegre para cuando Ray advierte que la pregunta iba dirigida a él.

– Toda la tienda, pienso que así era -exclama-. Todos lo estábamos, ¿verdad, chicas?

– Claro -dice Agnes con un atisbo del desafío de Lorraine en su voz.

– Yo pienso lo mismo -dice Jill, bajando luego la mirada como si su mandíbula hubiera tirado de ella hacia abajo.

– ¿Diríais lo contrario si no fuera verdad? No os preocupéis, esto solo prueba que erais sus amigos. Me alegro de que su madre tenga la oportunidad de conoceros.

– ¿Está aquí la madre de Lorraine? -dice Jill dejando de morderse el labio inferior.

– No quería venir ahora que Lorraine no está. La conoceréis en la iglesia.

– Oh, sí. Lo siento. Siento mucho… -Cada una de las palabras de Jill parece más difícil de articular, atrapadas por la emoción bajo ellas, pero cuando dice-: ¿Me disculpa? -parece que todo ello es una sola palabra.

– Iré con ella, ¿puedo? -Agnes corre tras ella hacia la sala de empleados.

Ray se mete detrás del mostrador para que no parezca desatendido.

– Mujeres. Son mejores que nosotros en algunas cosas, ¿verdad? No les importa verse llorando las unas a las otras.

Ray siente como si el señor Carey hubiera delegado en él en el cometido de contener sus emociones. Se imagina la niebla ensombreciendo sus ojos, volviendo borrosos los fondos de los pasillos. Incluso se arriesga a parpadear, y cuando abre los ojos la sección de Mad todavía parece tener algo de niebla. El señor Carey se baja la capucha, liberando mechón tras mechón de pelo despeinado, y le da la vuelta a la foto para mirarla. Podría estar dirigiéndose a ella mientras murmura:

– Espero que fuera un crío, ¿no?

– Disculpe, ¿qué es lo que espera?

– La policía dijo que era un crío el que conducía el coche, no me gustaría pensar que alguien más pudiera ser tan descerebrado.

– Tuvimos que perseguir a unos cuantos pequeños salvajes, pero rezo para que su maldad no llegue a tanto.

– ¿Suele usted rezar? Yo solía hacerlo -comenta el señor Carey doblando la esquina de la fotografía con una uña mordida hasta la raíz y colocándola de nuevo en su palma, como un estigma-. Bueno, mejor me voy -dice-, no soy un cliente.

Tres mujeres con un puñado de novelas románticas cada una han llegado al final de la cuerda que conduce a la señal que pide a los clientes que guarde la cola. Mientras Ray las atiende, le distrae la vista del señor Carey a la caza de cualquier persona con la tarjeta de Textos al cuello. Le enseña a cada uno de ellos la fotografía, que empieza a recordarle a Ray a una tarjeta de socio que da admisión a sus corazones, una idea cruel pero que no puede quitarse de la cabeza. Más de una vez le oye murmurar la palabra «iglesia». Está metiendo en una bolsa la autobiografía escrita por otra persona de un campeón de lucha libre, para un hombre trajeado de piel bañada de rayos uva y un cuello plagado de venas, cuando el señor Carey regresa al mostrador. Espera a que Ray esté solo para hablar.

– ¿Los he conocido a todos?

– Algunos no estarán en la caja hasta la hora del almuerzo. El encargado está en el almacén.

– Ya estaréis hartos de mí para entonces. Sea honesto, ya lo está.

– En absoluto -dice Ray, negando vigorosamente con la cabeza.

– ¿Puedo hacerle saber cuándo y dónde, una vez que lo sepamos, para que se lo diga al resto de los amigos de Lorraine? Dejaré su foto si no le importa, y me la podrá devolver en la iglesia.

– Estoy seguro de que eso no es necesario.

El señor Carey parece caer ahora en la cuenta de la presencia de Frank el guardia, concretamente de su cometido.

– ¿Estaba aquí cuando ocurrió? -le pregunta, poniendo la foto a la vista.

Frank la mira de tal modo que Ray teme que el hecho de que no la reconozca pueda molestar al padre de Lorraine.

– Estaba dentro. Ronnie y los del complejo, esos estaban de patrulla -dice Frank cuando Ray estaba a punto de salir del mostrador para ir en su ayuda.

– ¿Dónde puedo encontrarlos?

– En su garita, pero yo me lo pensaría dos veces.

– ¿Y eso por qué?

– La oyó a ella corriendo, y al coche y no intentó detenerlo. No era tan lento cuando trabajaba con él en Manchester.

– No está en forma, ¿eso quiere decir? -quiere creer el señor Carey.

– Estúpido, y tarda un montón en llegar a los sitios. Se cree que impresiona tanto que no necesita correr. Quizá se cree superior, no sé qué decirle.

– Creo que quizá prefiero no conocerlo -opina el señor Carey. Mete la fotografía en la cartera, solo por el hecho de privar a su bolsillo de su mano extremadamente temblorosa. Al fin se las arregla para guardar la cartera y cerrar la cremallera del bolsillo-. ¿Puedo pedirle un último favor? -le dice a Ray.

– No creo que me haya pedido todavía ninguno.

– Es muy amable al decir eso -intenta decir el señor Carey con una sonrisa que sus labios no le permiten-. ¿Le importaría mostrarme dónde dejó Lorraine su coche?

Jill reaparece desde la sala de empleados, y un momento después lo hace Agnes, empujando un carro por la salida cercana al montacargas.

– Te dejo que regreses al mostrador, Jill -dice Ray. Si alguien me necesita estaré de vuelta pronto.

La niebla se ha cerrado. El complejo parece una fotografía estropeada por la luz del sol o por un proceso químico mal realizado que solo dejara ver el frontal de la tienda con su acera y un poco de asfalto.

– Creo que el coche está cerca del supermercado -murmura Ray.

– ¿Por qué tan lejos?

– Se supone que no debemos aparcar frente a la librería. Quería cumplir nuestras normas.

– ¿Las de quiénes?

Suena a triste acusación, más difícil de procesar por el hecho de ser tan vaga. El señor Carey la deja suspendida mientras pasa por Happy Holidays, donde las ofertas escritas a mano se están desprendiendo por culpa de la condensación. Quizá no oye a Ray decir: