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– Iba a sacar mis libros y los del pasillo de Lorraine que me pediste que colocara.

– Habrá tiempo para eso luego. Ahora mismo Connie tiene una sorpresa para ti. Tu club de fans te está esperando abajo.

Wilf se contiene para no soltar una maldición.

– ¿Quién?

– Tu grupo de lectura. Ya sé que se les esperabas esta tarde, pero no podemos echarlos si creen que esta era la hora correcta.

Esto no parece alegrar a Wilf.

– ¿Te has leído el libro, verdad? -pregunta Woody expectante.

– Casi me lo terminé anoche en casa. Me dormí al final.

– ¿De cuántas páginas hablamos?

– Al menos un capítulo.

Connie nota que Wilf espera que Woody deje de contar con él.

– Eso te va a llevar… ¿cinco minutos a tu ritmo? Nosotros llevaremos las sillas abajo y tú nos sigues tan pronto como acabes. ¿Me ayudas, Connie? Jill tiene que colocar.

– Ve tú primero, Jill -dice Connie sintiéndose absurda, mientras todos van hacia la puerta, pues ha quedado demasiado claro que intenta hacer notar que todavía es una de las encargadas. Agarra cuatro sillas, y Woody siete, mientras tanto Wilf se sumerge en el último capítulo de la novela de Brodie Oates-. Hay un montón de libros nuevos, Jill, y no olvides los de Lorraine -no puede evitar decir mientras camina cargando las sillas.

– No pensaba olvidarme de ella.

Woody apoya su carga en el suelo frente al montacargas y aprieta el botón con los nudillos.

– Ocúpate de esto mientras le comunico al grupo que estamos de camino, ¿puedes? -le pide-. Te alcanzaré abajo.

El staccato de sus pasos bajando por las escaleras es interrumpido por el sonido del cerrojo de la puerta, y entonces Connie oye subir el montacargas. Entre sus crujidos se distingue otro sonido, el de la voz apagada de una mujer. El destinatario de las palabras no responde, o quizá se trata simplemente de la voz del montacargas. Si Connie pegara la oreja contra la puerta podría oír lo que dice, pero antes de que le dé tiempo a hacerlo, el aparato anuncia su apertura y las puertas se deslizan una a cada lado.

No está segura de por qué no confía en ese trasto. Coloca una entre las dos puertas, y va metiendo las demás sillas por lotes; uno de cuatro y dos de tres. Nada más aventurarse a entrar y apretar el botón, le dan ganas de salir. La máquina le dice que se está cerrando, y se supone que debe esperar unos segundos por si alguien entra. En lugar de eso, la ansiosa puerta empuja la silla contra ella, y no tiene espacio para esquivarla. Apartando la silla, es consciente de que debería haberla usado para mantener la puerta abierta. Está segura de haberse atrapado ella sola, pero sale como puede y casi se cae de cabeza cuando la puerta se cierra a su espalda.

Se queda mirando a Jill, intentando convencerla de que no se ha tropezado ni tenía intención de hacerlo. ¿Ha oído ella la pequeña pausa, similar a una risita ahogada, entre las sílabas de la segunda palabra pronunciada por el montacargas? Debe de haber sido un fallo en el mecanismo. Baja al trote las escaleras al tiempo que Woody vuelve de la sala de ventas.

– Va a ser una charla animada -dice-. No son lectores normales, es un grupo de escritores.

Connie se niega a admitir que ha escuchado una respuesta amortiguada desde dentro del montacargas. Debe de haber anunciado su apertura, porque tras una pausa que le hace chasquear la lengua como si llamara a un animal, las puertas se abren.

– Oh, creí que había alguien ahí -dice.

Supone que es una reprimenda por dejar las sillas desatendidas; la que echó a un lado se ha caído. La coloca en el montón de tres, y luego añade otras tres más, para alejarse entonces con todas agarradas entre sus brazos mientras Connie se apresura a ir a recoger las demás. Woody debe de haber pensado que quiere ir a su mismo ritmo. Sostiene la puerta lo suficiente para darle espacio para pasar.

– Aquí estamos -dice-. Por favor, siéntense.

Connie le sigue a la sección Adolescentes; la gente que antes estaba vagando por los pasillos y echando una mirada a los libros se reúne con ellos. La mayoría son lo bastante mayores para viajar gratis en el autobús, salvo por dos chicas jóvenes de aspecto tímido pero expresión intensa. Las sillas son colocadas en un círculo, y la persona más anciana del grupo, una mujer bajita y rotunda, con un peinado parecido a una tarta gris sobre su cabeza, unos holgados pantalones verdes y una rebeca de tweed de un colorido que podría ser legendario, se queda en pie.

– ¿Nos están hablando a nosotros? -se erige en portavoz.

– Nuestro voluntario está en camino, señora -la tranquiliza Woody, clavando los ojos en la puerta como si eso fuera a acelerar la aparición de Wilf.

– Encargado a mostrador, por favor. Encargado a mostrador -llama Agnes por megafonía.

Necesita a alguien para autorizar un reembolso a un adolescente con el rostro plagado de granos entre la rala pelusilla que ha devuelto el vídeo de un concierto de Single Mothers on Drugs. Al tiempo que Connie empieza a procesar el recibo, Wilf sale de su escondite.

– Aquí está nuestro campeón -anuncia Woody, algo que no parece agradar a Wilf, y se dirige a la caja en el momento en que el cliente, coronado con un casco de motocicleta, sale de la tienda-. ¿Qué ha pasado aquí? -demanda saber Woody.

– ¿Cuál dijo que era el problema, Anyes?

– No había música, y tampoco parecía un concierto.

Woody frunce el ceño, pensando que Connie debería haber hecho algunas comprobaciones antes de autorizar el reembolso, y coge la cinta.

– Voy a la tienda de vídeos a comprobar la cinta.

– Connie, ¿no crees que deberíamos ir todos al funeral? -pregunta Agnes, tan pronto como Woody sale de la librería.

– No podemos, ya lo sabes. Alguien debe quedarse aquí.

– ¿No podríamos cerrar al menos un par de horas para ir? ¿No crees que Lorraine merezca al menos eso?

– No sirve de nada que me digas eso a mí, Anyes. Es a Woody a quien debes convencer.

– Pensé que si creyeras que fuera algo importante se lo pedirías tú misma.

– Estoy segura de que tú puedes hacerlo. Pareces lo bastante capaz -dice Connie, intentando escuchar lo que sucede en la sección Adolescentes. La mujer con la masa grisácea de trenzas ha cruzado los brazos con tal fuerza que parece haberse hundido los pechos, y está señalando con el dedo a Wilf.

– ¿Cuál es su interpretación? -interroga con su tono de profesora de escuela-. Usted eligió el libro.

– No es exactamente así. La chica que lo hizo no está, no está aquí.

– Es la elección de su tienda, y usted es la tienda. Esa fue la única razón por la que lo compramos. Que levante la mano quien se lo hubiera comprado si no -desafía a sus compañeros. Aprieta los labios durante el instante que las dos chicas jóvenes hacen la tentativa de levantar sus manos-. Entonces explíqueme por qué lo eligieron si era una especie de broma gastada por no sé quién -desafía a Wilf.

– Pudo ser el propio autor, ¿no creen? Estará aquí en persona la próxima semana, por si quieren preguntárselo.

– Se lo preguntamos a usted. Su jefe dice que nadie lee como usted. ¿Qué es lo que queremos saber todos?

– ¿Qué quiere decir el final? -dice una de las jóvenes, y la otra asiente.

– El final -exclama expresivamente la portavoz, y agita las manos hacia Wilf, dándole un respiro a sus oprimidos pechos-. Todos queremos oír qué piensa de ello, ¿verdad?

Un murmullo general de conformidad se mezcla con risas totalmente exentas de júbilo. Wilf se pone al borde de su asiento y alza la vista para afrontar a su audiencia, encontrándose con la mirada de Connie al otro lado de la sala. Aparta rápidamente la vista de ella, para después guiñarle el ojo a nadie en particular.

– Quizá depende de cómo entiendan el resto del libro -murmura.

– ¿Cómo lo hace usted? -le interesa saber a la segunda mujer joven.