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– Puede sonar como VBVM… babum -piensa en voz alta, e intenta ser más honesta-, ¿es esto un babum? Cómprelo y lo averiguará…

Pensándolo durante un momento descubre lo mala que es cualquiera de estas ideas, pero ahora la palabra no se le va de la cabeza; ni siquiera es una palabra que tenga algún significado, es un mero pedazo de lenguaje traqueteando en su cráneo como un tambor o el inicio de un dolor de cabeza. Babum, babum, babum, babum… Se alegra de que la aparición de Wilf lo interrumpa, salvo por el hecho de que está de pie en la puerta como si esperara órdenes y asumiera que ella sabe cuáles. Un ceño picudo se dibuja sobre los pacientes ojos grisáceos y la larga y roma nariz de Wilf, antes de que se pasara la mano el rostro delgado pero no exento de atractivo.

– Entonces -dice-, umm…

– ¿Qué puedo hacer por ti, Wilf?

– ¿Crees que por fin puedo escaquearme un rato?

Jill tiene que mirar su reloj para entender la pregunta. ¿Cómo ha podido pasarse una hora entera arriba? Ni siquiera se ha tomado un café para despertar la mente.

– Lo siento, por supuesto, sal -resuella poniéndose prestamente de pie y dirigiéndose hacia las escaleras tan rápido que casi olvida volver a fichar. Al menos está dando todo lo que puede por la tienda. Seguramente, eso es más de lo que se le puede exigir.

Madeleine

– Mira todos estos libros. ¿Cuántos libros piensa Dan que hay? ¿Hay cantidad de libros?

– Cavidad.

– No cavidad, Dan, cantidad. Dan no está en una cavidad. Estos libros no están en una cavidad. La mayoría de estos libros están en estanterías. Esto de aquí son estanterías. Las estanterías son donde se ponen los libros en las tiendas. ¿Tiene Dan estanterías en casa?

¿Acaso el padre del chico no debería saberlo? Debe de pensar que los niños en edad preescolar no tienen por qué. El hombre se da paseos por Textos Diminutos junto a su hijo, hablando por encima de la música proveniente de los altavoces, que incluso Mad sabe que es obra de Händel. Ella está en la otra zona, en Textos Primera Infancia, donde algunos de los libros esparcidos por todos los estantes parecen delgados vagabundos, procedentes de otras secciones, y un ejemplar de Textos Adolescentes está colocado torpemente encima de un estante de cuentos de hadas simplificados. A veces piensa que la única T para llamar a esta sección debería ser «Traba».

– Tonterías -grita Dan, riéndose en el mismo tono elevado.

– Estanterías, Dan. ¿Buscamos ahora un libro para Dan? ¿Qué libro le gustaría a Dan?

– Estos -dice Dan, trotando hasta el fondo del pasillo y siguiendo una línea más o menos recta-. Bonitos.

Mad tiene que contener una risita; el niño se dirige directamente a la sección de Erotismo. Ross cruza una mirada con ella desde la sección de Psicología, pero no está seguro de si debe o no responder a su sonrisa, a pesar de que estuvieron de acuerdo en seguir siendo amigos. Cuando ella le responde con un guiño, Ross aparta la vista rápidamente, sin acabar de formar la sonrisa en su rostro. Se está ocupando del niño, que ha sacado Disciplina Sexual de un estante inferior, hasta que el padre llega y se lo arrebata de las manos.

– No bonito -dice, soltándolo bruscamente sobre los libros de arte erótico del estante superior, y mira a Ross, que tiene justo detrás a Mad-. Nada bonito.

Se imagina que el hombre ha notado algún rastro de su anterior relación, pero no hay nada de lo que arrepentirse. No van a correr el riesgo de sentirse extraños en el trabajo. Ella se está olvidando de la sólida y sedosa sensación de Ross en su interior, y del gel de ducha al que sabía su pene; ya se ha olvidado de su bronceado rostro cuadrado bajo la rubia cabellera cerca del suyo, a un milímetro de distancia. Le dedica una sonrisa que no pretende ser demasiado secreta y continúa cargando el carro con los libros que se encuentran fuera de su lugar correspondiente. El padre de Dan elige uno de palabras cortas y sonidos y se marcha con su hijo al son de Händel. Mad está empujando su carro a lo largo de Textos Diminutos cuando se le escapa un «oh» cercano a un «ay»; media docena de estanterías están ahora en peor estado del que se encontraban antes de empezar a ordenarlas.

Ross separa sus labios, a punto de arriesgarse a hablar, y ella recuerda vagamente el aroma mentolado de su pasta de dientes.

– Lo siento -murmura observando el desorden-. No vi cómo lo hacía. No dejaría a mi hijo hacer eso.

– Nunca mencionaste que tuvieras hijos.

– No tengo. Me conoces, soy prudente -se justifica, y un recuerdo le resta color a su bronceado cuando añade-: Quise decir si los tuviera.

– Ya lo sé, Ross -le tranquiliza; si siguieran juntos se hubiera dado cuenta de que bromeaba, pero en estos momentos se pregunta cuántas cosas deben de tener miedo a decirse-. Mejor sigo con esto -dice-. Todavía me quedan libros por bajar.

Espera que haber oído al padre de Dan no la haya vuelto monosilábica. Una vez Ross se ha retirado a su territorio, Mad ordena las estanterías de nuevo antes de echar los libros sobrantes en el carro para ordenarlos y colocarlos en su lugar. Va a toda velocidad, le gusta sentir esa sensación. Cuando se pone la identificación y sale al pasillo de cemento por donde llegan los pedidos, la puerta del montacargas detiene en seco la velocidad de movimientos de Mad.

¿Es el objeto más lento del edificio? Tiene que aporrear el botón dos veces para obligar a descender al amasijo que se esconde detrás de las puertas metálicas. Las puertas tiemblan, al tiempo que una voz femenina amortiguada, que a Mad le recuerda a la de una secretaria, anuncia: «puerta abriéndose». Dos carros han estado de paseo arriba y abajo dentro de esta jaula tan gris como la niebla, pero queda sitio para ella y el suyo. Aprieta con el pulgar el botón de subir y la voz le dice «puerta cerrándose».

– Venga vamos, buen montacarguitas.

Imagina que espera a que ella termine de hablar para comenzar a hacer temblar las puertas y arrastrarlas a su lugar. Todo vibra en el camino hacia arriba, los carros se golpean unos contra otros, asemejándose el sonido al de alguien muy joven aporreando una batería. «Puerta abriéndose», dice la voz al tiempo que la cabina se asienta en lo alto de su recorrido. Las puertas se mueven nerviosas, o puede que solo lo parezca porque Mad está mirándolas fijamente. La frustración hace que parezca que las puertas no se cerrarán nunca. La frustración hace que casi se choque con otro carro cuando al fin llega a la zona de carga. Cuando comenzó en este turno no tardaban más de una hora en cargar y descargar los libros, pero ahora están a rebosar.

Maltratarlos no los va a hacer desaparecer, mirarlos tampoco. Llegan nuevos libros cada día. Comienza a rellenar el carro tan rápido que no entiende por qué le sobreviene un temblor. Quizá el aire acondicionado le está jugando una mala pasada; no, hay alguien detrás de ella. Se gira y encuentra a Woody observándola desde la puerta de la sala de empleados, en la otra punta del pasillo de estanterías de metal. Debe de haber entrado una bocanada de aire por la puerta que el jefe ha abierto tan silenciosamente. Woody se pasa los dedos por la nuca, bajo su frondoso pelo, como si ocultara allí un interruptor que levantara sus cejas, tan negras como su cabello, y los lados de su boca.

– ¿Llevas retraso? -exclama.

– Más vale que no, tomo precauciones -le responde; si hubiera alguien delante de quien esa broma sería adecuada, desde luego no es precisamente él-. No mucho -añade.

Woody avanza pesadamente, pasando junto a los estantes de libros devueltos y dañados y asintiendo sin apartar la vista de ellos. Expresa más paciencia que reproche, pero hay un atisbo de color en su cara alargada y una arruga extra en su frente.

– El público no puede comprar lo que no ve. Nada debería permanecer aquí más de veinticuatro horas.