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– Eh, ordenar tus estanterías para que estén en perfecto estado es lo que debería dejarte tranquila. Pensé que vosotros los británicos manteníais vuestras emociones bajo control. Nunca hubiera esperado que quisierais mandar a la policía a buscar a un tío que solo se ha desorientado en la niebla.

– Un tío -repite Agnes-. Eso es lo que significa para ti. Eso es lo que a la tienda le importan sus empleados.

Se enfrenta a él con una mirada penetrante, y Jill lo intenta con una versión más amigable y triste. Está a punto de informarles de que eso depende de cuánto le importa la tienda a sus empleados cuando los teléfonos comienzan a sonar.

– Eh, quizá es él -dice Woody acercándose al más próximo-. Quizá lo habéis invocado.

Al agarrar el teléfono vuelve a ser él mismo.

– Textos en Fenny Meadows -se enorgullece en anunciar-. Woody al habla.

– Pensé por un momento que estaba en Yanquilandia.

¿Se supone que conoce al que llama? El hombre suena como si esperara ser reconocido.

– Estoy donde debo estar -le dice Woody-. Soy el encargado.

– ¿Le trajeron para hacerse cargo, verdad? -El acento local del hombre es cada vez más pronunciado, o quizá es meramente su voz-. Esperemos que sea capaz.

Woody está a punto de preguntarle en voz alta si es alguien que quiera perjudicar a la tienda.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dice en su lugar.

– ¿A mí? No, en nada, más bien al contrario.

– Adelante. La opinión de los clientes siempre es agradecida.

– Soy algo más que un cliente. O eso pensasteis en algún momento -dice el hombre con un orgullo que se avergüenza de admitir-. Me invitó a ir a la tienda, o uno de sus empleados lo hizo. Siento haberos rechazado, pero me alegro, después de todo.

– ¿Debería saber la razón? Creo haber leído algo de usted.

– No la sabría por lo que ha leído -dice, y aparentemente no tiene la intención de revelarlo por otra vía, ya que pregunta-: ¿Está ahí el tipo que repartía los folletos? Puso uno en mi coche y dejó el resto en las tiendas junto a la suya, como si eso fuera a servir de algo.

– ¿Y por qué no iba a servir?

– Muestre un poco de sentido común, muchacho. ¿Ha mirado a su alrededor últimamente? Me sorprendería que tuvieran algún cliente.

– Eso es porque la autopista está bloqueada en este momento.

– Olvidé que no debería esperar ninguna muestra de sentido común -espeta, y antes de que a Woody le dé tiempo a responder a eso, Bottomley, pues ahora que lo recuerda así se llamaba el escritor, insiste-: Bueno ¿se puede poner?

Woody mira directamente a Angus, pero no considera ni por un momento pasarle el teléfono.

– Me temo que deberá dejar un mensaje.

– Dígale que debí de sonar algo tosco.

– Estoy seguro de que sabrá eso sin necesidad de que se lo diga.

– Muy listo -dice Bottomley en un tono que quiere decir lo contrario-. A lo que me refería es a que pude ser más claro cuando tuve la oportunidad. Aquel lugar me afectó, esa es la verdad.

– Siendo escritor será capaz de imaginar toda clase de cosas.

– Ese es el último lugar donde imaginaría algo. No es la clase de libro que suelo escribir, ¿verdad?

– Honestamente, no sabría decirle.

– Hay muchos más como usted. Se encuentra en el grupo de la mayoría, no hay discusión posible sobre eso. -Su orgullo ha caído hasta el resentimiento, y Woody desea que su indiferencia esté precipitando el fin de la llamada hasta que Bottomley dice-: Quería que el muchacho de los folletos no creyera que estaba insultándolo.

– ¿Por qué iba a pensar que lo estaba insultando? -le pregunta, solo para conocer todos los detalles del incidente antes de hablarlo con Angus.

– No quería decir que no valiera para el trabajo, sino más bien todo lo contrario. Usted tendrá incluso más cualificación, ¿verdad?

– Bastante -se defiende, aunque no le ve el sentido a la pregunta.

– Y tampoco reparó en el fallo.

Woody se pone furioso al tener que confirmarlo con su pregunta:

– ¿Qué error?

– Dios santo, ¿todavía no se han dado cuenta? Es peor de lo que pensaba. No notaron que había una palabra mal en los folletos.

– Por supuesto que sí. Lo arreglamos.

– No en los que repartieron por ahí.

– Sí, en esos, había un apóstrofo intruso del que nos deshicimos.

– Hay muchos sueltos por ahí en estos tiempos, pero no era ese el error. Hablo de la forma en la que decían que había un grupo de letura.

– Lectura, querrá decir.

– Sí, pero no era eso lo que decía su folleto.

Woody atrapa uno del montón junto al teléfono y lo mira atentamente. Por un momento es incapaz de localizar la palabra, casi imagina que se le ha olvidado leer, y luego la errata le hace daño en los ojos. Su rabia hace temblar el suelo a sus pies; sin duda así se siente uno cuando se ríen de él. Su mano está haciendo una bola informe del folleto cuando Bottomley comenta:

– Parece que ahora ya lo ha notado.

– Nos ocuparemos de ello -promete Woody a través de la más feroz de las sonrisas.

– ¿Cómo piensa hacerlo? Si está culpando a alguien, no ha pillado la idea.

– ¿A quién sugiere que le eche la culpa entonces? -pregunta Woody, sabiendo que no le va a gustar la respuesta.

– Inténtelo con el lugar en donde está.

– Si tiene alguna queja sobre la tienda, estoy a la escucha.

– La tienda no -aclara Bottomley, y rellena la pausa subsecuente con el tintineo de un cristal y el sonido de líquido fluyendo-. Esa es otra cosa sobre la que podría haber sido más claro. Puede que él también pensara que me refería a la tienda.

– Nadie me ha dicho que dijera nada sobre ello.

– Espero que no pensara que merecía la pena mencionarse. Él creería que le estaba preguntando de dónde venía el nombre.

– Bastante obvio, diría yo.

– El de la tienda sí, está claro, pero me refiero al complejo comercial.

¿Por qué iba a importarle eso a Woody? El hombre está borracho, amargado y es poco probable que pueda decirle algo que le interese.

– ¿Qué pasa con él? -dice para acelerar el fin de la conversación.

– ¿No tenéis los yanquis una palabra para eso?

– Tenemos muchas diferentes a vosotros, ¿cuál en particular?

– Se le está yendo la olla. Se está poniendo a la defensiva. Empieza a sonar como su empleado, que no podía ver el error que estaba repartiendo.

Woody tira la bola de papel a la papelera más cercana para dejar de juguetear con ella en su mano.

– ¿Ha terminado de intentar aclarar las cosas?

– Un comentario justo. Me estoy comportando como si yo mismo estuviera ahí. Debe de ser la bebida -dice, aunque sin embargo, Woody le oye tomar otro sorbo antes de preguntar-: ¿Lo llamarían Fenny [5] en los Estados Unidos?

– No lo creo, no de donde yo vengo. ¿Por qué?

– Si fuera un pantano…

– Pero no lo es.

El escritor se queda en silencio el tiempo suficiente como para que Woody espere algo más que las siguientes dos palabras.

– Lo era.

– ¿Cuándo?

– Después de que construyeran una aldea en el siglo XVII. Si se cree las historias, después de otra que construyeron en el siglo XV.

– ¿Qué historias? -pregunta Woody, por si tiene que cotejar alguna de ellas.

– De lo que nadie está seguro es de cómo se volvieron locos los segundos. Se supone que por consumir aguas contaminadas. Para cuando terminaron de luchar o de lo que fuera que se hicieron los unos a los otros no quedó vivo ni siquiera un niño.

Eso está en su libro, pero Woody casi había conseguido olvidarlo. Se preguntaría en voz alta si esa historia se ha publicado en algún otro lugar, pero hay algo que no entiende.

– ¿Entonces qué está diciendo que le pasó a la primera aldea?