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– Se me terminaron.

Dios santo, ahora incluso se atreve a discutir. Woody pensaba que era una de las personas en las que podría confiar para que se implicaran con el equipo.

– Vale, pues haz eso mismo -ordena Woody, más que sugiere, pero solo obtiene una tonta mirada interrogativa por parte de Angus-. Terminar. Ve a terminar de colocar.

Tener que explicarlo parece quitarle todo atisbo de ingenio al comentario. Le da la espalda a Angus, como preparándose para observarlo desde el monitor. Tiene una idea clara de lo que viene ahora, y no se equivoca. Apenas ha regresado Angus a la sala de ventas, Agnes se le acerca para preguntarle sobre la conversación. Espía el intercambio, carente de sonrisas, y mueve la boca imitando las palabras que cree que están diciendo, hasta que se da cuenta de que están malgastando su tiempo, y lo que es peor, el de la tienda.

– ¿Podemos dejar las charlas para los descansos? -dice a través de los altavoces. Cuando Angus se retira, culpable, camino de sus estanterías y Agnes lo observa alejarse dejando patente su frustración, Woody añade-: Connie, ven a mi despacho.

Quizá queda claro por su tono que no la está llamando para un encuentro amistoso, pero no entiende por qué Jill la mira cumplir lo ordenado con la sonrisa más amplia que se le ha conocido hoy. Contempla a Connie perderse de vista por la zona inferior derecha de la pantalla.

Cuando oye pasos en las escaleras no puede evitar sentirse confundido por su progreso; casi imagina que alguien no identificado se dirige a la habitación. Salta de su silla, que se queda dando vueltas, y se apresura hacia la sala de empleados, a donde llega al mismo tiempo que Connie. Parece sorprendida de encontrárselo allí de repente.

– Estaba colocando -dice a la defensiva-. ¿Quieres que siga?

– ¿No crees que eso va a requerir mucha letura por tu parte?

Parece dispuesta a reírse, de hecho empieza a hacerlo.

– ¿Cómo?

– Me acabo de enterar de que no sé cómo llevas tus leturas.

– Bastante bien, cuando tengo tiempo. Yo no hablo así, ¿verdad?

– Para trabajar en la tienda te tienes que llevar bien con la letura, ¿verdad? O quizá lo llamarías tabajar.

– Para ser honesta contigo, Woody, si es una broma no la entiendo.

– Tampoco lo etiendes, entonces. Pues ya somos dos. ¿Por qué no le echamos un vistazo a tu folleto?

Connie mantiene las manos y los labios rosados levemente abiertos, de un modo que, según sospecha Woody, siempre ha usado para llamar la atención desde pequeña.

– Están todos repartidos. Bajo y cojo uno.

– No es necesario. Lo tengo aquí preparado -dice Woody, y cuando Connie reacciona frunciendo el ceño como si se le hubiera pinzado un nervio en la frente, se le ensancha su sonrisa-. Puedes ponerlo en tu ordenador también. Adelante, que tu pantalla lo escupa.

Se mueve a su zona del escritorio de la oficina apenas lo bastante deprisa para que no haya que decirle que está perdiendo el tiempo. Una superficie grisácea, plagada de símbolos tan vagos que no son más que manchas sin significado, aparece en el escritorio de Windows. Utiliza el ratón, un objeto pálido y sin forma en el cual ha dibujado unos bigotitos, para buscar entre sus archivos.

– ¿Qué quieres mirar? -murmura cuando el texto publicitario va apareciendo en pantalla y se estabiliza.

– Fíjate bien.

Lo hace, antes de soltar un suspiro que parece lo contrario al aire que acaba de respirar.

– Oh, Dios, no. Estás de broma.

– Yo no, no. ¿Y tú?

– ¿Qué me pudo impedir ver eso?

– ¿Sabes? Me he hecho la misma pregunta.

– Lo digo en serio. ¿Qué pudo ser? Nunca he sido tan descuidada. No creo que nadie haya tenido nunca razones para pensar que lo fuera. Atolondrada puede, pero así me gusta ser con la gente -dice haciendo una pausa para esperar una reacción de Woody, ya sea de conformidad o de ánimo; al no conseguirla añade-: Hay algo en este lugar que empieza a no gustarme nada.

– ¿Sabes qué? Tengo el mismo sentimiento sobre las personas que no son fieles a la tienda.

– ¿Fieles en qué sentido? ¿No incluye eso decir las cosas que consideras que van mal? -suplica, y no es una muestra de su frustración, sino que rezuma una especie de nerviosismo triunfal-. ¿Qué es esto?

Su mirada parece estar escondiéndose detrás del ordenador.

– ¿No será una sombra? -dice con la suficiente impaciencia para torcer su sonrisa.

Echa el teclado a un lado y aleja el monitor de la pared. A Woody le recuerda a alguien levantando una piedra para ver qué hay debajo. ¿Trata de distraerle de la palabra incompleta en la pantalla? Ahora le gustaría haber tenido esta reunión abajo, aunque hubiera sido muy embarazoso para Connie; está perdiendo tiempo que podría haber utilizado para colocar. De hecho, ha expuesto una mancha de la pared, pero Woody no se impresiona.

– Alguien no se lavó las manos.

– También está aquí.

La parte trasera del monitor luce la huella de otra mano, o quizá de la misma. En ambos casos la longitud y medidas de los dedos son mucho más variadas de lo que deberían de ser las de una mano normal. Woody está a punto de fruncir el ceño cuando la explicación aparece claramente en su mente.

– El tipo que trajo los ordenadores llevaría puestos unos guantes.

– ¿Sí? ¿Le viste? Todavía está húmedo -protesta antes de que Woody le asegure que sí llevaba guantes, aunque no lo recuerde, y ponga el monitor de nuevo en su sitio.

Woody pone la mano en la marca y no siente nada salvo plástico y quizá un tacto algo arenoso.

– Ya no -dice, y empuja el monitor hacia la pared.

– ¿Hemos decidido que quieres que vuelva a colocar? -parece desear Connie.

– Claro, cuando arregles tu error, e imprimas unas cuantas copias para enseñárselas a nuestros visitantes de mañana.

Parece asustada de que algo vaya a salir de debajo del escritorio a enredar con el ordenador.

– Dios, yo lo haré… -dice Woody con tanta rudeza que le duelen los dientes.

Teclea la letra que faltaba, guarda el documento, y dispone la impresora para que haga cincuenta copias. Entretanto, contempla a varias figuras grises agachándose y levantándose en el monitor de seguridad. Se dirige a las escaleras, a un paso que pretende hacer que Connie le siga, pero ella coge un folleto y lo mira.

– ¿Estamos seguros de que está bien? Ya no creo poder ser capaz de saberlo.

– ¿Quién consideras que es responsable de ello?

Connie menea la cabeza y agita las manos a los lados de esta, quizás apremiando a su cerebro a que sea consciente de lo que la rodea. Woody coge el primer folleto del montón que ha escupido la impresora. Para cuando ha terminado de analizar la pegajosa hoja, esta se ha enfriado, aunque probablemente no haya llegado a mojarle las manos.

– No veo ningún problema -le informa.

– ¿Se lo preguntamos a alguien más?

– ¿Por qué iba a querer hacer eso?

– Por si hay algo que ninguno de los dos vemos.

– Veo muchas cosas. Principalmente cómo se va a malgastar la noche si no estoy todo el tiempo encima de cierta gente.

Sus labios se entreabren, para protestar o porque se da cuenta de que está incluida en esa aseveración, y los vuelve a apretar hasta que se le quedan pálidos.

– Bueno, volvamos a colocar -dice Woody, y le sostiene la puerta para que obedezca. La sigue abajo para que vaya más rápido y se incorpora velozmente a los estantes de Vida Salvaje, donde ordena los libros y descarga el carro con tal rapidez que un libro se cae al suelo; sus hojas se abren y muestran la fotografía de unos chimpancés en la jungla dando una paliza de muerte a uno de sus congéneres. Empuja el carro camino del montacargas, y está poniendo los libros en su lugar cuando Agnes se le aproxima.