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– Os hago una pregunta, ¿está la tienda despejada? -dice, y el teléfono amplifica su voz.

– Despejada -exclama Greg, seguido de un coro formado por las voces de los demás; Woody ve sus bocas moviéndose.

– Bien, Bien. Ahora sonreídles a las personas que veáis -ordena Woody, y sostiene su sonrisa unos segundos en cada uno de los empleados-. ¿Alguno recibió menos de las que creía merecer? Entonces asegurémonos de mantenerlas durante toda la noche.

Frank carraspea desde los arcos de seguridad.

– También tenemos una sonrisa para ti, ¿verdad chicos? -dice Woody, y la tienda obedece.

El guardia se da la vuelta antes de que ninguno de ellos acabe de sonreír.

– Me voy a casa, entonces -masculla, frotándose una mejilla enrojecida. Frank se aleja de la puerta mientras Woody teclea la combinación, como huyendo de la niebla en la que va a tener que adentrarse si quiere salir de allí-. Buena suerte -dice, tan alto que no puede estar dirigiéndose solo a Woody, quien a su vez piensa que no se dirige a él en absoluto.

– No la necesitamos, ¿verdad? -responde a gritos, una vez que la puerta está bloqueada y Frank se aleja en la niebla, arrastrando su difuminada figura por ella. Su sombra repta bajo él y se esfuma en la resplandeciente acera cuando dobla la esquina de la tienda. Pronto, una tos gigante y apagada se oye tras el edificio, y la motocicleta traquetea hacia el exterior del complejo comercial.

Poco después, el sonido, similar a un gran carraspeo, no es más intenso que los violines que suenan por los altavoces y estos parecen luchar por silenciarlo.

– Bueno, ahora solo queda el equipo -grita Woody-. Todos de vuelta a vuestros puestos. Vamos a ver de qué somos capaces esta noche.

Madeleine

– Mad. -La palabra parece quedar suspendida en el aire hasta que levanta la mirada. La etérea voz de Woody dice-: Tómate tu descanso, por favor.

Por fin ha terminado de archivar sus libros, y de ordenar su sección. Sabe que no tiene sentido, pero se siente tentada de dar la bienvenida a la niebla siempre que esta mantenga sus manitas arenosas alejadas de sus estantes.

– Ross, tú también -añade Woody mientras Mad dedica una mirada satisfecha a su obra.

Nadie confundiría la reacción de Ross con una de alborozo. Una vez que levanta la cabeza de su pasillo, donde imagina que estaba haciendo todo lo posible por esconderse, se entretiene más de la cuenta para evitar tener contacto visual con Mad. Al dedicarle una sonrisa neutral, siente como si la invisible mirada de Woody intentara manejar sus labios a su antojo.

– Tienes aspecto de necesitar un café -le dice a Ross-. No me importa reconocer que yo también.

Es totalmente cierto. Al tiempo que pasa su tarjeta por el lector de la puerta de la sala de empleados, cierra los ojos durante lo que ella cree un momento, y se encuentra a Ross a su lado cuando los abre. La puerta se rinde a su empuje, y la sostiene para que ella entre.

– No te preocupes, Ross -murmura ya dentro-. Sabes que no muerdo.

Su boca se esfuerza por no decir nada, y Mad es consciente de que lo que sabe es lo contrario. Casi cree ver una mínima marca de sus dientes en el cuello de Ross. Al subir por las escaleras parece estar huyendo de su propio comentario, el cual nunca hubiera hecho si se encontrara más despierta, pero ni los escalones ni la estancia carente de ventanas le brindan una escapatoria. Lo único que puede hacer es coger la taza de Ross y la suya del mueble sobre el fregadero. El que las colocó allí lo hizo descuidadamente, pues hay varias otras amontonadas encima. Ross alarga la mano desde detrás de Mad para apartarlas, pero casi las tira todas cuando su pecho tropieza contra los hombros de ella. Para cuando cierra el mueble, Ross ya está al otro lado de la mesa fingiendo que no se han tocado.

– Ross -le reprocha.

– Lo siento -murmura, buscando un sitio donde esconder su mirada.

– ¿El qué? -¿Haberla tocado o haberse apartado? En lugar de avergonzarlo esperando una respuesta, dice-: ¿Por qué no intentamos llevarnos bien? Ya hay demasiada gente aquí lanzándose al cuello los unos de los otros.

Habla en voz baja para asegurarse de que Woody no la oiga sobre el estrépito de libros del tercer carro que carga esta noche. Cuando ella misma escucha sus palabras desea que Ross tampoco las haya oído. Se da la vuelta para echarse el café y para evitar recordar los mordiscos cuyo sabor aún conserva en la boca. La cafetera emite un ruido extraño cuando pone las tazas en la mesa.

– Es decir, ¿podemos olvidar el pasado? No tiene por qué afectarnos, ¿no? No hay razón por la que no podamos ser amigos.

– Pensé que lo éramos -dice Ross, atreviéndose a levantar la cabeza de su taza para mirarla a la cara.

– Eso es bueno -dice, y la sensación de que sus ojos no revelan todo lo que siente la incita a añadir-: ¿No crees?

– Ya te lo he dicho. Pero olvidar puede ser duro.

No cabe duda de dónde ha ido a parar su pensamiento.

– No te pediría que te olvidaras de Lorraine.

– Me alegro -y no parece hacerlo antes de hacer una pausa y decir-: Debería haber ido tras ella. Podría seguir viva.

– No fue culpa tuya. Nadie podría decir lo contrario. No pudiste hacer nada.

– Debería haber ido de todos modos. Solo los cobardes culpan a otros cuando podrían haber hecho algo más.

Su mirada se demora en ella unos instantes.

– ¿Intentas decirme que yo pude? -espeta Mad.

– No, por supuesto que no. En absoluto. Bueno…

– A ver si lo entiendo. Me acabas de decir que no fuiste un cobarde.

– Quizá si hubieras aparcado delante como Agnes…

– ¿Qué? ¿Y qué si lo hubiera hecho, Ross?

– Quizá el que robó tu coche no hubiera tenido ocasión de hacerlo.

– ¿Me estás diciendo que lo hubiéramos visto con todo esta niebla? -La mano que estaba a punto de agarrar el café se agita como si estuviera señalando las paredes. Su sugerencia no es nueva para ella, pasa las noches en vela dándole vueltas-. Ni siquiera Agnes aparca tan cerca para que pueda verse -dice intentando convencerle a él y a sí misma.

– Ya es hora de que todos lo hagan. -Da un sorbo al café y casi lo escupe de vuelta a la taza-. Vaya, está fuerte.

Mad da un sorbo, suficiente como para notarlo.

– Au, tienes razón. ¿Quién lo ha hecho?

– Yo.

La voz de Woody es tan alta que por un momento cree que está usando los altavoces. Advierte que Ross piensa que todo lo que han estado diciendo ha podido oírlo Woody desde el almacén.

– ¿Te sabe a rancio? -le susurra con las manos ahuecadas en la boca.

El sabor del café es tan fuerte que no puede distinguir nada más. Está a punto de arriesgarse a darle otro sorbo cuando el estrépito de libros sobre madera cesa y Woody aparece en la puerta del almacén.

– Creí que ayudaría al equipo a mantenerse despierto.

Es la viva imagen del insomnio, aunque sus labios dejan entrever sus dientes en una sonrisa que se empeña en afirmar su frescura. Su camisa azul oscura está tan arrugada que podría asegurarse que ha dormido con ella puesta, y la última vez que se afeitó se dejó un poco de pelusilla en el mentón. Sus ojos brillan como dos heridas en carne viva. Mad piensa que les va a obligar a beber el brebaje, pero sin embargo dice:

– ¿Quién se lanza al cuello de quién?

¿Cuántas veces la van a traicionar sus palabras? Le gustaría poder deshacerse de ellas.

– No pensaba en nadie en particular -dice, por si acaso.

– Pues ha sonado como si fuera así.

Sabe que eso no se aleja de la verdad, pero es cosa de Woody averiguarlo; no va a meter a nadie en problemas.

– No, estaba exagerando -replica, esperando que sea verdad.

– Debo tener cuidado con las personas que pongo a trabajar juntas, no obstante, ¿tengo razón?

– Eso es cosa tuya.

– Al menos vosotros estáis bien juntos. Por supuesto, solíais… -Su sonrisa se agita y su mirada parece hundirse en sus ojos-. Pero entonces vosotros… -Hay otra pausa para que su sonrisa dude entre ser contrita, divertida, o ambas cosas-. Cielos, pido disculpas. No pensaba. ¿Os gustaría que me quedara mientras estáis por aquí?