– Allá vamos -dice-. Asegurémonos de que nadie pueda decir que pasamos algún lugar por alto.
Mad asume que eso va por ella y por todos los que la han apoyado. Se siente nerviosa y estúpida al mismo tiempo. ¿Qué espera que encuentren? Si un crío estuviera escondido en la tienda no hubiera podido mantenerse en silencio todo este tiempo, y ¿quién iba a empeñarse en esconderse y desordenar los libros sino un crío? Si por casualidad un intrusito antinaturalmente silencioso hubiera sido capaz de no ser visto, si quizá está gateando hacia la salida y es tan poco inteligente de no saber que por ese camino no hay escapatoria… la posibilidad la deja más intranquila de lo que es capaz de comprender. Comienza a dar pasos laterales a lo largo de la pared del fondo, Angus hace lo propio por el mostrador, para que nadie pueda escabullirse por los pasillos entre ellos. Un débil sonido de violines aporta un incansable acompañamiento que le provoca una sensación de enredo de cuerdas en el cerebro. Trata de acordarse de respirar mientras le repite el café, amargando su boca y dejándola con un sabor a rancio. No puede evitar sentirse asustada de que alguna figura salga disparada por un pasillo, pero solo grita cuando Jake lo hace.
– ¿Qué ha sido eso?
– Dios santo, no chilles tanto -le dice Greg-, nos vas a provocar a todos una jaqueca.
– Mirad allí, rápido -insiste Jake, agitando una mano en dirección a un pasillo cercano-. Se ha ido por ahí. Seguidlo. -Al principio Greg está muy ocupado mostrando su animadversión por los gestos de Jake, pero avanza hasta el final del pasillo que este bloquea-. ¿Dónde está? -grita Jake-. No se movía con rapidez y no ha salido por este lado.
– ¿Qué intentas decirnos que has visto?
– Una especie de cosa, una cosa gris bajita. Se asomó y volvió a esconderse cuando la vi, como una babosa encogiéndose cuando la tocas.
– No creo que nadie se sorprenda de comprobar que no hay ni rastro de nada parecido a eso.
– Te estoy diciendo que vi algo -insiste Jake agudizando su tono.
– Entonces dinos dónde fue.
– ¿Qué es esa mancha? -pregunta Jake, y Mad no está segura de si esa es su respuesta a la cuestión anterior.
– No sé. Quizá tú sabes más de esas cosas que yo.
Mad no tiene ningunas ganas de mirar, pero es la siguiente en hacerlo después de comprobar los pasillos con Angus. En el espacio entre Greg y Jake hay una decoloración grisácea de alrededor de unos treinta centímetros. Sin duda porque Jake le ha metido esa idea en la cabeza, le recuerda a la marca que dejaría una babosa o más bien un grupo de ellas.
– ¿Qué te estás inventando ahora, Jake? -inquiere Greg-. ¿Se ha derretido? ¿Se ha metido en el suelo?
– Estaba allí -responde Jake al ataque-, lo habrías visto si no hubieras estado quejándote de tus pobres y delicados oídos, incapaces de soportar a nadie que muestre sus sentimientos.
– Lo que no puedo soportar es a los hombres que no suenan como tales.
– No me sorprende que la gente haya comenzado a imaginar cosas -dice Agnes después de la perorata de Greg-. Otros de nosotros empezaremos a hacerlo por culpa de la falta de sueño.
Mad asume que Agnes les está ofreciendo a Jake y a ella una excusa. El resto de los empleados han convergido en el pasillo, después de examinar el resto de la tienda sin éxito. ¿Va a insistir Mad en la idea de que hay un intruso? ¿Qué razón había para desorganizar un estante de libros? Lo único que ha conseguido es aislarse a sí misma y a Jake del resto, si es que permiten que eso suceda.
– ¿Ya está todo el mundo feliz? -desea Nigel en voz alta.
– ¿Todos satisfechos? -añade o traduce Ray.
Jake mira a Mad pero retira su expresión. Tiene que haberse olvidado de ordenar ese preciso estante; ninguna otra cosa tiene sentido.
– Supongo -dice Mad por los dos.
Jake se da la vuelta impulsado por su propio encogimiento de hombros.
– Alguien debe decirme a qué estáis jugando ahí abajo -salta la voz de Woody desde varios de sus escondrijos.
Ray y Nigel van en busca de un teléfono, y Nigel llega antes.
– Algunos pensamos que tendríamos que haber echado un buen vistazo antes de cerrar -informa al aparato.
– Querrás decir que yo tenía que haberlo hecho -dice Woody a toda la tienda.
– Todos. No dejas de decir que somos un equipo.
– ¿Entonces qué ha decidido el equipo?
– Estamos aquí a nuestra suerte.
– Vale. No me importa si todos os reís de ello por esta vez. ¿Qué hay que hacer para alegraros? Eh, os diré algo que lo conseguirá; casi es Navidad. Eso hará que pronto haya más clientes.
Mad piensa que eso debería de haber empezado a ocurrir hace semanas, y quizá Nigel también se calla ese pensamiento.
– ¿Todavía no hay sonrisas? -vocifera Woody en todas direcciones-. Lo que necesitamos es un cargamento de buena voluntad.
Nigel se queda clavado en el sitio, como si lamentara haber sido el primero en llegar al aparato, hasta que Woody dice:
– Ross, pilla un disco de música navideña. Puedes apuntarlo en mi cuenta.
Ross pasa tanto tiempo junto a las estanterías de discos compactos que Mad pierde los nervios por la impaciencia. Al fin, le lleva a Nigel una copia del Disco de Santa, que no hubiera sido el que ella hubiera elegido. Y qué más da; cuando Nigel silencia a Vivaldi, no sale ningún sonido.
– Intentémoslo con otro -dice con prisas.
Esta vez Ross acaba por elegir Festival de villancicos, el que hubiera escogido Mad desde el principio. El problema es que tampoco funciona, y cuando Nigel lo sustituye por Vivaldi, este también permanece en un silencio similar al movimiento de la niebla en el exterior.
– ¿Qué pasa ahora? -pregunta Woody mientras Nigel vuelve a apretar los botones.
Nigel coge el auricular sin dejar de pulsar los controles del reproductor, como si fuera un perro atado con el cordel del teléfono.
– Algo se ha estropeado. No reproduce nada.
– Entonces no malgastes más tiempo. ¿Por qué no elegís algunas canciones navideñas y las cantáis mientras trabajáis?
– Como esclavos que somos -comenta Agnes.
– ¿Qué fue eso? ¿Qué es lo que ha dicho, Nigel?
– No me he enterado bien -murmura Nigel después de dudarlo durante un momento.
Greg se aclara la garganta con una elocuencia que puede tener la esperanza de comunicarle algo a Woody. No debe de alcanzar bien a su destinatario, pues Woody dice: -Supongo que quizá está pensando que debería unirme a vosotros en lugar de deciros todo el tiempo lo que tenéis que hacer, ¿tengo razón? Aquí va una canción para poneros de buen humor.
Mad duda que sea la única dominada por la aprensión cuando Woody emite un amplificado suspiro. Cuando empieza a cantar, no le sorprendería que nadie supiera adonde mirar. Interpreta la canción a plena voz o bien con su boca pegada al auricular; el tremendo sonido hace temblar los altavoces. Entre las características menos agradables de su actuación está el hecho de que no recuerda la mayoría de las letras, limitándose principalmente al deseo de que nieve. Mad se pregunta si preferiría eso a la niebla.
– Eh, se supone que esto no es un solo. No me digáis que no conocéis la canción. Sonaba en una película que muchos debéis de haber visto.
– Para ser honestos, y no sé qué pensarán los demás -dice Nigel-, creo que trabajaremos mejor si no cantamos.
Todos menos Greg dejan patente su conformidad.
– No mováis así la cabeza u os quedareis dormidos -dice Woody con una sonrisa de intención desconocida-. Quizá debería daros una serenata.
El tenso silencio que esto provoca es interrumpido por el ruido del pestillo de una puerta. Connie sale a toda prisa de la sala de empleados, seguida por Jill. Ambas parecen tratar de evitar que se note que ha sido la voz de Woody la que las ha propulsado escaleras abajo. Durante un momento, la voz se acalla con un rugido de electricidad estática.