Выбрать главу

No se atreve a mirar. Ya no puede ni soportar ver sus acrecentadas y malformadas sombras. Acelerando en el callejón, aprieta los ojos con fuerza, sintiéndose como un niño que cree que puede esconderse en su propia oscuridad. Ha huido apenas un par de pasos cuando los de ellos convergen rápidamente con los suyos. En un momento, sus puños son capturados por apéndices demasiado fríos, blandos e inseguros de su forma para ser considerados manos.

No puede emitir otro sonido más allá de un débil gemido exento de sentido gramatical. Sus dedos se agitan, realizando un desesperado intento por liberarse, pero solo consiguen atraparse hasta los nudillos en la pegajosa sustancia. La sensación provoca que le sea imposible abrir los ojos, los aprieta con mayor fuerza si cabe para poder espantar lo que parece una pesadilla causada por la falta de sueño. Está atrapado en su propia noche, en la cual ya no tiene la sensación de que Laura esté en ningún lugar a su alcance. De todo lo que es capaz es de esforzarse en sumirse en ella mientras unos dedos o patas de varios grosores reptan como gusanos entre sus dedos. Está adherido al abrasador agarre de sus captores, que le dan vueltas sin parar antes de arrastrarlo lejos de la tienda junto a ellos.

Una esperanza solitaria sobrevive en su mareado cerebro, ya ha dejado de importarle el grado de su desesperación. Ocupa tanto espacio en su pensamiento que seguramente sea cierto; espera que para cuando suceda lo que tenga que suceder, ya no sea capaz de pensar.

Agnes

– Jesús, ojalá supiera lo que pasa con el tiempo por aquí -comenta Woody por los altavoces, como si su voz ya no fuera lo bastante insoportable-. ¿Es lo que necesitáis, no?

– Debería serlo -grita Ray.

Por supuesto que debe serlo. Es un hombre, y encima es Angus, el más ansioso por agradar de todos los empleados, por poco respeto hacia sí mismo que eso le deje. Si lo único que quieren aplicarle al problema de la puerta de Woody es fuerza bruta, no hay duda de que lo hará tan bien como cualquier otro. Agnes solo desea que el intercambio no hubiera llegado a sus oídos. Si los encargados se han vuelto tan mezquinos y vengativos, no debería dejar que la afectara. Atrapa unos cuantos puñados de libros de Gavin de sus estantes, y los tira en el carro para no oír otra cosa.

No funciona.

– Quizá debería resolveros vuestro otro problema -oye decir a Woody, y el resto de la tienda también. No está segura de que no se dirija o apunte a ella hasta que no le oye ofrecerse a contar, y luego se siente estúpida por preguntárselo. Ahora está diciendo que necesita el cuerpo de alguien, y se alegra de no estar por allí ante esa idea, aunque más vale que sea consciente de que no debería atreverse a proponérsela a ella. Quizá en el fondo se alegra de que la hayan dejado sola; no puede pensar en ningún empleado cuya compañía le resultaría agradable. Si no intentan demostrar que tienen derecho a decirle a la gente lo que debe hacer, están demostrando lo inmaduros que son en otros sentidos. Quizá el mejor camino para todos sería pasar tiempo a solas.

– Uno -anuncia la innecesariamente exagerada voz de Woody, y Agnes está dispuesta a proponerle que no use la megafonía para eso. Oye el comienzo de una discusión de alguna clase en la oficina, pero por muy divertido que pueda ser, no se va a permitir poner el oído. Carga los últimos pocos libros en el espacio disponible aún en el carro y lo empuja por el almacén, dejando atrás un amortiguado chillido que al principio toma por el de unos ratones. Cuando llega al montacargas y aprieta el botón correspondiente con el pulgar, se da cuenta de que los fragmentos del poliestireno están chocando entre ellos bajo la malla del contenedor.

«Ascensor abriéndose», se le anuncia al fin, como si alguien estuviera esperándola. Las puertas se hacen a un lado, dejando al descubierto el palé, que apenas deja espacio para ella y su carga. Después de maniobrar el carro para ponerlo de lado, se apretuja entre su parte delantera y la pared del montacargas con la intención de pulsar el botón de bajar. No hay necesidad de salir de nuevo, al menos no podrá oír a Woody desde aquí. El montacargas le anuncia sus intenciones y la encierra justo en el momento en el que exclama:

– ¿Qué has dicho?

Se alegra de que nadie la vea comportarse como una idiota. La cinta o lo que sea que usa el montacargas para hablar debe de estar gastándose, por prematuro que eso parezca. Por supuesto que ha dicho «ascensor cerrándose», no «falsa esperanza». Encuentra difícil rechazar la idea de que el ascensor mismo se está estropeando, que desciende más lentamente de lo habitual. Quizá se lo imagina porque se ha introducido en un espacio en el cual apenas podría darse la vuelta si tuviera que hacerlo. Lamenta tener que tomar prestada una idea de Woody, pero nadie se va a enterar.

– Uno -murmura-. Dos -añade pasado un segundo, aunque no está segura de si está cronometrando al montacargas u ocupando su mente para no sentirse a merced del tiempo que tarda en bajar-. Tres -continúa-, cu… -La palabra que iba a decir no sale de su boca, pues el montacargas se ha detenido con un balanceo, como si se hubiera quedado sin suficiente cable. Inmediatamente la oscuridad la envuelve.

Durante algo más que un momento, en el cual es incapaz de respirar, comienza a imaginar que ha sido rodeada por algo de una solidez mayor que la simple ausencia de luz, que el montacargas se ha inundado de agua negra. No hay duda de que es así como varios de los empleados masculinos esperarían que reaccionara ella o cualquiera de las mujeres, por eso no va a dejarse llevar por el pánico. Una vez que consigue completar una fase de la respiración, la concatena con otra hasta que todo vuelve a su curso natural, y entonces recorre con sus dedos la fría pared de metal a su izquierda y pone el brazo a la altura de su cabeza. En lo que seguramente no suponen más que unos pocos segundos, su dedo índice localiza la puerta del compartimento que alberga el teléfono de emergencia. Debe funcionar aunque no haya suministro eléctrico, ¿si no qué sentido tendría? Abre la puertecilla, mete la mano en el compartimento, y encuentra el auricular colgando de la pared. Al sacarlo, un gusano tan frío como la niebla de medianoche repta por su desnudo antebrazo. Es solo el cordel del teléfono, pero aparta el brazo y está a punto de dejar caer el aparato. Lo agarra ayudándose también de la otra mano y lo acerca con cuidado a su oreja.

– Hola -dice una voz desde el aparato.

Suena demasiado alegre dadas las circunstancias, y no muy diferente a la voz que anuncia las subidas y bajadas. Ambas fueron seguramente elegidas por su capacidad para tranquilizar, por supuesto.

– Hola -Agnes se siente inclinada a responder.

– Hola.

Su tono es aún más cordial; Agnes incluso pensaría que algo burlón. Está a punto de entrar de nuevo en el bucle saludando de nuevo, pero comprende lo estúpido que sería.

– Estoy atrapada en un ascensor -dice en su lugar.

– Lo sabemos.

¿Esperaba Agnes que contestaran al teléfono desde la tienda misma? No sabe si pensar que lo contrario tiene más o menos sentido.

– El montacargas de la librería Textos -aclara-. ¿Dónde está usted?

– No muy lejos.

– ¿Puede sacarme?

– No se tardará mucho.

¿No es la voz innecesariamente extraña? A Agnes le recuerda a una cinta a menos velocidad de lo normal. En cierto modo, el tono va cayendo, como si mantenerlo alto supusiera demasiado esfuerzo. Trata de ignorar la transformación de la voz, sobre todo porque está a solas con ella en la oscuridad.