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Su mano parece la representación carnal de todo el calor de debajo de las mantas. Al principio, su miembro pierde laxitud y comienza a endurecerse, deseando despertarla tan lentamente como sea posible, a base de besos. La principal desventaja que tienen los turnos de Nigel en Textos y el de Laura de enfermera (además de su excesiva insistencia, en su opinión, en invitar a compañeros de trabajo y sus hijos a casa) es la falta de ocasiones en las que alguno de ellos no está demasiado cansado. Pero ella necesita dormir, y si cae en la trampa acabará llegando tarde. No puede tener esperando a los empleados de su turno en la puerta de la librería. Aparta amablemente los dedos de Laura y los levanta hasta su boca para besarlos antes de deslizarse definitivamente fuera de la manta y salir de la habitación.

Incluso la alfombra está tan fría como la nieve. No es de extrañar que su pene trate de esconderse como la cabeza de un caracol. Se apresura escaleras abajo todo lo deprisa que puede, sin hacer ruido, y cruza la cocina color caoba para subir la calefacción central. Para cuando ha usado el baño y la ducha junto a la cocina, y se ha puesto la ropa que dejó abajo la noche anterior, el frío se ha ido escapando de la casa. Vuelve arriba de puntillas, con la intención de darle a Laura un beso de buenos días en la frente.

– Duce idado -masculla ella-. Te eo noche.

Cuando tiene la seguridad de que se ha vuelto a dormir, abandona la casa sin hacer ruido.

Un camión de reparto de leche canturrea su irregular crescendo por el pueblo al tiempo que Nigel abre las puertas de la entrada y las del garaje de dos plazas. Si bien West Derby ha sido un suburbio de Liverpool durante más de un siglo, es lo suficientemente tranquilo para ser todavía considerado un pueblo. Da marcha atrás a su Primera, dejando solo al Micra de Laura y cierra el garaje y las puertas. Tres minutos bordeando el límite de velocidad llevan a Nigel a la carretera de doble sentido de Queen's Drive, y menos de diez a la autopista.

Durante más de media hora los humeantes conos de luz de sus faros son su única iluminación. Señales como promesas de un cielo azul (St. Helens, Newton-le-Willows, Warrington) quedan atrás a su paso, y en seguida quedan expuestas a la luz de su faro trasero en el espejo retrovisor. La señal de Fenny Meadows parece menos definida que sus compañeras; en la distancia parece blanca por el moho. Recupera su color a medida que la niebla cae sobre la vía de acceso, dejando más clara su posición en el complejo comercial.

La niebla aletea alrededor del foco, sobre la equis que parece una enorme firma analfabeta en el muro trasero de la librería. Cuando deja el coche, un parche de humedad surge sobre él y permanece allí como un sedimento, pero es una sombra causada por la niebla. Se apresura a cruzar el callejón del mismo color de la niebla y pasa por el escaparate, en el cual cierta cantidad de libros han escapado de sus ahora vacíos pasillos. Teclear parte del apellido de Woody en el panel abre las puertas de cristal, y hacer lo propio con las dos primeras letras convertidas en números sirve para desactivar la alarma.

Tan pronto como Nigel se encierra dentro, comienza a temblar. La calefacción no lleva mucho rato puesta, y algo de niebla debe de haberse colado durante el momento en el que tuvo abiertas las puertas; no está seguro de si las zonas infantiles al otro lado de la tienda aparecen extrañamente borrosas. Se queda quieto, vacilando junto al mostrador, pero no encuentra ninguna excusa para quedarse allí. Es absurdo comportarse así teniendo en cuenta que Laura lidia cada día en Urgencias con heridas que la mayoría de la gente no querría siquiera imaginar. Quizá es mejor que no tengan hijos si esta es la dase de ejemplo que va a darles; un padre al que le asusta la oscuridad. En un acceso de rabia pasa su identificación por el lector junto a la puerta de la sala de empleados.

Las paredes del pasillo son más blancas que la niebla, pero nunca ha tenido claustrofobia. Enciende la luz al tiempo que la puerta se cierra por sí sola, y seguidamente sube corriendo las sencillas escaleras de cemento. Más allá de la puerta, pasando los servicios y las taquillas con los nombres de los empleados, hay una luz, y tiene especial interés en que funcione. Así es, y por un angustioso momento piensa que no está solo en el edificio. Pero no, Wilf, quién si no, volvió a olvidarse de fichar la salida, tendrá que darle una hoja de error de turno. Nigel pasa su propia tarjeta por el hueco y la deja en el montón de «entradas», sobre la de Wilf, antes de enfilar hacia la sala de empleados.

¿Qué puede poner a alguien nervioso? No las paredes color moho, ni las sillas colocadas en línea recta alrededor de la mesa (salvo una con el respaldo apoyado sobre ella), ni el tablón de corcho con varías hojas de «artimañas» de Woody fijadas con chinchetas; ni el fregadero lleno de platos, tazas y cubiertos sin lavar que deben de tener algo que ver en el leve olor a humedad rancia… Sin embargo esta no es la habitación donde Nigel pasa la mayoría del tiempo ni en la que se siente más incómodo. Con unas pocas zancadas llega a la puerta de su oficina y la abre.

La luz de la sala también cumple sus expectativas. Tres ordenadores enfrentados a sendas sillas y bandejas llenas de papeles se hacen compañía en un escritorio que nace desde tres partes diferentes de la habitación. Un par de mariposas magnéticas están posadas en el monitor de Connie. El de Ray luce un escudo del Manchester United, y Nigel piensa nuevamente que debería encontrar algo para decorar el suyo; podría hacerle sentir más como en casa. ¿Por qué tiene que forzar esa sensación? Ha estado en lugares sin ventanas antes, pero nunca le ha asustado la oscuridad, ni que las luces fallaran, atrapándole en una negrura tan profunda como las raíces de la tierra. No habrá siquiera un destello del despacho de Woody a través de la pared vacía. Es una gran tontería, y esta es su oportunidad de demostrarlo, aprovechando que no hay nadie. Dios santo, se supone que es un encargado. Entra en la oficina y cierra la puerta tras de sí, luego aprieta el interruptor de la luz con un vigor que le conduce directamente a una instantánea y envolvente oscuridad.

Al andar un poco se trastabilla y decide quedarse quieto. Quiere dar esos pasos; se lo dice a sí mismo. Quiere rodearse más y más de esta oscuridad, para probar que ni la mínima expresión de ella resulta una amenaza para él. Sin embargo, se siente como si hubiera sido arrastrado dentro de un túnel. Ha pasado lo peor, es decir, nada en absoluto, y ahora está sonando el timbre en la entrada. El amortiguado y distante sonido podría estar marcando su victoria o, siendo honesto, su liberación. Quiere dirigirse a la sala de empleados, pero se siente igual que un ciego. No hay ni rastro del contorno de la puerta.

¿Se han fundido las luces tras ella o acaso está mirando en la dirección equivocada? No puede vislumbrarla a su alrededor, pero no debe dejarse llevar por el pánico; la única posibilidad es avanzar hasta topar con una pared. Da un paso vacilante y extiende las manos. La izquierda apenas tarda unos instantes en encontrarse con la porosa frente de algo agazapado delante de ella.

Nigel deja escapar un grito ahogado que le corta la respiración, dejándole sin aliento. Al tambalearse hacia atrás, oye al objeto escabullirse en la oscuridad. Este golpea la mesa con un ruido sordo, recibiendo como respuesta el sonido del plástico de los ordenadores rebotando sobre el mueble. Es entonces cuando se da cuenta de que era una de las sillas con ruedas. Por supuesto, el sonido que escala por las paredes no es más que un eco. Está más lejos de la puerta de lo que creía, pero al menos ahora es capaz de localizarla, con la ayuda del sonido lejano del timbre que alguien está apretando insistentemente. Camina torpemente en esa dirección y casi se choca con la puerta, si no fuera porque detecta un mínimo rastro de iluminación a su alrededor. Busca el picaporte, pegajoso y algo húmedo, sin duda debido al sudor de sus manos. Abre la puerta de par en par y corre, si no huye, escaleras abajo.