– ¿Qué vais a hacer? -pregunta.
– Ya lo hacemos.
No puede ser la misma voz. La operadora o quien fuera que cogió la llamada debe de haberla transferido a un técnico. Si bien Agnes está segura de que una mujer podría realizar esa función igual de correctamente, eso ahora no le parece tan importante como debería.
– ¿No tendrían que estar aquí para hacer algo? -protesta.
– ¿Tú qué crees?
– No tengo modo de saberlo, ¿no? No puedo hacer vuestro trabajo.
– Me quieres allí.
No va a fingir que se siente tentada. O bien la persona al otro lado tiene una rana en la garganta, en tal caso tiene que tratarse de un espécimen especialmente monstruoso, o cree que mientras más bajo sea su tono más masculina suena su voz.
– Lo que haga falta -es lo más que se aventura a decir.
– Hecho.
Debe de estar diciendo que algo está hecho, aunque parece haber sonado como si hubieran llegado a una especie de acuerdo.
– ¿El qué? -se siente con claro derecho a preguntar.
– Espera.
– No hay mucho más que pueda hacer, ¿verdad? Quizá no se da cuenta de que estoy atrapada aquí en la oscuridad.
– Oh, sí.
No quiere creer que haya percibido deleite en esa contestación.
– Quiero que me diga lo que está haciendo -dice-. Todavía no sé con quién estoy hablando. Ni siquiera sé su nombre.
Por un momento imagina que el auricular se ha cubierto de barro, porque la lenta y espesa risa suena como burbujas en medio de esa sustancia. Aparentemente se ha quedado sin palabras, pero eso no significa que Agnes esté falta de ellas. Suena como un adulto sádico tratando de asustar a un crío en la oscuridad, y de repente tiene la certeza de que está en la tienda. Al igual que la mujer que respondió a la llamada, lo que significa que al menos dos de sus supuestos colegas sienten la suficiente aversión por Agnes para vengarse sin paliativos. Si se permitiera pensar en ello, podría culpar a cualquiera.
– Sabes -dice al tiempo que el aparato se torna ansiosamente silencioso-. No sé quién eres tú o tu amiga, pero si sois igual que sonáis, me alegro de que esté oscuro.
Ha permitido que la provoquen hasta el punto de hablar más de lo debido. La mitad de esas palabras habrían logrado transmitir la idea. Aleja el aparato de su cara, y hace que se reencuentre con la pared del ascensor con un sonido que espera que implique algo de agonía para la persona que está al otro lado. Se alegra de hacer ruido en el proceso de colocar el auricular dentro del compartimento y hacerlo encajar. Al cerrar la puertecilla de golpe, se promete a sí misma encontrar al responsable de la broma una vez consiga salir del montacargas. Se echa sobre la puerta y se pone las manos ahuecadas en la boca.
– ¿Me oye alguien? -grita-. ¿Angus? ¿Nigel? ¿Ray? Estoy en el montacargas.
Gran parte de su voz queda atrapada en las puertas. La siente vibrar, o quizá es su respiración revoloteando como un insecto entre sus manos.
– ¿Alguien? -dice, mientras se echa para atrás, y luego apoya la oreja sobre la puerta, que parece agitarse nerviosa por lo repentino del movimiento.
– Agnes, ¿eres tú? -oye exclamar a Ray.
La forma en la que ni se molesta en pronunciar bien su nombre agrava la sensación de sentirse aislada y de no gustarle a nadie. Si no respondiera se sentiría peor que estúpida, pero hacerlo le supone un esfuerzo.
– Estoy en el montacargas. Se ha quedado parado.
Ray permanece en silencio por tanto tiempo, que empieza a preguntarse si no la ha oído o no le importa.
– Irá alguien en un momento, Agnes -grita de nuevo.
No debe empezar a imaginarse que Ray siente la necesidad de alejarse de ella cada vez que le habla. Se ha desplazado a otro lugar para ocuparse de alguna tarea; por eso suena cada vez más lejos. Ahora ha vuelto el silencio, pero por mucho que dure no va a dejar que nadie piense que se está dejando llevar por el pánico volviendo a llamarle. Una vez ha conseguido recordarse que está rodeada del equivalente a un montacargas entero de oxígeno, por muy diminuto que sea el espacio en el que se apretuja, es capaz de respirar lenta y profundamente al tiempo que intenta convertir a la negrura adherida a sus ojos en parte de la calma que lucha por conseguir. Después de todo, está en medio de la absoluta quietud, ¿o es acaso sigilo? ¿Está descendiendo el montacargas tan gradualmente que bien podría estar simplemente imaginándose el subrepticio movimiento? Se está obligando a mantenerse inmóvil, incluso a la hora de respirar, en un intento de discernir si la cabina se está moviendo como una araña gigante, cuando la enorme pero amortiguada voz de Woody declara:
– No hay necesidad de parar ahí abajo. No hay necesidad de rascarse la barriga. Veis mejor que nosotros.
¿Tan poca idea de la situación tiene para decirle eso a Agnes? Por supuesto, debe de significar que las luces han fallado en el resto del edificio, lo cual es la razón por la que nadie ha llegado aún hasta ella, no porque piensen que no merece la pena. La seguridad que le ofrece saberlo se ve minada por la certeza casi total de que Woody se refería en parte a ella con lo que ha dicho. Hurga en el hueco entre las puertas y consigue separarlas un par de centímetros, por los que solo entran oscuridad y una gélida humedad, junto a un tenue hedor a algo rancio. Trata de deslizar los dedos por la apertura, pero es incapaz de mantenerla abierta con una única mano el tiempo suficiente como para tocar la pared exterior del hueco y juzgar si se está moviendo o no. Tiene miedo de atraparse la mano, y la retira. Las puertas se cierran con un ruido sordo.
– Agnes, soy Nigel, ¿te encuentras bien? -dice una voz desde arriba.
Si también está sumido en la oscuridad, tiene cosas más importantes en las que concentrarse que en la pronunciación de su nombre. Respira profundamente para que su grito no se quede a la mitad.
– No sé dónde estoy.
– Estás debajo de mí, en alguna parte. Estoy en las puertas de arriba. Voy a bajar. Por las escaleras, claro.
La imagen de Nigel bajando por el cable revive la incertidumbre de si el peso del montacargas y su contenido la están conduciendo cada vez más abajo.
– ¿Puedes ver dónde estoy? -suplica, en parte con la esperanza de averiguar si hay luz cerca.
– Para ser honesto, no veo nada. Ray ha ido a comprobar los fusibles.
No deberían tardar mucho en poder ver algo, entonces, e igualmente el montacargas volverá a funcionar.
– ¿Serás capaz de llegar? -exclama, dándole a Nigel la opción de quedarse exactamente donde está.
– No lo dudes. Voy inmediatamente -se enreda con las últimas palabras antes de añadir-: Ahora voy.
Le ha hecho perder la confianza. Eso lo convierte en más humano, pero no la ayuda a sentirse más segura. Un amortiguado sonido metálico en las alturas es seguido por un negro silencio que reafirma la sensación de que el montacargas no para de descender, aunque a velocidad de tortuga. Alternativamente, intenta respirar con calma y aguantar la respiración para tratar de notar algún movimiento en el aparato.
– Ya estoy en las escaleras, Agnes. No tardaré mucho -le anuncia Nigel.
– No tardes -responde, porque suena más lejos que cerca. Por supuesto, ahora hay un muro entre ellos. Cierra los ojos por si eso le ayuda a detectar sus progresos, pero eso simplemente intensifica su impresión de que el montacargas no está tan quieto como quiere hacerle creer. Los montacargas no pueden hacer creer nada pero ¿quién si no? Se está recordando a sí misma que está sola en la oscuridad excepto por la lejana voz de Nigel, cuando un indefinido ruido sordo la hace dudar.
– Soy yo. Soy Nigel -trata de tranquilizarla-, ya estoy aquí.
Le disgusta tener que hacer la pregunta.
– ¿Dónde?
– Muy cerca.
No suena ni mucho menos cerca. ¿Cómo puede estar encima de ella si está junto a la puerta? Es imposible que haya un lugar más abajo donde el montacargas pueda llegar. O quizá sí, no es una experta en el funcionamiento de los ascensores. Si el hueco se extiende más allá del nivel de la planta inferior, no tendría mucho sentido que alcanzara una mayor profundidad. Un vago rumor de actividad indica que Nigel se está esforzando en intentar abrir las puertas que conducen al hueco. No está segura de si se le están escapando los sonidos, pero lo claro es que no está consiguiendo ningún resultado. ¿Hay alguna forma en la que podría ayudar? Se aferra a la ranura entre las dos puertas usando sus manos como garras, pero al poco tiempo las fuerzas comienzan a flaquearle, tal y como algunos de sus colegas esperarían de ella; esta vez no se abre lo suficiente para permitir a sus dedos pasar a través de ella, pero sí para volver a dejar paso al vago hedor a rancio. La mayor parte del esfuerzo consiste en estirar el cuello a un lado, sobre el carro, para intentar mirar por la abertura. Aún está arqueando todo el cuerpo para intentarlo cuando el carro le presiona fuertemente en sus caderas y Nigel la llama: